No pasa en la Quinta Vergara sino unas cuadras más allá, al borde del mismo estero en cuyas orillas se instalan las ferias navideñas, las carpas de circos y espectáculos veraniegos. Dura unos pocos segundos: un encapuchado se filma a sí mismo en medio de la batalla, mueve la cámara de su celular para enfocar la sala de ventas de una automotora. Ahí, una pequeña multitud grita y, sin mediar anuncio alguno, vemos cómo un auto atraviesa los ventanales del segundo piso del local y cae a la calle. La gente celebra. Salta. Todo es parte de la selfie del encapuchado donde se cuela, casi como un apunte surreal, la imagen de alguien que agita un paraguas rojo.
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La grabación es perfecta, un plano breve y nervioso que quizás explica este Festival: el vehículo se estrella contra el piso, la multitud que baila, la coreografía de la calle que reemplaza a la que no se vio en la obertura, una clase de espectacularidad que el Festival sueña para sí porque es la gloria de otro tiempo, más feliz, más banal, más ingenuo. Porque con el auto que cae también cae todo, estalla todo. No sabemos si lo van a incendiar, si llegará a ser otra de las chatarras humeantes que quedaron afuera del Hotel O'Higgins, ese estallido tardío que ahora parece sorprender a todo el mundo como si el Festival solo fuese una burbuja de música y telebasura, protagonizado por estrellas globales que apenas hablan con la gente, recluidos ahora en sus piezas con vista al mar; puros ídolos imaginarios que huyen del frenesí que antes consumía completo a la ciudad, que miran desde los vidrios polarizados de una van, lánguidos y distantes.
Porque todo lo que ya no es ni va ser está ahí, en ese auto que cae. Es la Viña del Mar que teme a sus propios pobladores que viven en los cerros; porque siempre ha esgrimido la fantasía de ser apenas un balneario viejo y quizás elegante: un lugar decorado con los oropeles cursis y dorados que rodeaban esas viejas fotos de artistas de los 80 que habían en los muros de la desaparecida disquería Casamar en el portal Álamos; puras estrellas olvidadas que aparecían sonriendo con los fans, todas iluminadas por un flash que era una luz vieja, la misma que caía en la silueta de Hernán Gálvez, el señor que vendía año a año su libro La gaviota de la ilusión entre los periodistas y el público.
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Todo eso está en el auto que cae. Está ahí el nerviosismo de Martín Cárcamo y el sonido cortado de la transmisión televisiva de la presentación de Ricky Martin, que se escuchó horrible porque desde la producción habían ahogado los micrófonos ambiente para que por la tele no se escucharan los gritos de la galería, esa respiración del Monstruo que podía llegar a taparlo todo como una ola muerta. Era una fantasía quizás incomprensible, silenciar a la galería para perpetuar la ilusión de la fiesta, bailar para taparse los ojos ante el presente, tal y como se veía ayer en la transmisión de Échale la culpa a Viña donde Karen Doggenweiler y Francisca García Huidobro hacían coreografías al lado del mar como si nada pasara mientras, suponemos, la producción rezaba porque en el paisaje del atardecer marino no se colasen las columnas de humo de los autos quemados en el centro, los mismos que en Me Late en TV+ mostraban en vivo y en directo, con uno de sus noteros atrapados en el O'Higgins, ahora vuelto un laberinto de humo y caos.
Más tarde Kramer ocupará todo ese caos en su presentación, tratará de comprenderlo, de hacer un relato de él. Marcará 57 puntos de rating para una rutina que lo sacará de la predecible comodidad del humor familiar para hacerlo comprimir toda la iconografía del estallido social en su presentación. Kramer recordará la violencia policial, la crisis de los derechos humanos, celebrará a la Primera Línea; e imitará a Piñera un poco, como si no valiera la pena, para qué ocuparse del horror. Para Kramer, los símbolos del presente serán otros: la Tía Pikachu, el Pareman, el Sensual Spiderman. Un detalle: hará ese relato caracterizado como Nicolás Massú, una de sus imitaciones más viejas y queridas. Será la más sofisticada de sus máscaras, insoportablemente viñamarina.
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Sí, todo eso está en ese escaso segundo en que el automóvil choca contra el suelo. Mientras atraviesa la ventana encapuchado no lo mira, está a espaldas. Otra selfie, otro show. Kramer lo entendió: no hay separación ahí entre lo que sucede en la calle y en la Quinta. Aquello no es nuevo. Alguna vez los Dinamita Show jugaron a lanzar una molotov en el escenario y hace unos años, en la coronación de la Reina de Viña, los pobladores de una toma de terreno interrumpieron la transmisión en vivo para denunciar a la alcaldesa Virginia Reginato. La toma se llamaba Felipe Camiroaga. La transmisión era desde la piscina del O'Higgins. Las manos de los manifestantes sacudían el decorado. No hubo reinas de belleza esa vez, como tampoco las habrá ahora. Es el verdadero show de Viña, algo que antes que un escape de realidad es una inmersión directa en ella, en la piscina de ese viejo hotel que hoy día debe estar llena de ceniza, mientras el olor a quemado se mezcla con la brisa marina y el hedor de las aguas servidas del estero Marga Marga, que queda apenas a unos metros.
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