Para todo. Todos tienen remedios: bipolares, psicóticos, maniacodepresivos, personas con dolores físicos crónicos, con estrés post traumático (por terremoto, guerras, avatares climáticos, y en estos días post crisis sociales). Con depresión nivel suicida o simple melancolía (abulia hoy socialmente impracticable porque si persevera vas o te mandan al psiquiatra). En trastornos de pánico o estadios de angustia más comunes se da clonazepam; para conductas impulsivas o hiperreactivas, quetiapina. En niños o adultos hiperactivos, el metilfenidato se agota cada final de semestre. Para la anorexia, la bulimia, o alcoholismo también hay sustancias. La industria farmacéutica ha sabido responder abrumadoramente. Pero es raro: puede haber un gran abismo entre lo que un paciente dice sufrir y la respuesta que aparece en la receta. Nada de lo que dan es lo que dice ser. Todo está hecho para una enfermedad más grave que los síntomas. Mejor no leer el prospecto, te dicen (habla de otra cosa). De algunos medicamentos los psiquiatras no encuentran las palabras para explicar cómo funcionan. Puede que ni siquiera lo sepan. Un clásico de estos hallazgos es el litio; no sabe cómo actúa.
El que sale del psiquiatra camino a la farmacia da un salto al vacío. Está ante un acto de fe. Bastante jugado y caro. Jugado porque el doctor actúa como si no hubiese estudiado medicina, como un astrólogo, un tarotista, o un meteorólogo que puede achuntarle o no. Anuncia que lo que se dará a tragar en un ritual con compromiso cada mañana o cada noche (según dé o no sueño), podría acabar con la incomodidad social, con el dolor en el pecho o con la molestia moral. Que ver salir el sol cada mañana podría ser un acto conforme, y que seamos más llevaderos para familiares que enervamos, tal vez ocurra. Pero también advierte que el remedio podría no servir de nada o, directamente, hacer mal. Y todo con optimismo porque siempre habrá otra opción y nunca será tan malo. Son cosas que recetan en el momento, porque acaban de salir al mercado, porque lo probaron con otro paciente, porque parece no haber mucho más remedio. Pero es circunstancial. Si se los pillara cualquier otro día recetarían otra cosa. Y las más de las veces, el papel que extienden con tan poca certeza es solo el inicio de un camino que habrá que recalcular, como con Waze, cada vez que sea necesario. En un ensayo y error: con el psiquiatra todos somos animales de prueba.
Es el resultado de una industria enorme. Estos días Netflix expone entre sus novedades la miniserie documental El farmacéutico, donde Dan Schneider agota el primer capítulo con la búsqueda del asesino de su hijo al que le dispararon comprando crack. Pero luego, en los siguientes episodios, la trama discurre hacia una lucha mayor y bastante más interesante: desbaratar la venta a destajo de OxyContin, un opioide permitido, promovido y recetado, pero tan abusado y dañino como el que consumía el hijo. El OxyContin generó en New Orleans la mayor cantidad de adictos del mundo. Tras el Huracán Katrina la población quedó en estado de permanente temor. No se dice qué habrán consumido los más ricos, pero lo que llegó a los barrios más pobres fue este opioide de renombrado laboratorio que acabó con la vida de miles de jóvenes. Todo como parte de un sistema de ciclos y oportunidad de cómo y con qué la población consigue aletargarse o evadir el dolor mental.
La activista de los derechos civiles, artista y escritora, Kate Millett, quien falleció el 2017, también luchó contra la industria médica. Quería vivir su naturaleza. Buscó, con todo, quitarse la camisa de fuerza de los químicos y los hospitales psiquiátricos. Para eso intentó caerles bien a sus cercanos sin fármacos. No pudo. Lo peor es que en los setenta las opciones no eran muchas. Casi solo estaba el litio, y el litio tenía en Millett efectos secundarios que vivía como incompatibles a su dignidad, porque implicaban diarrea crónica y temblores que se hacían evidentes en los actos públicos donde pregonaba sus ideas de feminismo radical. De ahí que sufría su enfermedad como una vergüenza. En su novela autobiográfica Viaje al manicomio (Seix Barral) narra todo esto en dos registros: uno trepidante y optimista y otro cadencioso y lúgubre. Son sus alzas y sus bajas. El estilo y el ritmo revelan de su personalidad lo que ella nunca estuvo dispuesta a admitir: que padecía de trastorno maníaco depresivo. Y que era evidente.
La novela empieza con un estado eufórico en que Millett relata su empresa más querida, se ha embarcado en una granja de artistas para mujeres, una especie de colonia. En ese momento, tras separarse de su marido, está viviendo en plenitud el amor lésbico con su pareja Sophie junto a sus amazonas, como llama a sus seguidoras. Pero de repente todo este edificio de buenas intenciones e ilusión resulta demasiado para ella y empieza a fallar, a desvariar en el manejo, a pelear con las allegadas. Es cuando aparece su hermana para atajarla con un eslogan para Millett aterrador: "Estamos preocupados". De este movimiento familiar, que incluía la histeria de su madre al enterarse que no estaba tomando el litio, y de su pareja que poco tenía de comprensiva (aunque Millett siempre está perdonándola), resultó su primera internación en un hospital psiquiátrico. Y fue con esa amenaza que vivió el resto de sus días.
Internada, Millett ya era famosa; había aparecido en la portada de la revista Time gracias a su obra Política sexual (1970, clave del feminismo radical o la tercera ola feminista junto a La dialéctica del sexo de Shulamith Firestone) que se divulgó rápidamente entre los académicos y las feministas. En ella, la familia es expuesta como la institución más importante del patriarcado porque produce los roles prototípicos que conducen a sus miembros a ajustarse y a conformarse de modo tal que la familia actúe en unidad con el gobierno. Así es como el estado patriarcal rige a sus ciudadanos: a través de los jefes de familia. El New York Times la llamó "La biblia de la revolución femenina". Pero toda esa autoridad se vino abajo con sus cambios anímicos. Lo que más le jugaba en contra no era la depresión (así ocurre también hoy) sino los comportamientos desajustados, o que van en contra de las convenciones sociales. La depresión, señala, no molesta a nadie. Lo único que no se puede hacer es suicidarse, todo el resto es aceptado.
El rechazo viene de la acción. En su caso el derroche y los malos tratos. Esto es lo que la psiquiatría denuncia o intenta acallar con toda la autoridad de la ciencia. Su segunda internación se debió a eso, un ataque de histeria cuando perdió una cámara de fotos. Ataque bien comprensible pero que en ella la llevó a lo peor: un psiquiátrico en Irlanda, donde a penas le daban de comer y donde vivía pensando que se quedaría ahí confinada y estigmatizada porque a eso llevaba un diagnóstico de maniacodepresiva en esos días. "Para cuando te encierran estás loca e incapacitada declarada, marcada hasta el punto de tener un historial psiquiátrico, hundida por la encerrona". Hasta que una amiga la encuentra y logra sacarla.
Viaje al manicomio es una narración personal, dramática y verdadera, pero también es un alegato en favor de los derechos civiles de los enfermos mentales frente al gigante de la medicina. A Millett la medicación le fue impuesta contra su voluntad, nunca la aceptó y la entendía como un elemento para el control social y no como una cura: "bajo el efecto de los fármacos, (los pacientes) se manejaban solos". De ahí que su lucha la encaminara básicamente como una rebelión a la medicación. Y en su caso personal lo vivió así: "Si lograba dejar el litio, podría demostrar lo contrario, y establecer mi cordura, recuperar mi identidad, absuelta de la acusación siempre presente y probada de mi locura".