Narcotragedias

Narcos México

Narcos México no funda en términos expresivos ninguna nueva parroquia, porque este territorio ya estaba acotado por títulos como Caracortada, Traffic o Sicario; también por la mexicana El infierno, de Luis Estrada, o la colombiana Sumas y restas, de Víctor Gaviria. No la funda aunque sí amplifica lo que, en la práctica, ya es un verdadero subgénero de la industria audiovisual.


La segunda temporada de la serie Narcos México da cuenta, en términos resueltamente épicos, del auge y la caída de Félix Gallardo, un exagente de la policía judicial mexicana que fundó el Cartel de Guadalajara en los años 80. Los 10 episodios describen el volumen que alcanzaron sus operaciones, primero en el negocio de la marihuana, y dan cuenta de la forma en que fue negociando y capturando a los productores locales, del acuerdo que hizo con Pablo Escobar, de la manera en que intervino en la elección presidencial de 1988, si bien -tal como en la primera temporada- el eje dramático está puesto en los esfuerzos que realiza un policía estadounidense, investigador de la DEA (Michael Peña) por desmantelar su organización y llevarlo ante la justicia. Gallardo cometió un solo gran error en la gestión de su imperio -eliminar a este agente- y tal crimen le resultó el más caro de su carrera.

Narcos México no funda en términos expresivos ninguna nueva parroquia, porque este territorio ya estaba acotado por títulos como Caracortada, Traffic o Sicario; también por la mexicana El infierno, de Luis Estrada, o la colombiana Sumas y restas, de Víctor Gaviria. No la funda aunque sí amplifica lo que, en la práctica, ya es un verdadero subgénero de la industria audiovisual. Sus códigos llevan mucho más lejos la tradicional fascinación del cine clásico americano por la figura del delincuente -genuina, aunque nunca muy asumida ni muy explícita, tanto por razones de censura como por consideraciones de responsabilidad social- y en definitiva terminan absorbiendo, consciente o inconscientemente, buena parte de la empatía, del prestigio social y cultural incluso, que sobre todo Latinoamérica dispensa a los zares de la droga. Es cierto que Narcos México no está contada solo desde el punto de vista de su protagonista, que encarna Diego Luna en uno de los mejores momentos de su carrera. Todos sabemos que las series son enormes culebrones que se abren a muchas tramas episódicas y que acogen, por lo mismo, distintas perspectivas. No hay duda, sin embargo, que el prisma de la ley, el de la policía y el orden institucional, sale a pérdida, incluso aceptando que el crimen nunca paga. Y sale a pérdida porque tiene poco que hacer frente al fulgor, frente al tamaño de los riesgos y de los premios del mundo narco. No puede competir. No es por casualidad que a ese universo, que es ético pero también estético, que además tiene una dimensión política y una cierta densidad antropológica, tributan hoy por hoy innumerables fetiches del imaginario social y cultural latinoamericano. Ocurre que no solo nos es difícil concebir una actividad económica que sea más rentable. A ese espacio, que mezcla realidades y ficciones por igual, nuestras sociedades están asociando los caminos más rápidos del ascenso y la movilidad social, las expresiones más zafias y concluyentes del poder, las manifestaciones más palpables y seductoras de la riqueza, las compensaciones más ostentosas del machismo y las ensoñaciones más hedonistas de la disipación y el placer. Y es la razón por la cual quien vea el fenómeno solo en términos económicos o policiales siempre se quedará corto.

Al final, es el aliento trágico de estas composiciones el único factor que las termina salvando en términos sociales de la acusación de glorificar una actividad que es destructiva tanto para los individuos como para el tejido social. Eso explica que entren por aquí y por allá aires operáticos, que se filtren en los diálogos pretensiones shakespereanas (no siempre impertinentes, por lo demás) o que incluso en sus momentos más exultantes estas ficciones dejen un sabor amargo en el espectador. Así funciona el pesimismo historicista: las riquezas se disipan, las plenitudes se agotan, los imperios sucumben.

Comenta

Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.