Con la pandemia de coronavirus lo más difícil ha sido aceptar que una enfermedad que comienza con las características de un simple resfrío sea tan inmanejable como para tener al mundo científico y político fuera de control. Por algo se han desclasificado tantos archivos de ovnis justo ahora. El hombre no soporta ser sorprendido si existe la posibilidad de predecirlo. Si un día de estos llegan extraterrestres al menos no vamos a mostrar sorpresa. La pandemia nos llega justo cuando el manejo de la naturaleza es tan impecable que estábamos apunto de comer carne sin matar animales. Un sentimiento de pánico cunde cuando pensábamos que no conoceríamos ni la guerra ni la enfermedad sin tratamiento. Se suponía que se había descubierto prácticamente todo, y que solo nos faltaba alargar la vida de manera artificial. Nada menos que en eso, analizando las facultades de las células madre, estaban los laboratorios antes de volcarse frenéticos a descubrir una simple vacuna. Pero hoy todo puede pasar, se nos acabaron las certezas. Dios ha muerto de nuevo.
“A partir de ese momento se puede decir que la peste fue nuestro único asunto”, la frase no es de estos días, pertenece a la novela La peste, de Albert Camus, que narra una epidemia de peste bubónica —también zoonótica de ratas al hombre— en la ciudad de Orán —la ciudad existe, es la enfermedad la que no tuvo lugar—. Se trata de un pormenorizado recuento cronológico que va, con asombrosa exactitud, pasando por las mismas etapas que vivimos desde el inicio del coronavirus. Es lo que ha llevado a miles de lectores en todo el mundo a volcarse al libro como si fuese una guía material y espiritual, en todo caso profética, de la penosa situación que estamos viviendo. De ahí que a las pocas semanas de confinamiento en Italia pasó del lugar 71 al tercer libro más leído en una semana, en Francia se cuadruplicó su venta en un mes, y en Amazon se agotó en inglés. El mismo crecimiento se vio en España y en las búsquedas de Google. La Peste es el equivalente en cine a Contagio de Steven Soderbergh, pero fue publicada en 1947.
No es pura visión del autor. Camus estudió la historia de todas las plagas y analizó las referencias literarias desde Tucídides con la peste en Grecia hasta Daniel Defoe en la de Londres del siglo XVII, para imaginarse una peste en su ciudad natal.
En la novela, cuando aparecen las primeras ratas muertas y la enfermedad, las autoridades de Orán se demoran en tomar las medidas correspondientes a la epidemia porque no quieren creerlo. “Ha habido en el mundo tantas pestes como guerras y, sin embargo, pestes y guerras toman a la gente siempre desprevenidas”. Cuando estalla una guerra la gente dice: “Esto no puede durar, es demasiado estúpido”. Igual que nuestros líderes mundiales, erráticos en responder a la crisis (Boris Johnson necesitó enfermarse; Donald Trump ver amenazado un segundo periodo presidencial; China, quedar en evidencia como para perder su poder; la OMS no quería alarmar y Chile tuvo que equivocarse con lo de los días de la normalidad). “Yo necesito que reconozcan que se trata de una epidemia de peste para aplicar medidas severas que eviten que muera la mitad de la población”, apremia un personaje. “La opinión pública es sagrada: nada de pánico por favor, nada de pánico”, escribe Camus. Es que “la plaga no está hecha a medida del hombre por eso la plaga es irreal, es un mal sueño que tiene que pasar”.
Así los ciudadanos de Orán “pensaban que las plagas eran imposibles. Continuaban haciendo negocios, planeando viajes y teniendo opiniones. ¿Cómo hubieran podido pensar en la peste que suprime el porvenir, los desplazamientos y las discusiones?”. La prosperidad material era la meta que los movía, mucho más que la búsqueda de excelencia moral. Eran modernos, tenían teléfono, aviones y periódicos, pero habían comenzado a morir tan brutalmente a manos de un bicho como en la Edad Media. Solo lo implacable de la muerte los hizo entrar en razón. Tras dos días en que se superó una treintena de muertos, finalmente se dan cuenta de lo que pasa y deciden a ocupar las palabras correspondientes y actuar. Es cuando le toman el peso al absurdo de haberse creído invulnerables. El mismo absurdo que no nos perdona estos días, escondidos tras mascarillas, sintiendo que no es nuestra vida, que todos actuamos en una película de ciencia ficción. En la novela también hay mascarillas y también son extrañas: “Cada vez que uno de ellos hablaba, la máscara de gasa se hinchaba en el sitio de la boca. Esto hacía que la conversación resultase un poco irreal, como un diálogo entre estatuas…”.
Cuando se vive el absurdo es cuando el orden valórico cambia. La solidaridad repone ese sentido en Orán. “Se puede decir que esta invasión brutal de la enfermedad tuvo como primer efecto obligar a nuestros conciudadanos a obrar como si no tuvieran sentimientos individuales”. En nuestros días todos llaman a la solidaridad; solo la sociedad en conjunto podrá salvarse. Tanto que varios filósofos han llegado a proponer que el modelo capitalista y su individualismo podrían acabar. Camus lo resume bien: “Nadie es libre mientras haya peste”. Si nos persuadimos unos a otros de esta solidaridad necesaria, tal vez podamos salvarnos de que se imponga la locura e indignidad de ser vigilados y castigados. Porque toda situación en que la vida inmediata está en juego, es el mejor momento para probar la coerción. Por eso en China fue tan fácil y en Estados Unidos imposible. Así es como la pandemia es manejada como un problema político más que médico. En Orán el poder lo tiene un empleado del ayuntamiento quien se ocupaba periódicamente del servicio de estadísticas del gobierno civil y está obligado a hacer las sumas de las defunciones: “no dejaba de tocar las hojas de las estadísticas”.
Cuando la ciudad es cercada y establecido un “cordón sanitario” los individuos comienzan “un exilio en casa”, “un inopinado exilio” como escribe Camus. De repente los ciudadanos se privaron de la costumbre que habían adquirido de hacer suposiciones sobre la duración de su aislamiento. “¿Por qué? Porque cuando los más pesimistas le habían asignado, por ejemplo, unos seis meses, cuando habían conseguido agotar de antemano toda la amargura de aquellos seis meses por venir… no había ninguna razón para que la enfermedad no durase más de seis meses o acaso un año o más todavía”.
Hoy vemos cómo toda clase de animales han perdido el miedo y ocupan las calles vacías. También en La peste con los pájaros, durante el encierro, sus habitantes volvieron a escucharlos: “El grito de los vencejos en el cielo de la tarde se hacía más agudo sobre la ciudad”. Al mismo tiempo “los enfermos morían separados de sus familias y estaban prohibidos los rituales velatorios”.
Estos últimos días compartimos también con la novela el mismo grupo social de los más afectados: “Hasta ahora la peste había hecho muchas más víctimas en los barrios extremos, más poblados y menos confortables, que en el centro de la ciudad”.
Lo único que tenían para combatir la peste era un suero. Si aquí lo reemplazamos por la palabra “ventiladores”, queda muy ajustado: “Un día después llegaron los sueros. Eran suficientes para los casos que había en tratamiento, pero eran insuficientes si la epidemia se extendía… “. Al pedir más, “les respondieron que el stock se había agotado y estaban empezando nuevas fabricaciones”.
Cuando la novela se publicó, Europa venía saliendo de la Segunda Guerra y la lectura fue más bien alegórica: la peste son los nazis que ocuparon París hasta enfermarlo. Después la trama se hizo universal: se trata sobre todo del absurdo del hombre moderno. De ahí extraíamos un subtexto mucho más representativo que el literal. Hoy la lectura es lineal. Todo es verosímil. El mismo recuento de los días de la peste basta para conmovernos y aunque no profundicemos igual obtendremos respuestas, o confirmaremos que vamos en el sentido lógico.
Si queremos saber cuál será el final a la luz de La peste, en las últimas páginas Camus parece dictarnos una maldición: “La gente baila de alegría cuando el bacilo de la enfermedad se diluye como llegó”… “sin embargo el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, sino que puede permanecer durante decenios dormido hasta el día en que despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa”.