Hace un tiempo, con unos amigos, en el fragor algo excesivo de una noche de primavera, alguien planteó una pregunta, una especie de encuesta colectiva sobre política contemporánea: ¿cuál es el top tres de sus presidentes progresistas de la década pasada? La pregunta era de sencilla enunciación pero de complicada respuesta. Alguien arriesgó: Evo, Lula, Néstor. Otro lo cortó en seco: nooo, qué locura. Es obvio: Evo, Lula, Chávez. Y, finalmente, el tercero en discordia sentenció: gente, se están olvidando del único fuera de serie. Hablaba de Pepe Mujica, presidente de Uruguay entre 2010 y 2015 y, es cierto, un fuera de serie en prácticamente todos los aspectos en los que ese concepto se suele utilizar.

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Como Mujica no "hace serie" con otros presidentes de la región, ni del mundo, Emir Kusturica viajó a Montevideo con su cámara y un pequeño equipo de rodaje con la intención de entender qué había ahí, de qué se trataba. Hizo lo mismo que hicieron cronistas, periodistas, escritores y curiosos de todo el mundo: tocarle el timbre a Mujica y hacerle preguntas para tratar de entender. El resultado es un documental que lleva un nombre quizás un poco grandilocuente para el tipo de temperamento de Mujica (Una vida suprema), pero que, con muy pocos recursos, alcanza a arañar el hueso de ese hombre del siglo XX.

Nos fascina Mujica porque vive en el rancho medio destartalado en el que vivió los últimos treinta años, con sus perros rengos y su campo para trabajar la tierra, su techo de chapa (siendo presidente se lastimó seriamente la mano tratando de repararlo) y su icónico Wolkswagen Escarabajo. Nos fascina Mujica porque no conoce la conversación superficial: le preguntan cualquier estupidez y el hombre se las ingenia para, en pocos movimientos, llegar a lugares hondos, atávicos: cada vez que habla está hablando del género humano, del sentido último de la vida. Nos fascina Mujica porque pasó 12 años en la cárcel, recluido en pozos infectos, privado de los derechos más mínimos que puede pedir una persona, y sin embargo es un hombre sin resentimiento, al que parecen haberle aplicado una dolorosa inyección de paz. ¿Cómo hizo? ¿Cómo no salió de ese pozo y pidió venganza, sangre derramada, cabezas cortadas? Nos fascina Mujica porque, ahora sí, hizo también lo que hicieron otros presidentes de su época: asumió el alto mando de su país y lo convirtió en algo mejor de lo que era.

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Esas postales de vida cotidiana y política fue a buscar el director de Underground a Uruguay, y no necesitó demasiados fuegos artificiales para componer el retrato de esa vida. Pocas entrevistas, algo de archivo, no mucho más. En última instancia, el género en el que se puede inscribir esta película, más que en el documental (que suele tener mayor cantidad de fuentes y mayores contrastes, tanto biográficos como ideológicos) es en el perfil, el retrato. Según Leila Guerriero, un perfil es "una mirada en primer plano sobre una persona con el intento de entender cómo y por qué es quien es, hizo lo que hizo, dejó de hacer lo que dejó de hacer; encontrar el pasado que explique su presente, y observar ese presente buscando los detalles significativos que permitan contar su historia". Los "detalles significativos", en el retrato de Kusturica, están la posición del cuerpo de Mujica, en la reacción de su cara frente a las preguntas del cineasta, en su risa ocasional. Cuando se ríe de Kusturica porque no chupa el mate hasta el final parece corporizarse eso que el perfil busca: una personalidad completa, algo muy grande que solo se hace visible cuando el foco se pone en los detalles adecuados.

Antes de dedicarse a retratar a Mujica, Kusturica hizo lo propio con Maradona, otro fuera de serie, en algunos puntos cercano a Mujica y en muchos otros completamente diferente. La crítica se apuró en sentenciar que Kusturica quería ocupar, hoy, el lugar que antes ocupó Oliver Stone: el extranjero que viaja al sur profundo para documentar —desde la admiración plena, sin grietas— a nuestros héroes, a nuestros personajes conflictivos, a nuestras realidades turbulentas. Pero Oliver Stone venía de Estados Unidos y Kusturica viene de Sarajevo. Ese origen define una diferencia estratégica, un punto de vista. El origen es siempre una marca de fuego, incluso (o sobre todo) para los exiliados y los trotamundos. Y luego está el punto de llegada, que sí unifica a Stone con Kusturica, porque Netflix, en su afán monopolizante, en su intención de erigirse como una Gran Sala de Cine Global, lo convierte todo en propio. Incluso a Mujica, uno de los adalides del anticapitalismo. Al final, Netflix todo se lo devora.

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Me acuerdo de una entrevista que leí alguna vez en la que Mujica decía algo así como que a los uruguayos no les gusta trabajar demasiado, y que eso está bien. A los uruguayos, decía, les gusta comer asados y pasarse largas horas haciendo nada, conversando, tomando mate, durmiendo. Que ellos no aspiraban a tener un PBI altísimo ni grandes fortunas, y que ese desapego era justamente su bendición, su fortaleza. Creo que fue la primera vez que entendí que Mujica no era un presidente más del montón, que era otra cosa; a contracorriente del resto de los Jefes de Estado del mundo, tan obsesionados por el crecimiento económico y la acumulación de riquezas, Mujica proponía nada más y nada menos que una forma de vida. Creo que algo de eso se deja traslucir en la película de Kusturica. Esa fue, sin dudas, la intención.

https://youtu.be/BsKVKgKuzHY