Un Beatle fue asesinado y otro casi. La noche del 8 de diciembre de 1980, John Lennon fue abatido por un fan demente que lo veía como la encarnación del revolucionario traidor, mientras que otra noche, casi dos décadas más tarde, la del 30 de diciembre de 1999, George Harrison era apuñalado en su casa por un sujeto que luego revelaría que un llamado divino lo envió a acabar con el siguiente de los Fab Four. Fue el preludio de su muerte dos años después.
En 1966, la banda ya había decidido abandonar los conciertos no solo porque los chillidos de sus seguidores saboteaban sus virtudes artísticas, sino que también por el pánico a que un francotirador los pusiera en el blanco desde la distancia, sobre todo luego de ganarse la antipatía de colectivos conservadores y religiosos. Un músico frustrado, Charles Manson, argumentó que las letras del grupo lo empujaron a la masacre que cambió para siempre al Hollywood de fines de esa década.
Está claro que John, Paul, George y Ringo enfrentaron una relación tormentosa con la incalculable cantidad de desconocidos que alguna vez escucharon su música. Millones de fanáticos posibilitaron su leyenda, pero un par terminó por sepultar el sueño de su reencuentro.
Esa tensión nunca apareció al minuto de pactar sus entrevistas. Al menos en su adultez, cuando ya eran ídolos crepusculares. Pese a que durante años fueron los seres humanos más célebres sobre la Tierra, sus citas con los medios nunca han estado cercadas por el asfixiante protocolo que envuelve el cara a cara con las superestrellas de la música o el cine. No hay reglamentos despiadados ni agentes de prensa escrutando quién estará del otro lado haciendo las preguntas.
Quizás es una de las formas que encontraron para derribar la barrera que los distancia de los mortales: un Beatle también puede comportarse como una persona cualquiera. Es un ser humano como todos, no un mito extraordinario.
Codo a codo
La mañana del 14 de octubre de 2011, llegué a un hotel del sector de Beverly Hills de Los Angeles a entrevistar para Culto a Ringo Starr, por ese entonces de 71 años y como parte de la promoción del show que lo tendría debutando en Santiago al mes siguiente. Era un hotel minúsculo, apenas vistoso en una zona residencial y desangelada de la capital de las estrellas. Al ingresar, solo atinabas a preguntarle a un distraído conserje si sabía dónde sería el encuentro con Ringo. “Parece que ahí”, fue su respuesta, indicando sin mucho convencimiento un salón contiguo al lobby.
Entramos. Pero también podría haber entrado cualquiera invitado o informado de que el baterista más famoso de la historia caminaría por esos rincones. Todo demasiado laxo para alguien parte de una agrupación eternamente asediada por locos, obsesivos, chiflados y embusteros.
Varios periodistas de otros medios latinoamericanos aguardaban en un lugar con mesas y sillas desparramadas por todas partes, nada de solemnidad, mucho de despelote. Un par de minutos más tarde, Ringo apareció por la puerta y se dio el tiempo para saludar a cada uno de los presentes, pero sin estrechar la mano, sino que solo chocando su codo derecho con el de su interlocutor, para después lanzar un grito de júbilo cuando el golpe impactaba certero. Lo hacía por un asunto de salud, su método para resguardarse de cualquier contagio. Solo un Beatle podría haberse adelantado al coronavirus. Hasta en esos detalles, han seguido siendo vanguardia.
No había un orden fijo para las entrevistas. Ringo -solo flanqueado por Elizabeth, una encargada de prensa que parecía una veterana escapada de Woodstock- simplemente caminaba y se sentaba a conversar con el primer periodista que viera listo. Con casi todos quebraba el hielo lanzando algún chistecillo: que el color de la corbata o que la cámara instalada para el diálogo no estaba explotando su mejor perfil.
Y a casi todos les hizo esta gracia. Cuando le preguntaban qué mostraría en sus shows latinoamericanos, decía que lógicamente sus temas en solitario y su acotado repertorio en Los Beatles, ya que se vería muy raro que interpretara composiciones como “Hey Jude”. “Sería muy extraño que en mis conciertos cantara Heey Juuude, na na na naaaa”, decía con una risotada mientras entonaba uno de los himnos de The Beatles e imitaba con sarcasmo a McCartney, moviendo sus manos sobre la mesa, como si simulara tocar un piano.
Era la irresistible imagen de un Beatle riéndose de otro Beatle. Casi una escena de la película A hard day’s night, pero medio siglo más tarde. Beatlemania en estado septuagenario. Hubo otros instantes más formales, pero también más elocuentes.
Le pregunté cuál era su sensación al cantar temas escritos por sus ex compañeros, como Yellow Submarine (obra de Macca, pero famosa en la voz del baterista) o Give peace a chance (parte del Lennon solista), y en una sola frase delató sus sensibilidades: “John fue un gran músico y un gran amigo, escribió canciones muy buenas y era un cantante fabuloso. Lo recuerdo como un bellísimo ser humano, lleno de talento. Para mí, Paul es un bajista más melódico, pero sigue siendo increíble como cantautor. Para un baterista, el bajo es muy importante”.
Mientras para describir su relación con John parecía escoger con particular emotividad cada palabra, con Paul sus frases tenían la cordialidad que se prodiga hacia un colega. Ringo siempre fue un agradecido de Lennon. Cuando en 1962 decidieron integrarlo a último minuto al conjunto, en plena grabación del single debut Love me do y a las puertas del fenómeno, John era el gran jefe Beatle. De hecho, en los 70, con los Fab Four ya disueltos y cuando el hombre de Imagine grababa sus álbumes en solitario, para ilustrarle a sus bateristas el camino correcto les sugería: “Quiero que toques como Ringo”.
La lucha definitiva
Starr y McCartney hoy cargan el peso de los sobrevivientes. Pero como si la historia siempre les hubiese reservado ese sino, como si los hubiera preparado para ser los únicos capaces de preservar en el siglo XXI el más grande cancionero moderno, la última gran batalla de The Beatles, antes del final conocido por el mundo el 10 de abril de 1970, se dio entre ambos. Un poco antes, en marzo, los Beatles se dieron cuenta de que su siguiente disco, Let it Be, se publicaría con solo un par de días de distancia de McCartney, el debut a solas de Paul. John y George enviaron al afable Ringo a la casa de Macca para que lo convenciera de postergar la salida de su ópera prima.
Pésima idea. El autor de “Yesterday” no solo no aceptó, sino que lo empujó para que se fuera y lo apuntó con el dedo, advirtiéndole que si estaba del lado de los otros dos, él también era un traidor. “¡Acabaré con todos ustedes!”, fue la amenaza que Paul nunca ha negado.
Para poner en perspectiva, conversé esta semana con Peter Doggett, el periodista inglés que en 2009 publicó el mejor libro acerca de la ruptura del cuarteto, You never give me your money. “Ringo quedó muy triste con el final del grupo, porque quería que ellos siguieran, aunque también se le abrió una manera de encontrar cosas para llenar su tiempo”, apuesta el autor, en una teoría cierta. Igual como en esa entrevista con La Tercera de hace nueve años, el baterista solo acentúa su entusiasmo y su nostalgia cuando habla de los camaradas que ya no están.
Doggett sigue: “John y George siempre estuvieron contentos de haber escapado de Los Beatles. Ellos fueron los que estaban separando al grupo. George estaba tan interesado por la espiritualidad india que se empezó a aburrir del rock y el pop. Y toda la perspectiva de la vida que tenía John cambió para siempre después de conocer a Yoko. Si John nunca la hubiera conocido, tal vez la banda habría seguido, porque en 1969 él estaba más interesado en Yoko que en Los Beatles. En cambio para Paul, la ruptura fue una crisis devastadora. Pero no hay que culpar a nadie por el adiós. Fue solo el término de la química entre los cuatro”.
Terminada su ronda de entrevistas en Los Angeles, Starr -con su figura delgada, sus zapatillas y sus tres aros en la oreja derecha- se retiró a un pequeño patio a fumar junto a dos de sus músicos. Al salir, fue fácil advertir que estuviste con una leyenda: Estados Unidos es un país donde el impacto de los Fab Four aún late con una fuerza impresionante. Al pasar por cualquier zona de tiendas, ves que hay libros, pósters, poleras, tazas, toallas o figuritas con la imagen del artista con el que hace solo minutos estabas chocando los codos.
Manejando mi auto
Si Ringo opta por aparecer por sorpresa para saludar como el gran protagonista de la fiesta, Paul también tiene un truco que sugiere complicidad. Al iniciar una entrevista, prefiere llamar directamente a tu teléfono. El gesto es atípico, aunque otros gigantes como Robert Plant también lo hacen: por lo general, los astros de cualquier linaje se contactan con los medios a través de sus representantes.
“¡Hola! Esta es una llamada de Inglaterra. La estabas esperando. Justo voy manejando, así que espero que la señal de celular se mantenga”, es el saludo del otro superviviente de la épica Beatle cuando suena el teléfono y empieza la conversación, esta vez el miércoles 13 de marzo de 2019, en la previa a su último paso por el Estadio Nacional. Efectivamente el británico va al volante por Londres rumbo a una sala de ensayo, por lo que se excusa si falla la comunicación o si un semáforo lo hace frenar brusco.
El periodista estadounidense Peter Ames Carlin es uno de los mayores conocedores de la vida del bajista, lo que plasmó en el libro Paul McCartney. La biografía (2009). Para él, esa cierta normalidad con que los miembros de Los Beatles han asumido su existencia puede servir como eslabón para comprender su desintegración hace 50 años.
“Fue muy difícil ser un Beatle. Enfrentaron una presión increíble, debido a la música que estaban obligados a hacer cada año, con múltiples álbumes y singles originales, además de recorrer el planeta por mucho tiempo, todo agravado por ser en ese momento las personas más famosas del planeta. Nada fue normal para ellos, e incluso cuando no estaban trabajando, seguían siendo objeto de una atención extraordinaria de los fans y de los periodistas. Es natural que hayan querido otro tipo de vida”, asegura.
Tanto Ames Carlin como Doggett coinciden en que Paul fue el más herido con el fin de la agrupación y, en consecuencia, con la posterior extinción de aquella quimera de volver a tocar juntos. “Paul fue el más exitoso como solista. Le llevó uno a dos años encontrar el equilibrio. Pero también fue el que quedó más molesto”, califica Ames Carlin.
Dogett agrega: “La disolución fue un golpe fuerte para él. Toda su identidad se basaba en el hecho de que era un miembro clave de Los Beatles y el compañero de composición de John Lennon. Cuando esas cosas desaparecieron, se sintió muy inseguro. ¿Quién soy yo? ¿Por qué estoy aquí? No creo que Paul haya superado realmente el hecho de que John ya no quería trabajar con él. No importaba ser el Beatle solista más exitoso; lo que realmente le importaba era tener el amor y el respeto de John. Y cuando eso ya no existió, sintió que había sido abandonado”.
En la entrevista del año pasado, el creador de “Penny Lane” revelaba que aún seguía soñando con sus tres amigos de juventud. “Es interesante, es como en los viejos tiempos. Ya sabes, a veces los sueños pueden hacer cosas mágicas”, expresaba.
Quedarse a solas frente al mundo lo llevó a rescatar el legado de su agrupación sin rencores ni vergüenzas. Y también sin culpas por lo que nunca hicieron. “Hay un millón de canciones que nunca llegué a tocar con Los Beatles. Pero simplemente pienso en todos los buenos momentos en los que tocamos juntos, en tantas canciones que hicimos. No me preocupo por los temas que no tocamos en vivo”, remarcaba en estas mismas páginas en 2019.
De hecho, cuando ha querido obsequiar algo de melancolía, no viaja en el tiempo hasta la disolución del cuarteto o hasta la última vez que grabaron en un estudio, como en parte sucede con Ringo. Eso sería una aventura demasiado estrecha. En las décadas recientes, su travesía ha sido mucho más pretérita y ha llenado sus álbumes y espectáculos de imágenes o frases que aluden a mucho antes de ese Big Bang que significó convertirse en un Beatle. A su niñez, sus días en casa junto a sus padres, al cotidiano en sepia de la posguerra, a las tardes con John en que caminaban por Liverpool sin intuir el destino mayúsculo que les esperaba.
Para él, ahí funciona algo tan humano como la memoria: “Es genial recordar. A la mayoría de las personas les gusta recordar sus infancias, las épocas en donde eran completamente inocentes”.
Es probable que a una gran mayoría de fanáticos de The Beatles -sobre todo aquellos que vivieron el suceso telúrico en tiempo real- su música les recuerde su juventud. Para otros, quizás quienes los conocimos a través de nuestros padres o abuelos, puede que oírlos sea un trayecto a la adolescencia o la infancia.
Por eso, Paul y Ringo, los sobrevivientes, hoy no solo cargan con récords de ventas imposibles, canciones que deben sonar cada segundo en alguna latitud del planeta o hipérboles que los intentan situar al lado de Mozart. Hay algo mucho más significativo que todo eso: cargan con el don de haberles cambiado la vida a millones de personas. Por eso, aunque sea en un saludo o en un llamado telefónico, intentan ser uno más de ellos. D