El precio de la verdad es de esos thrillers de abogados que dejan un regusto amargo. Y este regusto sucede tanto porque la historia que nos relata, acerca de codicia empresarial y del hombre que decide hacerle frente, es enervante y enojosa, como porque está dirigida por Todd Haynes (Lejos del Paraíso), un director reconocido por su interés en las relaciones humanas, algo que en esta cinta poco y nada se logra al respecto.
Comenzamos a fines de los años 70 en Estados Unidos. Un grupo de adolescentes va a nadar en la noche a un río cercano. Su goce es pronto interrumpido por unos trabajadores que los obligan a salir del lugar: las aguas están claramente contaminadas. Un salto de más de 10 años nos lleva a conocer a Rob Bilott (Mark Ruffalo), un abogado "nacido en provincia" que ha hecho su camino hasta llegar a socio en un prestigioso bufete de abogados en Cincinnati. Pronto se entera del caso de una familia de granjeros del pueblo de Parkersburg, Virginia, quienes han visto sus animales muertos y sus tierras infectadas debido al manejo de material peligroso que la gigante empresa DuPont ha hecho en el lugar. Después de breves deliberaciones con su conciencia, Bilott comienza una lucha inagotable, que buscará sacar a la luz el escándalo.
Esta es una película tan bien intencionada como certera respecto al momento social actual. Nunca está demás enterarse de las diversas y siempre asombrosas formas en que las industrias - a sabiendas - nos están envenenado y salen impunes de todo. Ruffalo, actor y activista, está a sus anchas en esta cinta que, diligentemente, desentierra una historia que ha permanecido oculta y que grita a los cuatro vientos su necesidad de ser conocida. Y aunque Ruffalo y la historia de los canallas de DuPont funciona, lo que nunca acaba de cerrar es la línea dramática de Bilott y su mujer, Sara. Interpretada por Anne Hathaway, toda escena del matrimonio estanca la narración y sólo entrega un mínimo bosquejo de los problemas de la pareja. De hecho, el matrimonio está aquí más que nada para mostrar el paso del tiempo gracias a lo mucho que crecen los hijos de la pareja.
Haynes acaba construyendo un mini Frankenstein, con temas ambientalistas y legales más que atendibles, mezclado con dramas que poco tienen que ver con el cuadro completo.