Corazones: lo único inolvidable
Por Nuno Veloso
El cuarto disco de Los Prisioneros es realmente el primer disco solista de Jorge González. Si La voz de los 80 y Pateando piedras fueron excelentes al momento de retratar el zeitgeist en plena dictadura, lo que hizo Corazones fue desnudar a González ante su círculo y el mundo. Haciendo un paralelo con Bob Dylan, es la diferencia entre un The Times They Are-A-Changin' y un Blood On The Tracks.
Corazones es el primer disco de Los Prisioneros tras el fin de la dictadura. Corazones es González escribiendo sobre el estado de SU mundo, sobre sus propios demonios, frustraciones, inseguridades y delirios. Tal como en la fotografía de Alejandro Barruel, es la sangre que rebalsa desde dentro y que empapa todo, sin pudor de quedar a la vista de los demás. Corazones es la perversión de enrostrarle a tu amigo que has estado viéndote a escondidas con su esposa durante meses, y que todas las canciones que has escrito en el último tiempo son para ella, incluso haciéndole escuchar versos que poco dejan a la imaginación. Corazones es decidir entre seguir completando tomos ad infinitum sobre el dolor y las atrocidades que cada día los que ostentan el poder infligen a los desposeídos en el país, o confesar aquellos sentimientos que te consumen y oprimen, tus propios crímenes. Un espejo donde cada uno contemple los suyos.
Corazones es también la más sólida expresión del sonido que persiguió González desde sus primeras grabaciones caseras. Aquí es donde la inocencia de lo amateur y de descubrir el camino en la transfiguración de las influencias queda atrás, y tal vez es el único álbum que ha hecho donde cada sonido está ejecutado con precisión: este es pop imperial de melancolía urbana delineado para conquistar el planeta, equivalente al patentado por Pet Shop Boys en Gran Bretaña ("Amiga mía", "Con suavidad", "Cuéntame una historia original") y que ejerce una influencia indiscutible en la nueva oleada de pop chileno de orientación electrónica.
Aunque Corazones selló la internacionalización de Los Prisioneros y los llevó a presentarse por primera vez al Festival de Viña, también fue el disco que traería consigo el evidente colapso de la banda, marcando el fin de la quebradiza amistad entre Narea y González. A pesar de los intentos, nunca las cosas volvieron a ser igual. No podían serlo. Corazones no solo cerró una etapa en el rock nacional, llegó para inaugurar una nueva, refundando el pop local con latidos que resuenan en artistas contemporáneos como Álex Anwandter o Javiera Mena. En su urdimbre intimista recoge pasiones, dolencias y urgencias universales, y es en esa virtud que —por sobre lo formal— reside su carácter atemporal. O, como dicen sus palabras finales: es el maldito amor que le gusta reírse en tu cara.
La voz de los 80: sin cimientos no hay nada
Por Andrés Panes
"Con suavidad" sonaba a todo mango en las fiestas de la década pasada donde ponía música la gente de Super 45, responsables de darle forma al circuito indie (o shúper, como le decían en aquel entonces) de Santiago, el mismo que luego seguiría reivindicando Corazones mediante sus principales figuras. Recuerdo que Gepe sacó el EP Las piedras (2008) y en el tema homónimo se ponía hablar de una forma muy parecida al Jorge González de 1990, del que también había un fuerte eco en Mena (2010) de Javiera Mena. Creo que así se fue allanando el terreno para la canonización del disco, a mi juicio la mejor expresión musical de Los Prisioneros, aunque no la más importante, por mucho que la mayoría de mis contemporáneos opinen lo contrario tras sentir su influencia en el auge de nuestro electropop.
Como el debate apunta a la relevancia por sobre la calidad, me quedo con La voz de los 80 porque contiene todos los atributos que hicieron legendario a Jorge González. Si decimos que es una de las máximas figuras en la historia de nuestra música, gracias a su don de hacer canciones pegajosas con letras de alto vuelo social, es debido al espacio abierto por el debut del trío que comandaba. Fue su advenimiento como cronista del desamparo chileno, el mismo sitial de honor que antes ocupó Víctor Jara y al que ahora aspira Pablo Chill-E, el de los poetas populares que nos hablan de lo que somos como país mientras articulan con naturalidad el sentir del bajo pueblo, especialmente de su juventud. La voz de los 80 es la obra que cimienta el prestigio de Los Prisioneros como emblemas de la libre expresión y la rebeldía surgidos justo en un momento crítico que requería mucho coraje.
Yo nací el año después de que salió el disco, pero lo escucho en esta época de celulares, trap latino, marketeo y niveles patológicos de corrección política, y me pregunto cómo es posible que González la haya tenido tan clara antes de los veinte. Aunque sus observaciones vienen desde el Chile de la dictadura, siguen resonando en el presente. Y no lo digo solo por sus comentarios sobre el desprecio primermundista hacia Latinoamérica o el daño que causan las garras de la comercialización, sino también por lo fácil que es traducir sus apuntes al mundo actual. Veo a la gente pegada en sus pantallas y pienso que la antigua mentalidad televisiva ahora es una mentalidad 5G; celebro el éxito de Bad Bunny y J Balvin convencido de que el planeta necesita aún más sangre latina, roja, furiosa y adolescente; resiento a los publicistas que nos menosprecian usando al sexo como su mejor gancho comercial; me dan risa los extremos absurdos a los que llegan algunos para nunca quedar mal con nadie en sus redes sociales.
Por ser el disco que puso a González en el mapa y le valió una silla entre los sabios de la tribu, La voz de los 80 no solamente pesa en la historia de Los Prisioneros, sino en la de toda la música popular chilena. Me parece que se trata de un texto sagrado cuya importancia radica tanto en sus agallas y en el oportuno timing de su aparición como en el hecho de que, a pesar de su evidente naturaleza coyuntural (desde su estética hasta sus letras, todo grita 1984 en Santiago de Chile), logra trascender el tiempo y el lugar donde fue concebido para volverse eterno y universal.