Desde que David Bowie murió, el 10 de enero de 2016, salieron al menos ocho discos de conciertos, tomas alternativas y remasterizaciones. ¡Ocho discos! Es mucho, y sin embargo el arcón de Bowie podría ser infinito: cuarenta años de actividad ininterrumpida en lo más alto de la cultura británica, componiendo canciones pero también produciendo discos propios y ajenos, ofreciendo conciertos multitudinarios y veladas íntimas, actuando en películas y performances, pintando y sacando fotos. De todos esos restos diurnos queda un archivo. Nada se pierde, todo se acumula. Nuestra época está atravesada por el concepto del archivo y el rock, que ya es más una pieza de museo que una cultura que interpele con fuerza al presente, encontró en la exploración de sus propios archivos una posibilidad atendible para mantenerse activo. O, al menos, para seguir lanzando productos al mercado, que es más o menos lo mismo.
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Hace ya un par de décadas que Bob Dylan abrió ese camino con las exhumaciones de sus Bootleg Series: conciertos emblemáticos, demos, ensayos y lados b. Ya publicó 14 entregas de sus archivos y todo indica que habrá muchas más. Los Rolling Stones no se quedan atrás y, desde que en 2016 lanzaron Blue & Lonesome, su último disco de canciones nuevas, en solo tres años abrieron el cajón y sacaron estos otros: Ladies & Gentleman (Live), Sticky Fingers live at the Fonda Theatre, On air, From the Vault: No security - San José 1999, Voodo Lounge Uncut (Live), Honk (Deluxe), Bridges to Bremen (Live) y Bridges to Buenos Aires.
Antiguamente, el disco en vivo era un ardid de la industria para mantener en lo alto de la conversación pública a una banda que atravesaba una crisis de creatividad. No puedo componer canciones nuevas, entonces saco el disco en vivo. Hoy parece tener otro significado, en la medida en que la desmaterialización de la música cambió las reglas de juego: como los ingresos ya no vienen por la venta de discos, el show en vivo es un imperativo, incluso una necesidad. Las bandas ahora están obligadas a girar, de modo que el caudal de oferta de conciertos se ha incrementado significativamente. Sumémosle a esta coyuntura el hecho de que todo se graba, todo se registra, y entonces tendremos un cóctel explosivo. El material de tomas en directo es abrumador, casi imposible de cuantificar, y los registros "oficiales" de los shows compiten con los propios que hacen las miles de personas desde sus teléfonos en las tribunas.
En alguna época de nuestra juventud, que es reciente pero que por el vértigo con el que cambia el mundo parece remota, circulaban de mano en mano grabaciones pirata de conciertos emblemáticos. Yo atesoré y escuché hasta la náusea el casette de la presentación de Artaud, de Spinetta, que alguien grabó en un teatro de Buenos Aires un domingo a la mañana de 1973. Esos casettes los grababan personas anónimas y a veces incluso se filtraban sus voces, sus risas, sus comentarios. Algunos se escuchaban bastante mal pero siempre tenían el aura de lo inhallable y de lo excepcional.
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Existía todo un mercado paralelo de grabaciones encontradas y los freaks se juntaban en los parques los fines de semana a intercambiar casettes como antes se juntaban, de niños, a cambiar figuritas para sus álbumes. La industria cultural como un trueque: así, en los bordes del mercado, germina una contracultura. Recuerdo también las largas tardes de deambular por galerías, buscando "la edición japonesa" de un disco, porque traía dos canciones extras. Gastábamos fortunas en cosas así, pilas y pilas de discos que hoy no sabemos si regalar o guardar, como souvenirs de un mundo que no existe más.
Una de las formas preferidas de los archivos que los músicos están publicando es la del demo. Siempre hay algo inquietante en el demo, en el sentido en que deja brutalmente en evidencia que la forma que tienen las canciones —esas que sabemos de memoria, que juzgamos perfectas— son en realidad producto de una combinación de elementos un poco fortuita, que se podrían haber combinado de otra manera, cambiando así dramáticamente la historia de la música y por lo tanto de nuestras vidas. Quizás estoy exagerando, pero algo de eso hay. Una persona que camina por la calle toma decisiones que pueden transformar definitivamente el curso de su vida: si, en vez de seguir derecho, dobla en la siguiente esquina, puede recibir un balazo en un asalto o conocer a la persona de su vida o encontrarse un bolso con medio millón de dólares. La confección final de los objetos artísticos tiene un recorrido similar y entonces escuchar las canciones en versiones previas o alternativas es enfrentarse a esa verdad líquida.
Finalmente, los archivos del rock ofrecen como valor supremo la idea de un acceso a la intimidad de aquello que usualmente está protegido detrás de mil filtros. Escuchar una early take de, digamos, "While my guitar gently weeps" es como presenciar un ensayo. Los Beatles, que lo inventaron todo pensaron, de hecho, en su momento, Let it be como un experimento de esa índole: compondrían, ensayarían y grabarían un disco, y todo ese proceso de intimidad en la vida de un grupo de pop se filmaría para hacer una película, que finalmente se hizo pero no fue una gran película, aunque tiene grandes momentos y transmite una sensación tristísima de duelo, de divorcio. Luego, también a principios del siglo XXI, publicaron la edición "desnuda" de ese álbum, sin los arreglos de Phil Spector, porque el siglo XXI es, para el rock y para muchas otras artes, el siglo del archivo y de la intimidad.
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