Lucrecia Martel contó en una vieja entrevista que tiene un método propio para saber si una persona con la que está empezando a salir es compatible con ella o no. Al parecer, a la segunda o tercera cita la invita a ver La muerte en Venecia, de Luchino Visconti. Durante el visionado de la película escruta las expresiones de su nueva pareja, estudia de soslayo sus reacciones ante lo que la pantalla les va ofreciendo. Si no hay emoción, si no destella ahí el brillo de una epifanía, ya sabe que la pareja no va a funcionar.
Postularía una tesis similar para la música de los Beatles. De hecho, es lícito sentenciar que no se puede confiar en una persona a la que no le gusten los Beatles. No hay puntos medios en este asunto, no se trata de una exageración y mucho menos de una boutade. Los Beatles son un límite indestructible, quizás el único consenso verdaderamente planetario que tenemos: adentro de su órbita, todo lo que está bien; afuera, una tierra yerma, llena de contornos dramáticos, de pura confusión estética.
Para la generación de mis padres los Beatles son la adolescencia, la juventud. Para la mía, los Beatles son la infancia. Hay algo muy puro ahí, una especie de tesoro irrompible que asociamos con las cosas que descubrimos por primera vez. Supongo que hasta que escuché los Beatles no sabía si me gustaba la música y a partir de ellos lo supe de un modo fulminante, para siempre.
Desde chico vengo escuchando a mi madre asegurar que su canción preferida de la banda es "A hard day's night". Siempre me resultó una elección curiosa, incluso cuestionable. ¿Por qué ponía a esa canción por sobre hitos absolutos como "Happiness is a warm gun", "Golden slumbers" o "A day in the life"? ¿Por qué inclinarse por la simpleza de ese tema de cuatro acordes, cuando más adelante aparecerían verdaderas cumbres como "She said, she said", "While my guitar gently weeps" o "The long and winding road"? La pregunta sigue soplando en el viento, y aprovecho que se cumplen 55 años de la salida del disco A hard day's night para tratar de desentrañar el misterio todavía vigente de esa música.
Hace un par de años, por lo pronto, el asunto pasó prácticamente a dirimirse en laboratorios científicos. La pregunta, que atormentaba a los fanáticos desde 1964, era: ¿de qué está hecho el acorde que abre el disco, ese sonido extraño e inconfundible que gravita en el aire durante apenas un segundo pero que tuvo la persistencia suficiente como para saltar de un siglo a otro? Nadie lo sabía. Quizás le podrían haber preguntado a Paul McCartney, es cierto, pero por una vieja superstición, al mago no se le pregunta cómo hizo el truco. Además, el compositor del tema fue Lennon, así que el secreto parecía haber sucumbido, también, al disparo dramático de Mark Chapman. Pero en 2016, el guitarrista de The Guess Who y el hijo de George Martin entraron a la sala donde se guardan las cintas master en los estudios Abbey Road (un lugar que debería estar más custodiado que la Sala del Tesoro del Vaticano) y analizaron el acorde con microscopio. El veredicto fue el siguiente: es un acorde nuevo, hecho sobre la superposición de tres acordes distintos, sin relación previa entre ellos, ejecutados con dos guitarras y un bajo.
Pero ese acorde fundante es apenas el primer elemento que explica la pregnancia desmesurada que el disco tuvo para la generación que lo escuchó en directo, en el momento mismo en el que salió. Los discos de los Beatles entran por los ojos. Lo mismo se podría postular de un libro, de una remera o de un edificio, pero es indudable que los de Liverpool pusieron la piedra fundante para que el arte de tapa se elevara a la categoría de pieza autónoma, de colección. En casi todas aparecen ellos y, puestas unas al lado de las otras, funcionan como un álbum escolar en el que vemos cómo los chicos han ido creciendo, cómo dejaron de ser chicos y les creció la barba y luego el pelo y de pronto se convirtieron en hippies y luego se afeitaron y al final se los ve algo sombríos, en la portada de Let it be, como a punto de entrar a un funeral que sería el de la banda pero también el de una época.
La tapa de A hard day’s night es de las más replicadas en imanes de heladeras y pósters de los años sesenta hasta hoy. Cada Beatle aparece cinco veces, en cuadrados pequeños, como en un juego de mesa que debería llevar este título: Elige a tu propio Beatle. ¿El John sarcástico o el concentrado? ¿Ringo juguetón o deprimido? ¿Paul inocente o crepuscular? La tapa del disco rompe por primera vez la unidad, esa idea férrea que se instaló con éxito en nuestra cultura de que los Beatles son como desprendimientos de un mismo cuerpo, de una misma entidad. La tapa de A hard day’s night nos enseñó que no, que los Beatles son también cuatro singularidades aisladas, cuatro islas que se mueven solas por un mar helado.
El disco contiene al menos tres de los clásicos de la primera época: "A hard day's night", "And I love her", y Can't buy me love", aunque todos las canciones son o fueron hits, si nos ponemos puntillosos. Todavía la canción pop era para ellos un envoltorio de dos minutos, en el que se desarrollaba una secuencia formal de probada eficacia: estrofa, estribillo, estrofa, estribillo, puente, estribillo. ¿Cuántas canciones así se pueden hacer? Una vez que un artista inventa un "dispositivo", parece como si pudiera producir obra para siempre. Durante esos primeros años, los Beatles compusieron y grabaron dos y hasta tres discos por año. Había algo torrencial en ese sistema de creación, algo aluvional, imparable. Un año después, sin embargo, ya estaban cambiando: 1965 es el año de Help! y Rubber soul y comenzaba así su vida en el estudio, lejos de los escenarios y la locura colectiva, lejos de la canción de dos minutos y los flequillos perfectos.
En rigor, sin embargo, habría que decir que A hard day's night no es un disco sino una banda de sonido con las canciones que acompañaron al film homónimo. La película fue un movimiento maestro en los albores de la globalización: todo el planeta pudo ver, durante una hora, las caras y los gestos de esos muchachos ingleses, y por supuesto nadie los pudo olvidar (su fotogenia es parte del mito). Como siempre que los Beatles parecían estar festejándose a sí mismos, en realidad estaban produciendo un discurso crítico respecto de su rol social y cultural, del papel que el destino les tenía guardado. La película fue vendida y promocionada como una representación alegre de una banda en gira y era, en realidad, una especie de pesadilla autobiográfica. Hace poco, alguien hizo un mashup entre la de los Beatles y una película de terror coreana, y el maridaje es al menos inquietante.
Pero ya en el título estaba sugerido el carácter pesimista del disco, engañosamente escondido detrás de la luz de canciones pop alegres para agitar la peluca. Anochecer de un día agitado. Dicen que el título salió de un error de Ringo, que escuchó mal una frase, la transformó y, como decimos hoy, era un chiste y quedó. Las mejores frases aparecen a veces así, sin buscarlas demasiado.
Es obvio que este no es el mejor disco de los Beatles, eso no lo discute nadie. Y sin embargo, como cada uno de sus 13 álbumes, tiene una importancia radical para el tiempo en el que fue lanzado: algo cambió cuando esas canciones empezaron a sonar.
Ahí está, quizás, el misterio de por qué mi madre siempre me dice que “A hard day’s night” es su canción preferida. Cuando salió, ella tenía 18 años. Si hay una edad ideal para ser contemporáneo de un disco de rock, es esa. Luego esa generación nos transmitiría el legado Beatles a nosotros, así como nosotros haremos lo propio con nuestros hijos. Es una transmisión alegre, luminosa, que sin embargo porta en su interior una tragedia. Porque el problema con los Beatles es que llevaron la vara a una altura inalcanzable, y lo hicieron demasiado pronto. La primera banda de pop es también la mejor; en cierto modo, ellos inventaron algo maravilloso pero también lo clausuraron.