Constatar que el tiempo se ve afectado por el encierro es fácil. En cuarentena vemos que las horas transcurren de una manera distinta a la que conocíamos. Al menos en mi caso, el día y la noche se han convertido en ciclos en los que el ánimo se modifica. Las mañanas y tardes están marcadas por la agitación del trabajo y la contingencia: decenas de llamadas por teléfono, reuniones por zoom, noticias y la premura de los WhatsApp. El pánico ronda dentro de las casas cerca del almuerzo. El miedo y las informaciones se cruzan en la mente con velocidad. Para contrarrestar el agobio, me aferro a la rutina, a los horarios, a la concentración. No es fácil abstraerse de la paranoia ambiental, quizás es lo más urgente y difícil.
Cuando el sol baja es natural que la ansiedad se deje caer. Cambia la luz y con ella el humor. Es el momento en que dan ganas de tomar aire, de evadir. El cuerpo se adapta a una nueva temperatura. La nostalgia por salir se agudiza. Los recuerdos de terrazas llenas de gente, de conversaciones íntimas, se tropiezan con las cortinas a medio cerrar. Tomarse un trago, fumar, contemplar por la ventana, sirven como atenuantes al “yo” cansado de oírse, sin otro horizonte que esperar. Algunos tienen que darles comida a los niños. Encender el televisor es una decisión de peso. Muestran episodios crueles e insólitos, imposibles de olvidar, como las imágenes de personas de la India que en vista de no tener dónde pasar el aislamiento obligatorio han montado sus camas en los árboles.
La noche, al menos para mí, está lejos de ser el fin de la jornada. Se abre un repertorio de posibilidades amplio. Los ruidos se apagan con intermitencia. Sirenas, ladridos, bocinas distantes. Hablo con los amigos, intercambio especulaciones, escenas de películas, fotos del pasado. Los matrimonios se observan, se conocen en un entorno límite, único. Los amantes se hacen confesiones, se anhelan. La soledad se entrega. Los sonidos cobran significados, los interpretamos. La indiscreción del voyeur se intercepta con el aburrimiento. Pasada la medianoche se han lanzado al sueño la mayoría. Quedan las luces de los edificios, el reflejo de las pantallas en las paredes. El insomnio se asoma. No es fácil reposar, aunque estemos agotados. Al cerrar los ojos se disparan emociones ligadas a personas que deseamos y no podemos ver. La incógnita de cuándo será el fin de esta situación hiere los nervios. La realidad está descoyuntada. Un poema de Sam Shepard describe con exactitud las inmediaciones mentales a la que nos desplazamos cuando no podemos dormir: “El insomnio es una cadena / El insomnio es un lazo /El insomnio es un círculo vicioso / Ahora mismo / Dentro de mi cabeza / Dentro de los huesos / Gira mi cuello / Se mueve el cartílago / Me gusta el ruido de mis huesos / En medio de esta emergencia / Pienso en ti / Y solo en ti / En medio de esta sangre insomne / Tus labios rosados / Tus brazos extendidos hacia arriba / No puedo respirar sin ti / Pero este círculo de costillas / Sigue funcionando por su cuenta”.
La muerte y los sueños están en la literatura vinculados, al igual que el sexo y la enfermedad. Vacilamos en esos tópicos. Leer acostado es una posibilidad de disfrutar de las gotas de lucidez que restan y de entrar a la inconsciencia con levedad.
Duermo mal, de forma intermitente. Soy presa de pesadillas, confusiones y fantasías recurrentes. Acostumbrarse a este nuevo trazado de la vida me cuesta. Siento la fragilidad de la respiración. Con la cabeza pegada a la almohada reconozco mi olor. Estiro mis piernas, mis dedos, la rodilla me cruje. Me levanto a tientas. Tomo agua en la cocina. Miro a mis hijos y a mi mujer. Deambulo. Veo mal puesto en un estante el libro Mi educación, de William Burroughs. Lo ubico al lado de Yonqui y El almuerzo desnudo. La neurosis no me suelta. Voy al baño y me lavo las manos. No sé por qué, pero lo hago con dedicación. Vuelvo. Entre las sábanas, atento al silencio, sin notarlo me diluyo en la oscuridad.