The Strokes: cansados con hijos
Entre las expectativas desmesuradas, un margen estilístico suscrito a garage y synth pop ochentero, más la frustración confesa de Casablancas por lidiar con más opiniones, The Strokes llega a un sexto álbum enmohecido y crepuscular.
UNO. La curva de los 40 nunca es fácil para los artistas con un par de décadas en el ruedo. Suele coincidir con un periodo de desgaste, pocas ideas y una baja en la productividad. El caso de The Strokes resulta más duro porque en los neoyorquinos existe conciencia del impacto en retroceso de su obra desde Is this it (2001), memorable debut al que se le endosó una misión imposible, salvar al rock tras la letanía del nü metal tal como el grunge liberó al mundo del metal escarmenado.
DOS. Sin ser miembros del punk, The Strokes reaccionó idéntico a los Ramones y los Pistols en los 70, reivindicadores del ADN del rock & roll antes de los ornamentos y las pretensiones, sonidos ásperos y salvajes en claves rebeldes. Se inspiraban en el espíritu de la Nueva York vestida de crimen, amor con tarifa, venas agujereadas y narices sangrantes, justo cuando la Gran Manzana se limpiaba con Giuliani. La suciedad aún tenía encanto y estuvieron ahí en el momento preciso para recordarlo.
TRES. The Strokes fue una dictadura devenida en democracia donde se extraña la mano dura. Mientras más cede el poder de Julian Casablancas repartiendo créditos con el resto, la calidad del material afloja sometidos además a ese escrutinio de fans y prensa que pretende revivir la sensación del debut como yonqui nostálgico del viaje inaugural. Entre las expectativas desmesuradas, un margen estilístico suscrito a garage y synth pop ochentero, más la frustración confesa de Casablancas por lidiar con más opiniones, The Strokes llega a un sexto álbum enmohecido y crepuscular.
CUATRO. “Ansiedad…” cantaba Albert Hammond, quien reveló en 2017 que la banda de su hijo estaba trabajando con Rick Rubin. El productor que entre otras gracias rescata carreras a la deriva -Johnny Cash-, no logra dar cohesión a un álbum zigzagueante. A ratos surgen retazos de fulgor -como Bad decisions, especie de reversión de Dancing with myself de Billy Idol-, pero en general prima un ambiente desorientado, con canciones bosquejadas bajo cierto potencial, luego erráticas e insulsas. Como ejemplo, el triste destino de Eternal summer, candidata a lo peor que ha publicado el grupo.
CINCO. Rubin, que suele obtener crudeza de los artistas, luce por su ausencia. Las guitarras de Nick Valensi y Albert Hammond Jr. asoman amortiguadas. Sus juegos y fraseos mantienen ingenio pero carecen de garra. El desenfado se ha ido en una banda con historial de excesos, glamour y supermodelos que ahora son esposas y madres de sus hijos. Estabilizados en cierta normalidad para rockstars que se comieron al mundo, la domesticación no siempre sienta bien.
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