Un plan es fantasía. Programado para su estreno público durante un multitudinario concierto de cumpleaños en Rosario, La conquista del espacio nació directo en cuarentena. El espacio, con el protocolo vigente, ya no será la fiesta popular. Será, en principio, otra cosa. La pregunta es, como dice Babasónicos, qué cosa.
Nadie sabe exactamente dónde está la punta del ovillo, pero Páez grabó los primeros demos durante un verano en las sierras cordobesas. Unos meses después volvió sobre el material en las playas brasileras de Trancoso donde, escoltado por su socio Diego Olivero, comenzó a entrever un horizonte: tímbrico, temático, dramático. Ya de regreso en Buenos Aires, La conquista del espacio reclamó su arreglo de cuerdas desde el propio título. O de qué otra manera podemos abismarnos sobre la frontera final sino es a bordo de esta cabalgata progresiva, que abre con el subidón de los timbales y cierra con una suerte de cita para La grasa de las capitales. Claro que el espacio –el espacio según Páez- no es precisamente la escenografía de Kubrick: puede ser la calle, el mapa de sus emociones, el encordado simétrico de su piano. La libertad primera y última. Así, a pesar de todos los desplazamientos armónicos, la canción no baja nunca el metrónomo y se disputa en la jerga de los colegas: "entre los artistas no se encuentra el enemigo". Las voces de Juanes, María Campos, Franco Saglietti y Mateo Sujatovich, en ese sentido, cumplen un papel casi gremial.
Grabado entre Ocean Way (Nashville), Igloo Music (Burbank) y los célebres estudios Capitol de Hollywood, el disco tiene un hándicap alto de producción. Suena, como diría Nathy Peluso, caro. Buena parte del elenco es el mismo de siempre: los músicos de la banda y la producción son de la casa (excepto Gustavo Borner, que viene de producir el último disco de Andrés Calamaro como enlace con los Estados Unidos), pero algunos ingredientes alteran la ecuación. Por un lado, la orquesta: la Nashville Music Scoring Orchestra dirigida por Ezequiel Silverstein bajo arreglos del propio Paez. Por el otro, la base: un team de ocasión entre Guille Vadalá, su bajista histórico, y nada menos que el baterista de Paul McCartney. El -literalmente- enorme Abraham Laboriel Jr.
El régimen de trabajo parece haber sugerido otra concentración. Después de la desmesura de La ciudad liberada (2017), este nuevo disco se ajusta a nueve canciones en poco más de media hora de música. Sístole y diástole. Aquella suerte de disco doble y anarquista, capaz de dialogar con La Máquina de Hacer Pájaros y la distopía de Sign O the times, abrió el camino para esta playlist cronometrada en la Era de Spotify: directo a las redes, preparada para el vinilo. Páez, como si fuera necesario aclararlo, nunca es ajeno a esas tensiones de entre casa.
Como cualquier mortal, por ejemplo, se la pasa haciendo un zapping frenético entre los canales de noticias y las señales intermitentes de su whatsapp. El antídoto contra ese bombardeo es un rock & roll que, después de la enumeración (el pan que falta en la mesa, la rapiña en el conurbano, la gente cagada a piñas, el mero fascismo: "¿qué pasó en el mundo que se puso tan policía?"), se propone un estribillo con forma de salvavidas: "entonces vamos con la cumbia, con la misa, el perreo, el Fernet con Coca Cola y la Coneja también". Si algún crítico en el alba del milenio todavía se cuestiona la evasión como política, no parece ser asunto de Páez. ¿Alguna vez lo fue?
La conquista del espacio, en ese sentido, no va de la cama al living. Canción por canción, el disco se saltea un ambiente y encuentra el atajo que comunica directamente la calle con la alcoba. De pronto se clava el cuchillo beatle del arrepentimiento ("Resucitar") y, diez minutos después, fotografía a los desangelados que duermen a la intemperie de Buenos Aires ("Gente en la calle", con la voz invitada de Lali Espósito). En otras ocasiones (oh, el signo de los tiempos), ya no sabemos si estamos adentro o afuera. El tráfico a veces funciona y a veces no. En el peor de los casos, romantiza la miseria. En el mejor, la sublima.
Formalmente, y por dos razones muy distintas, las dos grandes apuestas son "Ey You!" y "La canción de las bestias". La primera fue compuesta e interpretada en colaboración con Hernán Coronel, líder de la banda de cumbia villera Mala Fama. Es una música esquizofrénica que, a partir de un patrón tropical, deriva desde el funk hasta el hard rock más vengativo. Si hay que buscar un antecedente en la obra de Páez, conviene rastrearlo en la "Paranoica fierita suite" de Rey Sol (2000). "Este tema pasó por muchas opciones y letras posibles hasta que en Los Ángeles me agarró un chifle medio lamborghiniano, y empecé a hablar sobre la violencia en general con un texto que era muchísimo más largo –dice Fito-. Le mandé todo a Hernán, le cuento de qué va la canción y me dice: ´este tema tiene que ser para bailar y hablar de los tipos que les pegan a las minas'. Él limpió todo en forma magistral y me pasó un texto con jerga medio patibularia".
La segunda es una balada acústica que, como “Barro tal vez” y otras grandes proezas del cancionero popular argentino, se pregunta por la naturaleza del canto. Páez enciende un fuego primordial y toca su guitarra bajo la noche estrellada. Ninguna emoción le es ajena. El movimiento de las cuerdas es la nube que ahora está aquí y, en un parpadeo, está más allá. El theremin, en la sección intermedia, es la estrella fugaz que ofrece la respuesta: “si me preguntan qué quiero cantar, es la canción de las bestias”.