Una terrible peste hubo en Londres

En el año sesenta y cinco

Que arrasó con cien mil almas

¡Y sin embargo estoy vivo!

Este verso cierra el Diario del año de la peste, el libro en que el escritor inglés Daniel Defoe (también autor del célebre Robinson Crusoe) relata en clave ficción los pormenores del brote de peste bubónica que sacudió a Londres entre 1664 y 1665. Si bien, él mismo no vivió el suceso (para entonces tenía cinco años), el relato, construido en primera persona, es una crónica pormenorizada -inspirada probablemente en los diarios de su tío- respecto a cómo se vivían las pandemias en pleno siglo XVII; una era marcada por el absolutismo monárquico, y la consolidación de la expansión colonial de las coronas europeas hacia territorios inexplorados por entonces en Asia y Oceanía.

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En principio, el narrador cuenta que se comenzaron a conocer algunos pocos casos en diciembre de 1664. Pero muy pronto comenzó a morir mucha gente, más de lo normal. La información se daba a conocer en las iglesias, acaso el punto de reunión de las comunidades y barrios.

Pese a que en los primeros días se manejó como un brote muy menor, la realidad demostró la gravedad del asunto. "Inspeccionaron las casas y descubrieron que la peste estaba realmente diseminada por todos lados, y que muchos morían de ella cada día. De manera que todos nuestros consuelos sucumbieron, y no hubo más que ocultar. Rápidamente se comprendió que la infección se había extendido más allá de cualquier posibilidad de detenerla".

Según el narrador, los primeros casos se focalizaron en los barrios populares ubicados fuera de los muros de la ciudad. Ello causó que mucha gente decidiera arrancar hacia el campo. Esta situación guarda similitud con el el relato de Boccaccio en El Decamerón, cuando la misma peste llegó hasta la ciudad de Florencia en el siglo XIV, y provocó la salida de una parte de la población que podía disponer de algún refugio campestre.

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Daniel Defoe[/caption]

La llegada del verano boreal hizo más difícil la convivencia. "Todos los que podían ocultar sus malestares lo hacían, para evitar que los vecinos rehuyeran su presencia y se negaran a conversar con ellos, y también para evitar que las autoridades clausuraran sus casas; amenaza que aunque todavía no era cumplida, pendía sobre la población, en extremo asustada ante la sola idea del asunto".

"Los gritos de mujeres y niños en las ventanas o puertas de las casas donde sus parientes más queridos estaban agonizando o ya muertos se escuchaban con tanta frecuencia que bastaban para traspasar el corazón más firme del mundo -escribe Defoe-. Las lágrimas y los lamentos se oían casi en cada casa, en especial durante los primeros tiempos de la epidemia, porque durante los últimos los corazones estaban endurecidos y la muerte se había convertido en una visión tan habitual, que a nadie le importaba demasiado la pérdida de un amigo, ante la expectativa de correr idéntica suerte en cualquier momento".

Evitar el contacto directo de las manos y sacar productos directamente, fueron algunas medidas tomadas por la gente para reducir el contacto social. "Cuando alguien compraba un trozo de carne, no tomaba éste de manos del carnicero, sino que directamente lo sacaba del gancho. Y por otra parte el carnicero no tocaba el dinero: lo hacía depositar en un pote lleno de vinagre, destinado a este uso. El comprador siempre llevaba monedas, a fin de poder pagar exactamente la suma que fuera, sin necesidad de vuelta. También llevaban frascos de esencias y perfumes; se empleaban todos los medios de que fuera posible valerse. Pero los pobres no disponían de ninguno de tales medios y corrían todos los riesgos".

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En aquellos días, la poca información disponible a nivel masivo -y probablemente una baja tasa de alfabetización- propiciaba la aparición de todo tipo de hechiceros, curanderos y charlatanes que vaticinaban catástrofes y señalaban augurios a partir de algunos sucesos. Defoe se muestra especialmente duro contra ellos. Como el libro se escribió en 1722, es muy probable que él estuviera escribiendo desde su presente en que el racionalismo y la valoración de la ciencia ganaba espacio especialmente entre aquellos más ilustrados de la sociedad.

"Los recelos de la gente fueron estimulados, además, por el error de una época durante la cual -creo- el pueblo se mostró más adicto a las profecías, conjuros astrológicos, sueños y cuentos de comadres, de lo que se haya mostrado nunca antes o después. No sé si esta desgraciada disposición surgió originalmente de las tonterías de algunos que ganaron dinero gracias a ellas, imprimiendo predicciones y pronósticos".

Un enfermo en el Támesis

Tal como sucede hoy, el gobierno local debió recurrir al confinamiento de la gente en sus casa para paliar la plaga. Además se dispuso guardia en los domicilios de las personas infectadas y el entierro inmediato de cualquier muerto; una medida necesaria ante la costumbre -todavía arraigada- de arrojar a los fallecidos por la pestilencia a la calle. Como la crisis generó desempleo, el ayuntamiento pudo disponer de gente que se ofrecía para la difícil tarea de tomar los cuerpos en descomposición, arrojarlos a una carreta y llevarlos hasta una fosa común, lejos de allí. Muchos de ellos, por contagio, también sucumbieron.

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Pero hacer cumplir la cuarentena no fue fácil. Y eso que se trataba de una época marcada por el autoritarismo. El problema, en un primer momento es que la gente de todas formas buscaba salir de sus casas y quienes debían vigilarlos tampoco guardaban la orden con total celo.

"En un primer momento los guardianes no empleaban mayor rigor ni severidad para contener a los enfermos. Quiero decir, antes de que algunos de ellos hubiesen sido severamente castigados por su negligencia o por no haber cumplido con su deber y permitido que personas puestas bajo su cuidado se evadieran, o por haber estado en connivencia con éstas con el propósito de facilitar su evasión".

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La Torre de Londres en el siglo XVII[/caption]

Defoe relata que un enfermo, angustiado por el sufrimiento que le provocaban los bubones sin más decidió levantarse de la cama, colocarse zapatos y huir. Se lo quiso impedir una enfermera, pero éste la tiró al suelo. "La enfermera lo seguía y llamaba a gritos al guardián, para que lo detuviese. Pero éste, aterrorizado a la vista del hombre y temeroso de tocarlo, le dejó pasar. El enfermo corrió hasta las gradas de Still Yard, se sacó la camisa y se arrojó al Támesis; buen nadador, atravesó el río". El hombre nadó y regresó a casa. Según el relato, la agitación y el contacto con el agua fría lo curaron.

"De no haberse puesto en vigor la medida del confinamiento de los enfermos, Londres se habría convertido en el sitio más terrible del mundo -agrega el relato-. Por lo que yo sé, habría habido en las calles tantos moribundos como en las casas, pues la enfermedad, cuando llegaba al paroxismo, hacía divagar y delirar a sus víctimas, y en tal estado nada mejor que la fuerza para persuadir a los apestados de que permanecieran en su casa".

Incluso la atención médica fue difícil debido a la propagación de la plaga y el riesgo de contagio. "Cuando la infección llegó al extremo de que he hablado, muy pocos médicos se preocuparon por salir a visitar a los enfermos, y además muchos de los más eminentes murieron, así como gran número de cirujanos. Habíamos llegado a una época verdaderamente terrible, y durante un mes, o poco más o menos, murieron, término medio, de 1500 a 1700 infelices por día, sin tener en cuenta las anotaciones de los obituarios".

Pero con el paso de los meses el confiamiento y el barrido de las calles, consiguieron su efecto y los casos comenzaron a bajar. Se levantó el cierre de las casas y la gente que había arrancado comenzó a volver a la ciudad. Aún hubo contagios, pero lo peor ya había pasado. Al narrador le sorprende lo rápido que todo vuelve a la normalidad.

"La gente abandonó todo temor, e incluso con demasiada rapidez. En verdad, ya no sentíamos miedo de pasar al lado de un hombre que llevara un bonete blanco, o un trapo alrededor del cuello, o cojeando (lo que indicaba llagas en la ingle), todas cosas terribles al último grado hasta la semana anterior. La calle estaba llena de ellos, y aquellas pobres criaturas en el camino de la curación (al César lo que es del César) se mostraban sensibles a la liberación inesperada. Yo cometería una injusticia si negara que a muchos de ellos los creía realmente agradecidos".