que no voy a poder volver.
Eduardo Gatti
El día que comenzó esto que ahora llamamos «estallido» conversé con Rodrigo Pérez, presidente del centro de alumnos del Instituto Nacional, el más emblemático liceo de excelencia del país, fundado en 1813 por José Miguel Carrera, Juan Egaña, el fray Camilo Henríquez y Manuel de Salas, y con casi una veintena de presidentes egresados de sus aulas. Rodrigo debe tener 17 o 18 años y últimamente ha aparecido varias veces en la televisión.
Antes, el Instituto hacía noticia porque era la escuela pública con mejores resultados en la Prueba de Selección Universitaria. Allí ingresaban los estudiantes más destacados de la educación básica municipal y subvencionada. Los padres que tenían hijos con buen rendimiento soñaban con verlos terminar la educación media en el Instituto Nacional. Si lo conseguían, estaban a un paso de ser profesionales, probablemente graduados en la Universidad de Chile.
Hasta bien entrada la década de los noventa, todavía muy pocos estudiantes entraban a la universidad. Era prácticamente inaudito que el hijo de una empleada doméstica aspirara a una carrera profesional. Fue con la reforma al sistema de educación superior realizada en los años ochenta, hija de las teorías neoliberales aplicadas por Pinochet, que las universidades pudieron convertirse en negocio y se multiplicó la oferta. En un comienzo, les dieron profesión a los hijos de las familias más pudientes que no conseguían el puntaje para ingresar a las universidades tradicionales. «Si te va como el hoyo, la Universidad del Desarrollo», bromeaban en los colegios particulares. Ahí los gerentes importaban muchísimo más que los rectores. Estrategias de mercado, no de formación, los llevaron a buscar nuevos estudiantes en las clases medias emergentes, para las cuales era mucha mejor inversión un hijo abogado que un técnico mecánico. Además, les cobraban lo mismo, si no menos, porque había préstamos a tasas «sumamente convenientes». Y para aquellos que no podían demostrar solvencia, al gobierno de Ricardo Lagos se le ocurrió que el Estado podía hacer de aval.
Durante las movilizaciones estudiantiles de 2011, comenzó a tomar forma la convicción de que era injusta la existencia de liceos de excelencia. La educación debía ser igual para todos, ¿o acaso hay niños más valiosos que otros? Desde entonces, y con el beneplácito de la reforma educacional del gobierno de Bachelet, el Instituto Nacional aceleró su proceso deselitizante y en su interior fueron ganando terreno posiciones ultronas y antisistémicas. Durante los últimos meses se discutió si debía entrar la policía antimotines a controlar los disturbios en su interior. El miércoles 16 de octubre, un grupo de alumnos vestidos con overoles blancos quemó la rectoría con bombas molotov. Sus compañeros compartieron imágenes del atentado en las redes. El colectivo Propaga La Acción subió un registro a YouTube. «Lucharemos para que nos dejen de cagar», aseguraban al inicio del video. Un grupo anarquista musicalizó la escena en que entran con pasamontañas y rocían con bencina las dependencias. «Salgamos juntitos esta ciudad a destrozar/ salgamos a la calle juntos a soñar/ y no esperar sentados el cambio social», dice la canción que acompaña a las llamas mientras se apoderan de la oficina.
Hoy por hoy, en el Instituto Nacional prácticamente nadie milita en algún partido político. La institucionalidad del exterior ya les resulta ajena. Según me cuenta Andrés Peñaloza, un exalumno que egresó en 2006, esta transformación comenzó hace poco más de diez años. De ser jóvenes que entraban «peinaditos», aplicados y siendo el orgullo de sus padres (una característica muy propia de los institutanos), avanzaron hacia actitudes más rebeldes y desordenadas. Se fue desmoronando el discurso de que el instituto era un «semillero de líderes» y la tradición republicana perdió, progresivamente, su prestigio entre el alumnado. «Se empieza a ver como una falacia. Esto coincide con que una camada de profesores jóvenes reemplaza a los viejos estandartes y decae el concepto de autoridad», explica Peñaloza.
Si hasta entonces postulaban 2 mil estudiantes y quedaban seleccionados sólo quinientos, el proceso de degradación del instituto fue disminuyendo de tal manera su deseabilidad que para el año 2020 no alcanzaron a cubrir todas las matrículas.
—¿Hay mucha droga? —le pregunto a Rodrigo Pérez.
—Bastante.
—¿Anfetas, pitos, pasta, coca...?
—Marihuana, por supuesto, y harta cocaína.
Para la última toma del liceo, la demanda por más atención a todo lo referido a la salud mental encabezó la lista del petitorio estudiantil. (Según datos del Ministerio de Salud, el suicidio es la segunda causa de muerte en niños de entre 8 y 18 años, aunque son los mayores de 80 quienes más deciden quitarse la vida.) A continuación exigían incluir un menú vegetariano en el almuerzo y diversas mejoras en infraestructura.
Según Rodrigo Pérez, la composición sociocultural del alumnado ya no es la misma. Ahora vienen más alumnos de la educación pública (pauperizada) que de la subvencionada (clase media emergente).
-A veces están las mamás borrachas esperando a los cabros, afirmadas en la puerta... Hartos tienen al papá preso.
Durante esa semana, los escolares de Santiago se dedicaron a evadir el pago del metro. El asunto comenzó como una protesta por el alza de treinta pesos en el costo de la locomoción colectiva, medida establecida días atrás. Esto de invitar a evadir, me dijo Rodrigo, «fue idea de unos chiquillos del Instituto» que acababan de crear una cuenta de Instagram llamada @CursedIN. Según sus creadores, lo hicieron «para salir de la monotonía», como «un ejercicio de distensión».
Si el lunes 14, no sabiendo cómo contener a esos grupos de liceanos que atravesaban los torniquetes gritando «¡Evadir, no pagar, otra forma de luchar!», la autoridad cerró por minutos algunas estaciones del centro de la ciudad —Pedro de Valdivia, en la línea 1, y Quinta Normal, Cumming, Santa Isabel e Irarrázaval en la línea 5—, para el miércoles el movimiento «Evade» se había extendido por casi toda la ciudad. Ese día también bajaron sus cortinas, al menos por un rato, otras dieciséis estaciones de la red.
El jueves 17 las protestas escolares continuaron fuera del metro. En Plaza de Armas hubo ligeros enfrentamientos con carabineros y diez estaciones dejaron de atender antes de la hora de cierre, entre ellas Los Héroes y Salvador, ambas de altísimo tráfico.
A las 8 de la mañana del viernes 18, el presidente Sebastián Piñera entró de muy buen ánimo a los estudios de Radio Agricultura, saludó a Gabriela Valenzuela, conductora del programa La mañana interactiva y, aunque llegaba atrasado, la felicitó al aire puesto que el día anterior había estado de cumpleaños. «Bienvenida a la adolescencia», le dijo, «son los nuevos treinta». En esa entrevista, Piñera se refirió brevemente a los desórdenes en el Metro. Comentó como un padre molesto «la rabia y la bronca» que veía en sus protagonistas. Después habló de lo mal que estaban las cosas en buena parte del mundo. Mencionó las tragedias de México, de Argentina y de Ecuador. «Alemania está en recesión, Paraguay también y Venezuela se está autosuicidando», dijo. Habrá otras formas de suicidarse de las que no me he enterado, pensé mientras lo escuchaba. «En este contexto —agregó—, Chile se distingue. Está creciendo y espero que esta recuperación se mantenga. Estamos creando empleos, más de 170 mil este año, los salarios están creciendo...».
La semana anterior había dicho lo mismo, sólo que de manera más elocuente: «En medio de esta América Latina convulsionada, Chile, nuestro país, es un verdadero oasis con una democracia estable».
Piñera llevaba un par de meses con los astros alineados. Parecía estar a punto de convertirse en un líder ecológico mundial. En agosto fue invitado al G7, la cumbre de los principales líderes políticos del mundo, en su calidad de anfitrión de la COP25, el más importante encuentro internacional en torno a la sobrevivencia planetaria. Con el presidente francés, Emmanuel Macron, se supone que hizo buenas migas. Los noticiarios repetían un par de escenas en que reían juntos. Al concluir las reuniones, Macron le encargó a Sebastián Piñera coordinar la ayuda para los países afectados por los incendios en la Amazonía, y Piñera viajó directamente de París a São Paulo como embajador del mundo desarrollado. El presidente francés estaba furioso porque Bolsonaro, el indigerible presidente brasilero, se había burlado del trasero de su esposa por redes sociales.
Para Piñera, llegar como mensajero de Europa, y mejor aún, de Francia, era rozar el cielo con los dedos. Llevaba meses intentando posicionarse como un líder de la región, buscando conquistar ese prestigio internacional que sus adversarios concertacionistas —Ricardo Lagos y Michelle Bachelet— sobrellevan con tanta naturalidad. A comienzos de año había volado a Cúcuta, la frontera colombo-venezolana, para participar de un acto de boicot en contra de Nicolás Maduro. Los gobiernos de derecha estaban triunfando en América Latina —Macri, Duque, Bolsonaro— y Piñera alcanzó a imaginar que podía liderarlos, aunque gobernara el país más pequeño, porque también era el país más exitoso y él, el más inteligente de sus mandatarios. Eso al menos trasuntaba su actitud y era lo que daban a entender sus más entusiastas colaboradores.
Durante su primer año de gobierno, por lo demás, Piñera se sintió parte del bando de los buenos. La izquierda latinoamericana, presa de lealtades históricas y con falta de ideas innovadoras capaces de liberarla y darle vuelo, continuaba anclada a unos regímenes indefendibles. Esa que se suponía una fuente de esperanzas justicieras, yacía al fondo del pozo de la vergüenza, responsable de abusos y violaciones a los derechos humanos, sin mencionar el enriquecimiento ilícito de buena parte de sus funcionarios.
Pero en Cúcuta nada resultó como Piñera esperaba: a la puesta en escena sólo se sumó el presidente de Colombia, Iván Duque, no consiguieron ingresar los cargamentos humanitarios que debían despertar la rebelión interna ni desertaron los altos mandos venezolanos que habían comprometido su apoyo a la maniobra. Apenas un puñado de miembros de la Guardia Nacional cruzaron el puente internacional Simón Bolívar para pasarse al bando de los supuestos libertadores. Como si no bastara, a los pocos días se supo que el camión repleto de alimentos y remedios que ardió en medio de la frontera, y que había servido para demostrar la impiedad de los chavistas, fue quemado en realidad por alguien del bando antimadurista, como demostró un reportaje del New York Times. Meses más tarde, para empeorar las cosas, se filtró una foto en la que Juan Guaidó, el líder de la oposición y autoproclamado «presidente encargado», aparecía llegando a este encuentro por unas trochas clandestinas de la mano de unos mafiosos narcoparamilitares colombianos del clan de Los Rastrojos.
Sin embargo, y como me dijo un amigo derechista que pidió guardar su nombre, «a pesar de esta pendejada, y a pesar del pésimo manejo en el Acuerdo de Escazú y en el Pacto Migratorio de la ONU, el prestigio de Piñera crecía de manera insospechada. La Concertación la embarró renegando de sus logros, y vimos la oportunidad de apropiarnos de ese legado y convertirnos en una Concertación 3.0, más de derecha. ¡Esta vez éramos nosotros los enemigos de las dictaduras! Tuvimos parte del corazón de la DC al alcance de la mano. ¡Imagínate, huevón! Podíamos hablar de libertad, ¡de derechos humanos! ¡Hasta de ecología, conchetumadre! ¿Te das cuenta? (...) Macri admiraba a Piñera. Y el culiao de Bolsonaro, que podrá ser todo lo que quieras pero es presidente de Brasil, hablaba maravillas del sistema económico chileno. Piñera la tenía para ser el conductor de la Alianza del Pacífico, armó Prosur... ¡Puta que estábamos contentos! Parecía que estábamos logrando una hegemonía continental insólita. Claro que con esta cagadita se nos fue todo a la mierda».
Antes del mediodía del viernes, escoltada por Louis de Grange, presidente del Metro, y por un caballero de lentes, pelo y barba canosa, cuyo nombre desconozco, la ministra de Transportes Gloria Hutt, vistiendo toda de negro, aunque con una pluma de color fucsia en la solapa, comenzó su conferencia de prensa asegurando que el Metro es «un eje de equidad e integración en la ciudad (...) y no puede ser que un grupo que no llega al 0,1 por ciento de los 3 millones de viajes que se realizan diariamente esté causando estas molestias». Le preguntaron si había alguna posibilidad de que se bajara la tarifa acordada por el «comité de expertos», y ella dijo que no, que era una decisión tomada.
A eso de la una de la tarde comenzaron los disturbios afuera de la estación Salvador, mientras que en El Llano algunos jóvenes decidían sentarse con los pies colgando hacia las vías electrificadas. Situaciones similares se repitieron en varias estaciones. A las 13.30 la compañía tuiteó: «En estos momentos estamos con una detención prolongada en #L4 por personas sentadas al borde del andén». A las 14.00, luego de reunirse con su canciller, el presidente Piñera almorzó solo en su despacho del Palacio de la Moneda. Lo de las evasiones masivas era un ruido molesto, pero su verdadera preocupación era lograr que se firmara en Chile, durante la cumbre de la APEC que se llevaría a cabo los días 11 y 12 de noviembre, un acuerdo que terminara con la guerra comercial entre Donald Trump y Xi Jinping. Ser el anfitrión de semejante suceso implicaría un paso enorme en el posicionamiento de su imagen internacional. Lo pondría, por fin, en la primera línea.
A las 15.20 cerraron sus puertas las líneas 1 y 2, las más antiguas de la red, luego de que manifestantes arrojaran objetos a los rieles. A esa misma hora, una delegación china recorría La Moneda para constatar directamente las condiciones de seguridad con que contaba el país para la cumbre.
Un par de horas después, minutos antes de las 18.00, el Sindicato Número 2 del Metro emitió el siguiente comunicado: “Compañeras y compañeros de Metro: por la situación de máximo riesgo que está viviendo la operación, les pedimos no usar distintivos que les caractericen como trabajadores y trabajadoras de la empresa (vestimenta, credenciales, accesorios, etc.). Su seguridad es primordial y su exposición puede ser causal de agresiones. Además, reiteramos el llamado a no exponerse ni hacer nada que les ponga en peligro. Si esto implica abandonar sus funciones en la operación, les instamos a hacerlo. Estamos exigiendo a la empresa el cierre de toda la red, el resguardo a todos y todas, y el mandato de irse a sus casas. Las condiciones mínimas de seguridad no existen, y ante eso, no hay otra alternativa de acción. Directiva S2”.
Dejé a Rodrigo Pérez, presidente del centro de alumnos del Instituto Nacional, en la esquina de Inés Matte Urrejola con Alcalde Dávalos y caminé hasta la estación Salvador. A esa hora —las 18, aproximadamente— de los viernes, las calles se encuentran atochadas de automóviles y el metro va repleto de santiaguinos que vuelven a sus casas para olvidarse del trabajo y descansar hasta el lunes. Esta vez, sin embargo, la avenida Providencia estaba llena de peatones que caminaban, mayoritariamente, hacia plaza Baquedano. Son más quienes trabajan para los ricos y vuelven a sus barrios modestos que al revés, por eso los que bajaban por Providencia eran muchísimo más numerosos que quienes subían.
Avancé por el parque hasta el monumento del presidente José Manuel Balmaceda y me sumé a esa multitud que ahora caminaba arriba de las catacumbas por las que cada tarde se desplaza, de manera compacta, como fardos adentro de los vagones, y que esta vez marchaba desalambrada, con sus partes juntas e individualizadas al mismo tiempo, como si al caer a un río el fardo se hubiera roto y sus ramas liberado entre los rápidos del torrente. Si en los viajes al interior del carro iban apretados y solos, al caminar conversaban unos con otros. No iban molestos. Tampoco parecía que esos diálogos se concentraran en el reclamo: trasuntaban una paz proveniente de la consternación o de la resignación, quién sabe, pero paz al fin y al cabo.
El gobierno, al detener el medio de transporte subterráneo, provocó el brote de un movimiento y generó una marcha tan inaudita como inesperada, donde todos iban juntos, aunque cada uno a distintos paraderos.
Me detuve a fotografiar un inmenso WC dorado que algún colectivo artístico depositó frente al edificio de la Telefónica. Pude ver a un grupo de exaltados prendiendo una fogata cerca del monumento a Baquedano, pero nada que invitara a la alarma, nada parecido a lo que veríamos horas más tarde, cuando comenzó a oscurecer y fueron quemadas, simultáneamente, nueve estaciones de metro. Setenta y siete de las ciento treinta y seis estaciones que componen la red sufrieron destrozos de diversa magnitud.
A eso de las 20.00 comenzaron a aparecer barricadas en distintas partes de la Alameda. Una turba invadió un local de pizzas ubicado a un costado de la plaza Baquedano. El monumento a Carabineros, ubicado a pocas cuadras, fue quemado. Los manifestantes festejaron con una bandera de la institución en llamas. Rápidamente, las pantallas de televisión comenzaron a reproducir las llamas que aparecían en diversos puntos de la ciudad. De pronto ardía una sucursal del Banco de Chile y el edificio de ENEL. Más tarde supimos que habían sido sólo las escaleras externas, pero entonces el ambiente era de mucha excitación. Una ola de saqueos arrasó con farmacias y supermercados. Se reportaron ataques a pórticos del TAG en la Costanera Norte. Hubo dieciséis buses siniestrados, más de trescientos detenidos, once civiles lesionados y ciento cincuenta y seis carabineros heridos. En muchísimos barrios de la ciudad, incluso algunos del sector más acomodado, la gente salió a tocar sus cacerolas, o lo hizo desde el interior de sus casas y departamentos, como en tiempos de la dictadura.
A las 20.30, mientras la conmoción iba en aumento, Sebastián Piñera dejó el Palacio de la Moneda para dirigirse a la pizzería Romaria, ubicada en la comuna de Vitacura, donde celebró junto a su familia el cumpleaños número siete de uno de sus nietos. A las 20.53 una mujer lo fotografió y echó a correr la imagen por las redes.
Pasada la medianoche, en su primera aparición pública, el presidente decretó «estado de emergencia» en las provincias de Santiago y Chacabuco, además de las comunas de Puente Alto y San Bernardo. Es el único estado de excepción constitucional que el gobierno puede dictar sin permiso del congreso. Permite restringir la libertad de circulación y de reunión, además de autorizar a que los militares salgan a la calle.
Como Jefe de Defensa Nacional fue nombrado el general de División del Ejército Javier Iturriaga del Canto.