Hace 50 años, Bob Dylan disparaba únicamente balas que contenían sentido. “La poesía es un arma cargada de futuro”, escribió de manera memorable el poeta vasco Gabriel Celaya, y ese epigrama podría ser la frase estampada en la bandera que levantó Dylan durante toda la década de las revoluciones individuales. “A hard rain’s a-gonna fall” o “Blowing in the wind” eran auténticos himnos para los chicos que salían a las calles de Estados Unidos y del mundo a pedir por el fin de las guerras, por la liberación sexual, por una forma de vida alternativa. Ahí estaba Dylan: jovencísimo y flacucho, con unos pantalones ajustados y el pelo enrulado de judío de Minnesota recién llegado a Nueva York, cargando siempre una guitarra acústica y la armónica tapándole un poco la cara, protegiéndolo de su propia timidez. Dylan tenía mucho para decir y todos tenían mucha necesidad de escuchar. Era la época de los grandes discursos, de la pasión retórica, de la bajada de línea. La combinación fue explosiva.

A medida que fueron pasando los años y las décadas y el mundo cambió, Dylan siguió estando ahí, pero algo en su forma de enunciar se fue modificando al punto de convertirse en una especie de reverso del que fue en los sesentas. ¿Cuándo fue, exactamente, que Bob Dylan “abandonó” el contenido y se volvió todo forma? Las fechas son imprecisas, pero lo cierto es que un día Dylan dejó de transmitir contenido para dedicarse a transmitir forma. Así, el Dylan de las últimas décadas fue por momento opaco, ilegible, a veces incluso intolerable en su reticencia a cumplir con las pautas mínimas de la industria del espectáculo: decir algunas palabras entre canción y canción en los conciertos, por ejemplo, o tocar los temas conocidos de una manera aunque fuera mínimamente similar a la que todos conocemos de memoria eran cosas que el cowboy de bigote finito se negaba rotundamente a hacer, como un niño que hace lo contrario de lo que le piden sus padres. Un Bartleby de voz nasal. Es como si Bob Dylan se hubiera dedicado, con la misma intensidad y persistencia de siempre, a deconstruir las canciones que tantos años le había llevado construir. Para muchos esa apuesta radical, profundamente anti comercial, fue un punto de quiebre y lo dejaron de escuchar. Otros encontraron en esa vuelta de tuerca una constatación más de su genialidad, como si solo los grandes artistas tuvieran el coraje de producir algo en contra de sí mismos.

Bob Dylan

Y un día llegó el Nobel de Literatura y las polémicas cortaron el cielo como un rayo: ¿es un escritor o un músico? ¿sus letras se pueden leer en silencio como poemas o pierden entidad sin la música? ¿Vamos todos a morir? Las preguntas golpearon la puerta de los suplementos culturales y Dylan siguió su vida como si nada hubiera ocurrido, cabalgando esa gira eterna que empezó a mediados de los setenta y que lo hace ofrecer un concierto cada tres días hace más de 40 años. Pero algo ocurrió. Y cuatro años después del nobel llega “Murder most foul”, su nueva canción, así, suelta, sin un disco que la cobije, arrojada al mar abierto de Internet.

¿Una canción o un largo poema? Sin dudas, el trabajo de alguien que sabe que tiene un Premio Nobel de Literatura en el cajón, y lo quiere validar.

En la tradición de sus canciones largas —“Desolation row”, “Visions of Johanna”—, “Murder Most Foul” es la pieza más deliberadamente literaria de este autor. El corte de verso, el ritmo de principio y final de frase, la extensión o el método evocativo que recuerda, sin mencionarlo, al Me acuerdo de Perec y Brainard, produjeron este largo texto que Dylan recita como si cantara, sobre una base de teclados y cuerdas que terminan de vestir a la criatura. Hablar cantando o cantar hablando: no sé si Dylan inventó ese método pero sin dudas lo hizo suyo y lo convirtió en uno de sus dos o tres sellos distintivos. El último Leonard Cohen también fue deponiendo la melodía para entregarse a una forma final del balbuceo. O Patti Smith, que siempre pareció leer en voz alta en vez de cantar. ¿Eso será, entonces, finalmente, “la literatura en la música”? Pero en el modo de recitar de Dylan está también Allen Ginsberg, su viejo amigo de los sixties y el poeta que marcó de modo más profundo a su generación. Lo podemos escuchar en Youtube: cuando recitaba, Ginsberg en realidad estaba cantando (hacia el final de su vida acompañaba los recitados de poesía directamente con un acordeón). El modo en el que Ginsberg sube el tono melódico al final de cada frase está también en “Murder most foul”. Como si cada verso fuera un pequeña montaña que hay que subir para luego tirarse al vacío, romperse y empezar de nuevo.

Se puede incluso ir un poquito más lejos y decir que “Murder most foul” es el Aullido de Bob Dylan. Texto épico y generacional que vuelve a los años sesenta norteamericanos, tiene el beat de una memoria colectiva: Woodstock, JFK, los Beatles, Elm Street, The Acid Queen. “He visto las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura”, gritaba (cantaba) Ginsberg en esa línea fundacional que marcó el ritmo (el beat) de una década (1958-1968) y Dylan sigue, hoy, en 2020, tirando de ese hilito de la poesía épica norteamericana en una pieza de 17 minutos. Lo que sorprende también de esta canción es que Bob Dylan, reacio siempre a hablar de su vida y a evocar el pasado (sus memorias, Chronicles, son en efecto una especie de anti memorias, un chasco que a muchos les explotó en la mano), rompe de pronto el dique que contenía su biografía y deja que el río se desborde. Badly Drawn Boy comprimió la historia de su generación en los 2 minutos 30 segundos de “Born in the UK”, a Dylan le tomó 17 minutos, a Allen Ginsberg unas cuantas páginas más. Son artefactos vitalistas, de acercamiento brutal a la realidad, que encapsulan una experiencia y la ofrecen para los otros. El resultado siempre es agridulce, porque la vida también es así.