Ayer fue un espacio de mujeres en la Quinta. Poco importa que a eso de la medianoche, Javiera Contador, hubiese tenido la mejor o la peor rutina. Poco importa que haya contado los mejores, o los más autorreferentes y somnolientos chistes. Poco importa que haya ganado tres gaviotas, una avestruz, un canario, o simplemente, un abucheo. Lo que importa aquí es otra cosa, es que su show, por muy superficial y banal que haya parecido, sí tenía una raíz profundamente política. Sí, fue un acto rotundamente político, admitir, frente a todo un continente, que sí adoraba a sus engendros pero que no por ello, dejaban de ser unos malditos engendros. Una rutina basada en recorridos en auto con niños traviesos, una ida de pesadilla a un supermercado, un viaje familiar a Disney del terror, y unos dibujos infantiles a tempera que parecían nubes pero que eran perros. En conjunto, y en boca de Javiera, increíblemente, lo banal podía llegar a transformarse, después de un rato, en un par de metáforas eficientes de las vicisitudes que podían llegar a tener las madres. Y aunque sí faltó un poco de melancolía a ratos, para bajar el ritmo y ablandar tanta dureza, en general fue valiente.
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Sus historias se generaron, desde una autocrítica profunda a su labor de madre, y también, desde la pérdida obligatoria de su vanidad, como producto de esto. Su juego fue tirarse, sin compañía a los leones, previniendo que un grupo de brujas extremadamente pontificadoras o new age, llegara a hacerlo por ella al rato.
La otra que dio lecciones fue Mon Laferte. La viñamarina llegó llorando y se fue llorando. Y aunque mostró una poderosa voz, su gran mérito, no estuvo del todo concentrado allí, sino también, en las innumerables figuras que tomó al moverse: en sus pasitos cortos, en las flores, las plumas. En sus bailes, sus inclinamientos de rodillas, su manera de sujetar la guitarra y en su gesto felino para mirar al público.
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Lo miró y le habló como si hubiese sido su confidente. Como si hubiese tenido una relación anterior con él. Los contemplaba, indescifrable, como una niña que mira las luces de un árbol de navidad por primera vez. Quizás en qué pensaba, o tal vez no pensaba en nada y sólo estaba allí, como tratando de recordar todas las piedras que se le habían enquistado, antes de llegar allí.
Sus deslizamientos, recordaban, irremediablemente a Amy Winehouse. A esa cosa media felina que tenía ella. A esa cualidad que tienen algunas mujeres que se duermen con el ruido. Su vestido corto y sus piernas frágiles, nuevamente Amy. Sus movimientos pálidos y a veces tristes. Esas letras de corazón abierto, que son distintas a las de Manuel Mijares o Lucho Jara, por la bilis negra que derraman y por la sangre toro que generan. Mon Laferte grita "amárrame", o , "por la chucha porqué no me querí…" y a uno no le queda más remedio que creerle, que no dudar de su sentimiento. Es música que no corta con la calle, que no se aleja por ningún momento de su verborrea y fantasía. Se esconde de la luna y se cuela en las sábanas con olor hueso.
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