Una de las cosas más terribles de este Festival es que interrumpió la emisión de Los 80. El canal 13 la exhibió todas las tardes de febrero con dos capítulos diarios pero esta semana los espectadores hemos tenido que padecer que emitan solo un episodio. La razón es que deben poner al aire Échale la culpa a Viña, un programa satélite que ha carecido de buena parte de la chispa que tuvo el año pasado, más allá de los esfuerzos de Francisca García Huidobro por sacarlo a flote. Pero me desvío. Lo que importa es que hace un par de días, en un capítulo, los personajes vieron por la televisión la propaganda televisiva del Plebiscito de 1988. El show está ahora mismo ambientado en ese mismo año y fue perturbador recordar cómo Evelyn Matthei, Andrés Allamand y Alberto Espina salían defendiendo el Sí y apoyando a Pinochet en la pantalla, mientras la sombra tutelar del dictador recorría como una presencia maligna el programa, acaso la principal de las amenazas de los espacios familiares donde transcurre. Es la mejor virtud del show: sus mejores momentos son aquellos donde la vida de los Herrera se cruza con los acontecimientos reales de nuestra historia. Ahí, se representan a una escala íntima el terror y la esperanza de los años de la dictadura; haciendo de la nostalgia una máscara de la pena, otro eco de la violencia.
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Por supuesto, es imposible no pensar que Los 80 y el Festival están conectados. Como en Viña, hay un punto de la narración donde la burbuja se rompe y la realidad entra a cambiarlo todo sin remisión. En esos instantes, todo lo que ha sido silenciado estalla en la cara del espectador. Pienso en algunas escenas: todas aquellas donde Tamara Acosta comienza a comprender su propio deseo, que abraza de manera tan perpleja como irrevocable; la de Daniel Muñoz apoyando una huelga; la presencia cotidiana de torturadores y delatores al modo de un entramado social y familiar oscuro y paranoico; el delirio de Fernando Farías, que monologa en una comedia violenta y delirante; y el miedo cotidiano que anula y cambia los afectos, los cuerpos, la misma naturaleza de la lengua de buena parte de los personajes.
Por lo mismo, puede resultar iluminador seguir la vida de la familia Herrera y el Festival en un mismo día. La política los define a ambos. Lo que en la serie se presenta como un futuro posible existe en el presente como un desastre; y lo que alguna vez fue una promesa es ahora una plegaria atendida, una traición consensuada. Así, a las puertas de un nuevo plebiscito en abril próximo, el año 1988 de la ficción del 13 vuelve para recordarnos dónde estaban los mencionados Allamand, Matthei y Espina, pero también para mostrarnos como se diluyeron las promesas de futuro esplendor de los viejos estandartes de la Concertación, los mismos (desde Enrique Correa a Soledad Alvear, pasando por José Miguel Insulza y Óscar Guillermo Garretón) que firmaron la carta "Es tiempo de un acuerdo nacional" esta semana, haciendo un alarde caricaturesco de un poder que ya no tienen.
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Todos son los mismos rostros de siempre, todos figurantes de una historia de Chile en la que dejaron de ser protagonistas. Ojalá algunos hayan visto el Festival y hayan escuchado a Mon Laferte pero también a Javiera Contador y la rechifla que siguió ayer a los Fusión Humor. Posiblemente, encuentren que las imitaciones de Kramer los consagran, cuando solo son chistes amargos sobre su pobre vanidad. Ojalá entendiesen que el espectáculo de la Quinta Vergara también habla de ellos; porque lo que sucede en Viña es sobre sus promesas rotas, sobre su arrogancia y su deseo de poder, como si el evento musical fuese una respuesta a ese otro show que es la política. Esa es quizás la gracia del Festival, el modo en que resume a Chile como una fotografía de sus urgencias, dolores y estupidez, de su pena y de su esperanza.
Por supuesto, no creo que suceda, basta cómo algunos se apresuran para salir en los matinales como panelistas hablando de cualquier cosa, banalizando una y otra vez los temas que abordan. A algunos, les falta disfrazarse, si es que no lo han hecho ya. Mientras eso pasa, Los 80 borra cualquier distancia entre el pasado y el presente. Mientras, todas las noches de esta semana Martín Cárcamo luce en la transmisión como una versión deprimida de Antonio Vodanovic, que apenas sabe qué hacer. Mientras, las señales de la política aparecen de soslayo entre la gente porque son el nuevo corazón del monstruo: los gritos de la galería, las poleras con rostros o consignas, las pancartas que metieron escondidas, el ademán casi perenne que hace alguien del público de taparse un ojo con la mano cuando la cámara enfoca la multitud. Cualquier espectáculo carecería ahora mismo de sentido sin ellas porque el futuro era esto.
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