Es cierto que la producción intelectual de Jean-Paul Sartre no tuvo, en la última década de su vida, el eco de otros tiempos: su voluminoso ensayo sobre Gustave Flaubert (EI idiota de la familia, 1971-72) pasó prácticamente inadvertido, mientras que a una reedición de El ser y la nada le faltó una sección completa… sin que nadie se diera cuenta.

Pero la preeminencia cultural del autor de La náusea -el que resignificó conceptos como “angustia” y “libertad”, el que arengó a los estudiantes de Mayo y apoyó a Stalin, Mao y Pol Pot-, reasomó con fuerza inusitada tras su muerte, el 15 de abril de 1980. Más de 50 mil personas, obreros y empleados no pocas de ellas, se congregaron cuatro días después en el cementerio parisino de Montparnasse (“lacónica multitud”, la llamó Ariel Dorfman, uno de esos asistentes), mientras la prensa no se ahorraba homenajes.

Le Monde consagró nada menos que ocho páginas a “la historia apasionada de un intelectual comprometido”. El hombre que según el historiador François Dosse “encarnaba desde 1945 la postura del intelectual universal”; el personaje en el que convergieron todas las fuerzas e intensidades de su época, al decir de su contradictor y biógrafo Bernard-Henry Lévy, recibió incluso el reconocimiento del derechista Le Figaro, que despidió al “último maestro del pensamiento francés”. Hubo, al decir de Dosse en La saga de los intelectuales franceses, “un trabajo de duelo colectivo a escala nacional”.

¿Qué noticias hay de Sartre, a cuatro décadas de ese duelo? Ni muchas ni muy buenas: en medio de la pandemia, el aniversario pasó un poco colado, salvo para medios como El País, de España, que tituló con ironía “Jean-Paul Sartre, 40 años confinado”, y habló de una figura que “permanece en un purgatorio filosófico e ideológico”. Para peor, hace menos de un año dejó publicarse Les Temps Modernes, la revista que fundó a poco de concluir la Segunda Guerra. Y, como dijo una académica francesa, hoy nadie se considera sartriano.

Pero hay también novedades por el lado de las asimetrías de género, como revela el caso de quien fuera su amiga, cómplice, amante y partner intelectual, Simone de Beauvoir. “El Castor”, como la conocieron los cercanos, murió casi exactos seis años después de Sartre y la enterraron donde él yacía. Pero si en 1980 Le Monde había mencionado a los miles que despidieron al escritor de El ser y la nada, olvidándose de Beauvoir, en 1986 nadie se olvidó de Sartre. Nunca se casaron y cada uno tuvo sus amores, pero en cierta lógica de los medios se le presentó como la señora de: aunque ganó el prestigioso Goncourt por su novela Los mandarines y fue una filósofa en toda la línea, tendió a asomar como la discípula y la asistente; la consejera, la “mejoradora de los libros” sartrianos y la cómplice en una relación moderna basada en el amor libre.

Hoy, los términos son otros. Mientras la lectura de Sartre parece restringirse a los departamentos universitarios (donde el interés por su obra dista del que se presta a Foucault o Derrida), la más reciente ola feminista ha puesto en lo alto a quien escribió hace siete décadas que no se nace mujer, sino que se llega a serlo.

Beauvoir, autora de las mil y más páginas de El segundo sexo (1949), es hoy reivindicada mucho más allá de la Teoría de Género, y hasta homenajeada con publicaciones como On ne naît pas soumise, on le devient (“No se nace sumisa, se llega a serlo”), de Manon Garcia. Eso, para no hablar de la aparición de sus seis libros de memorias en la consagratoria Biblioteca de la Pléiade, de la reedición de su primera obra ensayística -Pyrrhus et Cinéas-, y de la celebrada biografía de Kate Kirkpatrick, publicada este año en castellano: Convertirse en Beauvoir. Un libro que no alienta idolatrías ni se enamora de su biografiada, desplegando por el contrario la problematización de un ser humano que hizo una obra de su propia existencia. Y a quien no le faltan, hasta hoy, contradicciones y controversias frente a las cuales responder. Con su vida y con su obra.

Ojo con la fascinación

“Amor y libertad. Transparencia sin voluntad de pureza. Soñar cada uno para sí, escribir cada uno para el otro. No ceder ante su deseo, no ceder ante el deseo del ser amado. Connivencia absoluta. Extrema intimidad y, sin embargo, gran disparidad. Sartre, por lo demás, trataba a Beauvoir de usted. Tuteaba a un montón de gente, pero trataba a Beauvoir de usted”.

El mencionado Lévy procuró desentrañar en El siglo de Sartre (2000) una de las relaciones que más fascinaron e inquietaron a lo largo del siglo XX: la de un hombre y una mujer que acordaron formalmente, como si un contrato hubiesen firmado, hacer de su propia relación un correlato de sus respectivos postulados acerca de la libertad humana. Un pacto renovable en virtud del cual ambas partes son el “amor necesario” del otro y ambas consienten en tener “amores contingentes” por el lado.

Acaso el magnetismo glamoroso de esta pareja que sostenía debates filosóficos con su círculo de amigos en el Café Flore de Saint-Germain-des-Près, llama a la simplificación a la hora de entender su relación y la contribución de ambos, juntos o por separado, a las letras y a las ideas del siglo pasado. Por una parte, y según observa Kate Kirkpatrick en su biografía, la fantasía del romance aventurero, libre e igualitario, ha barrido bajo la alfombra aspectos poco amables de sus experiencias amatorias -que incluyen un trato eventualmente abusivo de jóvenes estudiantes y una versión pública de los hechos que difiere mucho de las realidades puertas adentro-, al tiempo que banaliza una idea compleja y elusiva del amor. Por otra, casi obliga a separar aguas donde las atribuciones de autoría no son evidentes.

“El pensamiento francés no es el fruto de escritores solitarios”, plantea Aïcha Messina, directora del Instituto de Filosofía de la U. Diego Portales. “Nace de un clima relacional, de encuentros muy perturbadores. No pienso solo en Mayo del 68 y lo que significó para las mujeres y para las relaciones entre hombres y mujeres, sino también en cómo autores de educación más bien cristiana han encontrado pensadores formados en el judaísmo, o de cómo filósofos han encontrados escritores, actores políticos o teatrales. La filosofía francesa nace de encuentros muy inesperados. De cierto modo la amistad, un cierto tipo de amistad, es terreno fértil. Hay algo que hace que Sartre y Beauvoir vayan en conjunto, pero también han de ser pensados por separado”.

En este punto, la idea de competencia entre ambos se ve azuzada, más que por lo tendencioso de los biógrafos, por lo que sugiere la evidencia disponible desde temprano en sus vidas.

A Beauvoir, por ser mujer, le estuvo vedado el ingreso a la École Normale Supérieure, el lugar más prestigioso en Francia para estudiar Filosofía. Entró a la Sorbonne, donde frecuentó un grupo que integraban el futuro novelista Paul Nizan y René Maheu, futuro director general de la Unesco. Una tarde de 1928, con el fin de estudiar a Leibniz (sobre quien escribió una tesis), conoce a Jean-Paul Sartre, quien sí había podido entrar a la École Normale.

Tiempo después, ambos aprueban la agrégation, el procedimiento de validación para enseñar en la educación pública francesa: él, en primer lugar; ella, segunda. Lo que la posteridad no ha destacado suficientemente es que ella lo logró al primer intento, siendo con 21 años la persona más joven en conseguirlo, mientras él había fracasado la primera vez. Tampoco se destaca, como recuerda Kirkpatrick, que en un principio fue Beauvoir la favorecida por los jurados -uno de los cuales la consideró “la verdadera filósofa”-, pero que la decisión se cambió por la condición “normaliana” de Sartre.

En los años y décadas posteriores, según reportan diversas fuentes, ella sería fundamental en decisiones que marcaron la trayectoria de Sartre, partiendo por la decisión de que La náusea (1938, una de las obras más pop en torno a la idea misma de existencialismo) fuese una novela y no un estudio. Pero también sería una pensadora por derecho propio. Una autora capaz de resonar hasta el día presente por diversas vías, siendo solo una de ellas la famosa fórmula que aparece en El segundo sexo.

“Imagínate la importancia que puede llegar a cobrar una frase como ‘no se nace mujer, se llega a serlo’”, dice Messina. “Es al mismo tiempo un horizonte y una exigencia. Podemos y debemos existir fuera de un marco predeterminado. No solo el significado de la palabra mujer no es predeterminado, sino que puede llegar a ser otro, con nuestras acciones, con nuestros modos de ser. Esta frase tiene resonancia con la idea sartriana de libertad, con la idea que no somos esencia sino existencia. Pero hacen historia de manera distinta”.

Beauvoir pone por esta vía sus fichas en la cultura y en su condicionamiento de un “otro” sometido, la mujer, relegando otros condicionamientos, como los de la biología. Así, engarza con el siglo XXI de un modo en que el hiperideologizado Sartre, acuñador de la expresión “escritor comprometido”, mal podría hacerlo.

De lo que se sabe hasta el momento, hay más inéditos de Beauvoir en camino. En primavera debería aparecer, primero en francés y luego en inglés, Las inseparables, una novela que abandonó en 1954 -tras consultar con Sartre, según parece- y que retrata su amistad de infancia con Elizabeth Lacoin, “Zaza”. Podría o no ser un “raspado de la olla”, como ha pasado con tanta obra póstuma. El caso es que es otro ítem de una despensa que persiste en no agotarse, dada la iniciativa de Sylvie Le Bon, hija de la autora, a quien ha calificado como “la mejor cronista de su tiempo”.

En el caso de Sartre, como ya se dijo, no hay mucho que anunciar. Pero, como dice un académico chileno, “el silencio no es total”. Hay que estar atentos.