Black Sabbath: en la boca del miedo

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Black Sabbath.

El 13 de febrero de 1970, el cuarteto de Birmingham editaba su disco debut: un tratado industrial y ocultista sobre el fin de la Era de Acuario.


Si Dios acecha en los números, adivinen quién se esconde entre dos notas. Durante buena parte de la Edad Media, las autoridades de la Iglesia prohibieron una frase melódica porque su sonoridad convocaba al demonio. El intervalo de cuarta aumentada, también conocido como tritono o lisa y llanamente 'diabolus in musica', tuvo que descender a las catacumbas y atravesó la historia como una flecha envenenada. No solo fue el centro de una célebre composición de Gustav Holst y la base del be-bop (el término, aseguran algunos especialistas, era la onomatopeya para cantar estas cuartas aumentadas cuando eran descendentes), sino que metió la cola en el rock & roll. El pacto, sin embargo, no se selló con un apretón de manos: cayó como una guillotina.

Durante su último día de trabajo en una metalúrgica de Birmingham, el joven Tommy Iommi ajustó otra plancha de metal en su sitio. Su cabeza estaba en otro lado: la guitarra eléctrica. La guillotina bajó un segundo antes y, cuando retiró la mano derecha, ya era tarde. Había perdido la punta de su dedo medio y del anular. La convalecencia fue atroz. Pero, alentado por su jefe y un disco del gitano Django Reinhardt (otro guitarrista tullido), no renunció a su instrumento. Construyó dos prótesis con el plástico fundido de una botella de detergente y, para compensar la falta de sensibilidad, encordó su guitarra con un calibre más delgado y bajó la afinación algunos semitonos. El ruido que produjo su imposibilidad —sumada, como veremos, a las imposibilidades del resto de sus integrantes— fue el ruido de Black Sabbath.

La escena del bautismo es célebre. Después de un ensayo agotador, la banda salió a respirar un poco de aire fresco y se topó con una larga fila en la vereda de enfrente. Como precisaba la cartelera, el cine ofrecía su función con una película de Mario Bava titulada Black Sabbath. En su cerradísimo acento de Birmingham, el cantante Ozzy Osbourne dijo eureka… como fuera que se diga eureka en brummie. Toda esa atmósfera, los best-sellers ocultistas de Dennis Wheatley y una visión onírica del bajista Geezer Butler (una silueta a los pies de su cama) prefiguraron los versos de la canción insignia: "¿Qué es eso parado frente a mí?/ Una figura de negro que me apunta/ Gira rápido y empieza a correr/ Resulta que soy el elegido/ Oh no". El resto fue obra del tritono. "En aquella época yo era bastante fan de la suite Los Planetas de Holst, especialmente de 'Marte' —dijo Butler, en un documental—. Un día estábamos ensayando y traté de tocar el riff de 'Marte'. Al otro día, Tommy me siguió y así fue como apareció la canción. Era absolutamente diferente a cualquier cosa que hubiéramos escuchado: uno de esos momentos en los que estás tocando y se te erizan los pelos de los brazos". Oh no: Black Sabbath había encontrado la horma de su zapato.

Arrobados por el hallazgo, el cuarteto se puso manos a la obra. Compuso un repertorio alrededor de esa fuerza centrífuga y el 30 de agosto de 1969 ofrecieron su primer recital como Black Sabbath. Canciones como "The wizard" o "N.I.B." no solo eran el kilómetro cero de su estética, sino también la zona de carreteo para una dinámica absolutamente única. De acuerdo a las necesidades dramáticas de Osbourne, el ensamble oscilaba entre el ataque monolítico y el humo lechoso de la psicodelia. Así, mientras Ozzy evocaba las correrías de Gandalf o se ponía en la piel de Lucifer, Butler empuñaba su bajo atronador como cable a tierra y Bill Ward usaba ese extrañísimo toque jazzístico y pesado (escuchar los tresillos del single "Wicked world") que la banda nunca logró reemplazar. Apostado en un lugar estratégico, Tommy Iommi lanzaba riffs como si fuera un arponero detrás de la gran ballena. Todo sonaba brutal y, para un paladar negro, exquisito.

El lugar común (véase Wikipedia) indica que la música de Black Sabbath contrastó abruptamente con su contexto. No fue así. Para finales de 1969, el sueño de la Era de Acuario había trocado en pesadilla. En plena escalada de Vietnam, el Clan Manson irrumpió en escena y el mal viaje de Altamont quedó rubricado con el asesinato de Meredith Hunter a manos de Los Ángeles del Infierno. Los Stones pedían refugio y los Beatles se caían a pedazos. El mal viaje de Black Sabbath, en ese sentido, maridó muy bien con el zeitgeist. En todo caso, lo llevó un poco más lejos y se detuvo en el sitio justo: a dos centímetros de la caricatura.

Para octubre de ese año, la banda ya había firmado con Philip Records (el lanzamiento sería de su subsidiaria Vertigo) y se disponía a entrar en los Regent Sound Studios de Londres a grabar su disco debut. El sello les puso a Rodger Bain como productor y agendó dos días de su agenda. No fueron necesarios. "Fuimos al estudio y lo hicimos todo en un solo día —contó Iommi—. Tocamos nuestro set en vivo, con Ozzy cantando al mismo tiempo desde una cabina aparte. Al día siguiente nos fuimos a Suiza a hacer un show por veinte libras".

Así, mientras la banda comenzaba a cimentar su prestigio en escenarios vacíos, Vertigo Records se propuso cerrar conceptualmente la estética de la banda. Contrató a Keith MacMillan (aka Marcus Keef), su fotógrafo estrella, y preparó una sesión en las inmediaciones del molino de Mapledurham Watermill. La identidad de la chica que camina hacia la cámara, de espaldas al Tames y con un gato en los brazos, se perdió en la noche de los tiempos. Mejor, imposible. Apenas comenzó a llegar el álbum a las disquerías, los fans comenzaron a empujar la bola de nieve negra: que era una bruja verdadera; que era Ozzy en drag; que nunca hubo una mujer en la sesión. Era un día como hoy, hace exactamente cincuenta años.

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