"Yo ya no tengo público, tengo hinchada" dijo Paul Vásquez anoche, en la Quinta Vergara. Tenía razón. Desde hace un buen tiempo había dejado de ser solo un comediante para volverse una figura pública, acaso un héroe popular. Ayer, por ejemplo, llevaba una polera donde de un ojo brotaba una lágrima roja que tenía la forma del mapa de Chile. "Nada borrará la sangre derramada", decía en su pecho y quizás esa era la parte más inapelable de su show, la que correspondía esa voluntad de denuncia social que ha sido el aspecto más explosivo de este Festival, acaso la razón por la que recordaremos esta versión del evento.
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Era imposible no creerle a Vásquez. Venía de la década del noventa, de las calles de Viña, y triunfó y cayó cien veces y se enfrentó con la policía y sobrevivió a las drogas, la tele, los matrimonios, la pelea con su socio Mauricio Medina, el Indio; y mil cosas más. Ahí, nunca no ajustó casi nada respecto a cómo enfrentaba el escenario; pero sí hizo los mea culpa de rigor y maduró y envejeció, encajó los golpes y la tragedia y siguió adelante. Por lo tanto, el humor que hacía siempre sonó honesto o fresco porque él mismo también lo era. De este modo, lo perdió todo y lo recuperó todo un montón de veces. La farándula y los escándalos no pudieron enterrarlo y cuando otros comediantes (Los Locos del Humor, Millenium Show, Payahop) se apuraban por tratar de alcanzar la velocidad y precisión de los Dinamita Show, ellos ya estaban haciendo otra cosa. En la vorágine de su biografía, su talento se mantuvo intacto: el Flaco siempre fue el mejor comediante físico de su generación.
Porque Vásquez fue real de un modo en el que Belloni no lo podría volver a ser jamás. Quizás eso es lo que va a quedar, luego de una rutina a ratos confusa y deshilachada. Porque sí, el Flaco se perdió entre el humor de grueso calibre y la metacomedia, sobre todo cuando parodió los tics del stand up comedy y no se sabía muy bien qué pasaba. Sí, faltaba Medina para darle alguna clase de orden al relato. Sí, explotó sus viejos chistes un par de veces. Sí, a veces el show lució como un púlpito, con todas esas prédicas contra el demonio de la cocaína. Sí, en su presentación había un tono procaz que a veces se le arrancaba para volverse repetitivo, nervioso en su reiteración que era como una salida rápida ante la ausencia de remates para los chistes. Sí, su rutina tuvo el tono de la gracia obscena que un niño hace cuando es pillado en una falta. Sí, lloró a mares, se quebró, la emoción lo embargó hasta dejarlo sin voz, casi en silencio.
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Sí, algunos esperábamos otra cosa pero hasta en sus momentos bajos, todas esas trizaduras que había en la comedia de Vásquez nos parecían entrañables, nos recordaban de dónde venía y hacia dónde iba. Por supuesto, el público le perdonó casi todo mientras anhelaba los destellos de esa genialidad que lo definió alguna vez. Aparecieron a veces, sobre todo cuando se sentía cómodo, en confianza. No es raro, su relación con el monstruo tenía una larga data y lo de ayer era una conversación más. No era una consagración ni tenía el karma de una cita anhelada. En cualquier caso, en una comedia local donde la narrar la propia biografía es una patente de corso para las peores formas de la autocomplacencia y donde la vulgaridad ha sido desterrada a golpes de corrección política, el Flaco exhibía sus contradicciones sin negarlas porque ellas lo animaban, lo definían.
No había risas ahí sino los pliegues de su propia biografía, la exhibición de algo que quería estar vivo, expectante ante el presente y el futuro. La comedia se volvía algo quizás doloroso, acaso otra forma del sollozo o del cariño, un recuerdo de ese lazo que tenía con la gente desde hace tantos años. En Viña, Paul Vásquez era alguien que dejó de ser un humorista, era un artista que abandonó toda máscara que no fuese la de su propio rostro porque buscaba nuevas formas de abordar las viejas ceremonias. Lo logró a medias pero eso quizás no importe. Mientras, el monstruo le respondió con una fidelidad ciega. Apenas importaba el humor, anoche el Flaco fue un viejo amigo que visita a la familia, acaso otro más de los hijos pródigos que vuelven a Viña cada año.