Puesto que ahora hemos vuelto a un estado y a un mundo que, de pronto, parecen réplicas de fantasías totalitarias, donde al parecer el único derecho que nos queda es de la paranoia y el insomnio, a veces se me ocurre que, en esta era de slogans y hashtags, hay una nueva forma de represión sutil que tortura de igual modo: no poder tenerle miedo al miedo. La primera dama estuvo al borde de un ataque de nervios cuando supuestamente nos invadieron los alienígenas, pero ahora que estamos en medio de la batalla de Santiago hace fila para entrar al Apumanque. Esto -lo sé- no es cierto, si todos esparcen fake news o insisten en creer que esto es normal, acaso no es hora de empezar a ficcionalizar. ¿Pero cómo? ¿Es realmente Raymond Carver el autor del momento o ya estamos entrando al mundo de Lovecraft o de lo francamente gótico?
Nadie quiere asumir que está aterrado. Nuestros líderes, a ambos lados, son todos machos alfas. Nadie llora, vomita, pierde el control. Es curioso que la nueva ministra de la Mujer, que se infectó en Venecia bajo el Puente de los Suspiros agarrando con un gondolero el 14 de febrero, sea la primera zombie en hablar desde La Moneda, destrozando todas las apuestas que era Cristián Larroulet o Gonzalo Blumel. Quizás su pasado sí la persigue. El presidente, ya lo sabemos, es un ser tan solo que fue expulsado mucho antes de todo tipo de organización, aunque sea de muertos vivos. La nueva normalidad exige sangre fría y, excepto por los vampiros que les gusta la sangre caliente y lubricada, los zombies son aquellos que no le tienen miedo a la muerte porque ya están muertos.
¿Estamos en un estado de emergencia o esta es la nueva normalidad? Mucha campaña para leer o quedarse en casa, pero capaz que debería haber un concurso para encontrar la palabra justa para resumir lo que está sucediendo. Y para citar a Papelucho: lo que sucede es terrible. Y no es un asunto de quedarse sin gel. Hoy es el día de la madre, un invento importado, un rito de la era del neoliberalismo. Una duda dominical: ¿cuánta gente se infectará o morirá por saludar a su madre, por estar en filas o en ferias buscando leche condensada o evaporada para hacer una torta tres leches contaminadas? Si esto suena a mala leche, capaz que lo sea. Espero que hoy no se celebre nada. O, si fuera un alcalde, quizás: celebren enviando un audio. Esta es la batalla de Santiago. Y no hay batallas sin muertos. El mundo no es un juego de Play Station. Menos play y más station (quedarse quieto). ¿Es un postre algo de primera necesidad? ¿Una razón para solicitar un salvoconducto o romper la cuarentena? Al parecer sí. Total, un poco de gel, mucha mascarilla y la vida continúa: “sí, hay que hacer fila, pero uno conversa, puede hacer vida social, tomar vitamina D ya que el sol brilla como nunca lo ha hecho durante mayo”. El verdadero miedo, al parecer, es que quedarse en casa. ¿Qué parte no entienden? Quedarse adentro es más que un GIF. Es curioso el ansia vampírica de aquellos que no están obligados a salir por lanzarse a las pistas, a hacer filas, a rezar juntos, a querer arriesgarse o negar tanto todo que creen que a ellos, por la razón que sea, no les puede pasar. ¿Es el temor de perderse la fiesta o quedarse fuera? Tantas cintas de fin de mundo, pero nadie ha entendido nada: hay que hacer sacrificios para salvarlo. Es cierto: pensamos que nos iba a chocar un meteorito o que todo se iba a congelar o arder. Uno no elige como terminar, aunque sí quizás como resistir.
Llevamos ya más de un mes y tanto de toque de queda y el miedo ya no es que te baleen, sino balearte o salir a balear a esos que trotan o pasean al perro sin máscara (esa será próxima columna, porque la masacre será, lo sabemos, en un mall y el Segundo Piso lo sabe). Es clave no infectarse, eso ya lo saben todos, pero cómo uno se mantiene cuerdo. ¿Qué es peor: estar encuarentenado (qué palabra, algún día habrá poemas con esa palabra) con muchos o estarlo solo? Me cuentan de una chica que confiesa por Instagram que estaba preparada para todo menos para estar sola. “Sin happy hour no existo, el sexting ya no me calma”. ¿La batalla es por Santiago o por dejar de ser humanos? Los que votaron por Trump o Bolsonaro ya tienen claro que si ellos mueren abandonados no irán al cielo. ¿Este es el semestre del juicio? ¿El otoño de nuestro descontento? Esto es el rapto, ese éxtasis sumado con abducción, que es lo que mueve The leftovers, la serie de HBO de hace un par de años acerca de un mundo desencajado en que el 2% desapareció de la faz de la tierra una mañana de octubre (octubre, octubre, octubre). En su momento no me interesó, lo reconozco. He sido, toda mi vida, no tan adepto a los géneros, a las cintas de vampiros o los escenarios de fin de mundo, pero de pronto estoy adicto a todo lo que no sea real, normal, todo lo que de miedo. No tolero el realismo, no deseo ver comedias románticas. Para citar a Mark Fisher, el filósofo y teórico pop hemos entrado a la era de lo raro y lo espeluznante.
Ya lo sabemos: no todos morirán y quizás eso es lo que hace que todo sea tan demente. Muchos creen que se salvarán. Error ahí. De chico me impactó la escena de la ruleta rusa en El francotirador y ver a Christopher Walken desangrarse, pero ahora la ruleta la juegan todos y está claro que a algunos les genera adrenalina. Todo parece un puzzle y quizás por eso es una de las terapias que resulta: uno creo que tiene el control. ¿Estamos preparados para ese duelo o importa más volver al mall? ¿Cuándo pasamos de no poder usar máscaras ni encapucharse a ser apresados o multados por no usar? WTF o CTM o ¿me estás hueveando? ¿Esto es normal? Es cierto: una normalidad puede ser nueva, pero acá el asunto, creo, es otro: no es normal, y todo es nuevo. El mal uso del lenguaje, la falta de empatía, la negación de tantos, la incapacidad de mostrar miedo o piedad, las muestras de locura ordinaria de muchos de los extras de esta superproducción, deja claro que nunca fueron inoculados con sentido común.
Más que temerle al virus, me está aterrando la gente que no sabe reaccionar. Todo puede pasar. Le temo más a un próximo fin de semana largo, a otra fiesta de toque a toque en Maipú, a una iglesia llena de fieles rezando y pensando en Guyana. Me da pánico los supermercados donde falló la pila del termómetro digital, a orgías en las terrazas con quinchos de ghettos verticales, veo helicópteros con zorrones (¿o son hombres lobos adolescentes?) chocando con los rascacielos de los tíos porque los anteojos de los pilotos se empañaron. Estamos ante ese momento en que el montajista mareado llama al director de cine y le dice: hueón, hay buen material, hay harta toma, hay harto personaje freak, pero no entiendo la puta historia ni menos el final. ¿Estás seguro que tenías un guion?
Esta es una pandemia, pero también es pantofobia: el miedo a todo. Yo ya lo siento. Me críe en una era en que había que aparentar ser normal, aunque uno realmente no lo era; ahora que estamos todos viviendo una anomalía, queremos creer que esto es normal y hay que celebrar los cumpleaños por zoom (zoomear, nuevo verbo) con todas esas caras en esos cuadrados como si fuera la pegajosa introducción de La familia Brady. Raro, extraño, demente. Pantofobia es la palabra, no claustrofobia o fiebre de cabaña. Es la suma de los miedos: miedo a los matinales, a entrar a Twitter, a que toquen el timbre, a que no haya más cloro, a salir y usar el transporte público, a querer seguir enseñando cuando la enseñanza debe ser otra, al agotamiento de trabajar para un futuro que no sabemos como va a ser. Me dan miedo los que quieren seguir bailar, los que desean adelgazar y hacer yoga, los que engordan haciendo ñoquis o tienen sus manos pasadas a masa madre. Nuestros líderes (mundiales) han seguido al pie de la letra eso de Hitchcock: mientras mejores los malos, mejor la cinta. Pero los extras, es decir, nosotros, no lo hemos hecho mal.