Perdón, Gil Scott Heron, pero la revolución sí que fue televisada. Atrapada en un compromiso con The Dick Cavett Show, Joni Mitchell declinó su invitación al festival y siguió la cobertura minuto a minuto. Extática frente a la pantalla, habló de "un chispazo de belleza" y se sentó frente al piano para componer su propio himno. "Para cuando llegamos a Woodstock / éramos una fuerza de medio millón / y en todas partes había canciones y celebración. / Yo soñé que veía a los bombarderos / convirtiéndose en mariposas sobre nuestra nación. / Somos polvo de estrellas / somos dorados / Y tenemos que encontrar / nuestro camino de regreso al jardín". El estribillo whitmaniano comulgaba con el éxtasis, pero los acordes amenazantes de la estrofa parecían señalar la mosca en la sopa. Joni Mitchell era todo menos ingenua. Para entonces, como decía aquel anuncio de Virginia Slims, ya había recorrido un largo camino.
Entre las fogatas adolescentes del lago Waskesiu y la limosina negra de 1969, Mitchell vivió exactamente como una fugitiva. Se fogueó en un pequeño club de Saskatoon que rebautizó Café La Depresión, escribió su primera canción en un tren rumbo a Ontario, tocó en la calle y los sótanos de las iglesias para pagar la renta, ofreció una hija en adopción, se casó con Chuck Mitchell ataviada con un vestido cosido por ella misma y se divorció en el corazón del circuito folk de New York. Era, qué otra cosa podía ser, una beatnik. Una noche, después de su concierto en el Gaslight South de Florida, otro beatnik llamado David Crosby se acercó con un boleto para California. Y, en el Verano del Amor, todos sabían lo que eso significaba. Incluida Joni Mitchell.
Con sus primeros cheques gordos, se compró aquella casa en Laurel Canyon: el valle mítico de los Ángeles donde, entre las secuoyas, los estudios de cine y las colinas de Hollywood, se incubó el huevo de espiritual de la contracultura. No sería una casa cualquiera. Allí, en el número 8217 de Lookout Mountain, se reunieron por primera vez en la misma habitación estos tres tipos: Crosby, Stephen Stills y Graham Nash. La "Our house" de Nash era precisamente esa casa que, para la vagabunda, ofrecía la novedad del piano. Un instrumento sedentario. Canciones como "For free" y "Willy" fueron los primeros frutos de esa relación (con Nash, con el piano) y trazaron algunos puntos sensibles para el nuevo repertorio: el retrato a mano alzada del corazón de un hombre, las tensiones de la celebridad. El espíritu de una mujer en el preciso momento en el que advierte la naturaleza de su talento y de su soledad.
La casa se transformó en un vórtice. En Remember my name, el documental producido por Cameron Crowe, Crosby se para en la puerta y asiste con los ojos humedecidos a la catarata de los mil recuerdos. Adentro, regando las flores o charlando con sus nuevas amigas (como la historietista Trina Robbins), siempre esperaba la anfitriona. El lacio dorado. Los sweaters de lino. El canto claroscuro de la mezzo-soprano. La mente perdida en intereses secretos. "Cualquiera que estuviera a menos de quince metros de Joni Mitchell –advierte Stills- se enamoraba inmediatamente de ella".
El universo que giraba a su alrededor le permitió, entre otras cosas, asimilar esta certeza: la limitación es el estilo. Entre los daños colaterales de una poliomielitis de la infancia, Mitchell convivía con una debilidad de su mano izquierda que la llevó a probar diferentes afinaciones como método de compensación. Muy pronto extendió esos nuevos calibres de la guitarra hacia el foco de la escritura. Es decir, hacia su mirada del mundo que la rodeaba. "Trina lleva su rosario de cuentas / Llena su cuaderno de dibujo con líneas / Costura sobre el encaje negro de las viudas / Y filigrana en la hoja y la vid / Vid y hoja son de filigrana / Y el abrigo de segunda mano / adornado con lujo antiguo / Ella es una dama del cañón". Eureka: tenía la punta del ovillo en las manos.
El disco, como no podía ser de otra forma, fue grabado en los A&M Studios de Los Ángeles. Producido por la propia Mitchell con el asesoramiento técnico del ingeniero Henry Lewy y un personal reducido a lo estrictamente esencial. Cuatro sesionistas para momentos muy específicos (la cellista Teresa Adams, el clarinetista Paul Horn –que también tocó flauta-, el percusionista Milt Holland y el saxo barítono de Jim Horn) y un coro de amigos para el clímax de "The circle game". Fueron acreditados como The Lookout Mountain United Downstairs Choir pero no engañaban a nadie: eran Crosby, Stills & Nash.
Aunque la canción tenía casi cuatro años y ya había sido grabada por un puñado de artistas (Ian and Sylvia, Tom Rush, Buffy Sainte-Marie), representaba un sentimiento con dos filos del puro presente. Llamémosle, la responsabilidad de la libertad. Era, como se supo poco después, una respuesta a la amarga "Sugar mountain" de Neil Young. Si: ahí donde Neil entonaba su lamento folkie por la juventud perdida (¡y recién había cumplido diecinueve años!), Joni ofrecía el consuelo y la fatalidad de los ciclos y las generaciones. Ladies of the Canyon, en ese sentido, funcionaba como un mural impresionista y paradójicamente íntimo sobre el valle de Los Ángeles. Es decir, sobre la contracultura. Doce canciones tan honestas que, al mismo tiempo que clavaban su bandera en la cima de la Era de Acuario, no podían dejar de notar la altura de la caída. La estadística del daño posible.
"Rainy night house", el tema que partía al disco a la mitad, parecía un cuento de Carver. La noche lluviosa del título, ella y el "santo de la FM" (¿alguien dijo Leonard Cohen?) tomaban un taxi hasta la casa materna. No había nadie allí. Solo el revólver del padre y la voz de la madre en el teléfono. Ella se quedaba dormida y él, subido al arpegio melancólico del piano, la miraba descansar para saber quién en el mundo ella podía llegar a ser. Como si acaso hubiera alguna duda: Joni Mitchell ya era la reina.