No nos dimos cuenta o, tal vez, no reaccionamos con la suficiente alarma cuando hace dos años la Academia le dio el premio de mejor película a ese racimo de lugares comunes que es Green Book, una amistad sin fronteras, historia de una gira que hace en los años 60 un celebrado y distinguido pianista afroamericano por el sur de los Estados Unidos con un chofer bruto, iletrado pero blanco. No solo fue una película previsible y políticamente correcta. Fue una señal de que la comedia en el cine americano había dejado de existir, porque si Peter Farrelly, gran crédito del género, era capaz de filmar esta solemne estupidez, significaba entonces que todo estaba perdido. Farrelly, junto a su hermano Bobby y a cineastas como Judd Apatow, había sido en su momento estrella de la revitalización de la comedia que se produjo en los 2000.

Si no fuera por Adam Sandler (que -de acuerdo- será un leño pero es mejor que mucho actor que cobra en la ventanilla los tontos graves), la verdad es que Hollywood no tendría casi ninguna comedia presentable que mostrar en los últimos años. Cuando uno ve en el cable títulos menores de los años 80 y 90, interpretados por figuras como Steve Martin o Goldie Hawn, como Seth Rogen, Jim Carey o Cameron Diaz, advierte que todavía ahí queda insolencia y que hace mucho tiempo nadie aparece que sea capaz de retener ni por cinco minutos parte de ese legado. El déficit de mujeres en la comedia ha llegado a ser patético. Incluso se le ha dado permiso a Meryl Streep, la tía regalona de la Academia y mater dolorosa del Hollywood contemporáneo, para tomarse licencia y hacer películas supuestamente cómicas que en realidad son de terror, como es el caso de La lavandería.

¿Está todo perdido? En lo básico, sí, aunque a lo mejor no todo. En épocas de crisis, cuando las cosas van mal, cuando no hay otro horizonte que el desastre, cuando cada día es peor que el anterior, la comedia suele florecer. Ojalá fuera así. Dicen que no hay mejor década para la comedia que los años 30, que es cuando el siglo XX literalmente se estaba viniendo abajo. Las economías eran un descalabro y nunca como entonces el sistema democrático volvió a pasarlo peor. Sin embargo, aparecieron los Hermanos Marx, Ernest Lubitsch formateó la comedia de enredos y de alcobas, Mae West escandalizó a medio mundo tanto con sus curvas como con sus frases picantes y la gente se fugó a los cines para hacer lo único sensato que se podía hacer en esos tiempos: matarse de la risa.

Hoy, cuando estamos tomados por el miedo y la sospecha, por la gravedad y la paranoia, cuando la mitad de las noticias solo se traduce en hacer sonar el tarro de la compasión, cuando el victimismo se convirtió en ideología, cuando la corrección política es ya una camisa de fuerza inaguantable, cuando cualquier asomado da lecciones de epidemiología o invoca el apocalipsis, debería ser el momento de la comedia. Nos hace falta el humor para tomar un poco de distancia de esta catástrofe. Por algún lado tenemos que recuperar el sentido de las proporciones. En términos de escenario, las circunstancias mundiales no pueden ser peores, es decir, no pueden ser mejores para el ingenio y la risa. Solo se necesita que alguien acerque un fósforo al bosque seco de la tontería dominante, del buenismo lacrimoso y de ojos en blanco, del cine edificante, de la indignación impostada y ecualizada al gusto de las redes sociales o de la galería.

Hay que tomar precauciones, eso sí. El incendio podría ser grande.