Desde sus inicios, el cine de Terrence Malick (La delgada línea roja, El árbol de la vida) ha sido personal y libre, dirigido a buscar respuestas a sus interrogantes más personales. Y es que Malick entiende el arte cinematográfico como una suerte de diálogo interno -o de sesión de terapia- en el que las dudas existenciales confluyen con las imágenes de sus recuerdos y dudas. Sus personajes son caracteres comunes y corrientes que se ven enfrentados a momentos límite que la vida le pone por delante.
Una vida oculta nos lleva a Austria en 1939. Un lugar donde la supremacía blanca, el racismo y la intolerancia se ha puesto de manifiesto. Es el auge del nazismo y Malick nos lo relata con imágenes de la época, en blanco y negro, 16 milímetros y también en color. Militantes y militares, descerebrados y fanáticos, saludando con devoción a su líder supremo. Alejado en lo que se puede de ese mundo vive Franz (August Diehl) junto a su mujer Fani (Valerie Pachner) sus tres hijas, en un pueblo en las montañas del poblado de St. Radegund. Pero el paraíso es un mal cuento de hadas y a su pueblo pronto llega la infección de la guerra y la intolerancia.
Esta historia está basada en la vida de Franz Jägerstätter, real objetor de conciencia que fue condenado a muerte en 1943 y más tarde declarado mártir por la iglesia católica, siendo beatificado el año 2007 por el renunciado papa Benedicto XVI. Con todos estos antecedentes, es difícil explicarse el motivo de que Malick no lo hubiera llevado antes a la pantalla. Sin duda Franz es un personaje "Malickiano", uno que le calza a la perfección para preguntarse acerca de la vida, el bien y el mal, el libre albedrío y la sinceridad que nos debemos a nosotros mismos.
El director acompaña los meses de cárcel de Franz intercalados con la vida de su mujer en el pueblo; una vida que continúa a pesar del dolor y del desprecio a la que la familia es sometida por los (antes) amistosos lugareños. Es así como surge un cálido relato epistolar entre Franz y Fani, en donde sentidas cartas sirven como terreno ideal para que el director de rienda suelta a su usual poesía en imágenes. Pero a diferencia de sus últimos trabajos, donde la divagación era la norma, Malick se muestra controlado y presenta una historia clara y precisa. Tampoco se muestra particularmente interesado en acuciosidad histórica o en el hecho de que los personajes no hablen en su idioma natural sino en inglés. Sabe que en esta historia, tan universal como actual, hay más belleza e importancia que la que salta a primera vista.