Ya no se ven parejas en la calle, ni tomadas de la mano. ¿Cuánta vida sentimental estamos perdiendo? ¿Qué cantidad de besos y encuentros fugaces se han esfumado? Es tan grave la ausencia de intimidad física que es difícil calibrar su trascendencia. Incluso, pensar en ello es arduo. El eventual deterioro de las pasiones no está dentro de las ansiedades que se discuten. La muerte ha copado la agenda de información. Nos hace girar en torno de cifras letales.
La imposibilidad de juntarse con otros, de sentir y ver el cuerpo, puede vivirse como una tragedia individual y colectiva. Pasará, dicen. Mientras, es un abismo. La distancia social es una medida imprescindible, a la que quizás nos tendremos que acostumbrar. No satisface los anhelos, al contrario, genera angustia. Hay placebos como llamarse por teléfono, verse por cámaras y escribirse. De a poco se aprenderá a disfrutar de los placeres artificiales que se divisan. Lo virtual abre facetas, es cierto, pero están en el ámbito masturbatorio, onanista, lejos del goce erótico, ese temblor animal forjado en la relación de dos personas.
El saludo de beso, tan común, desapareció y no se vuelve a ver en el horizonte. El destino de una costumbre tan común basta para darse cuenta de la envergadura del problema al que nos enfrentamos. Está claro que nos acostumbraremos, a la fuerza. Sin embargo, la destrucción de estas prácticas trae repercusiones íntimas. La nostalgia se dejará caer encima de cada uno. Buscará su espacio. La lectura de este epigrama romano cobrará otra relevancia: “Me preguntas, Lesbia, cuántos besos me bastan: / Cuántas son las arenas del desierto de Libia, en Cirene / entre el oráculo de Júpiter y el sepulcro de Bato; / cuántas son las estrellas que en la noche callada / contemplan los amores ocultos de los hombres: / Estos besos le bastan a tu loco Catulo, / que no puedan los curiosos calcularlos / ni la maledicencia causarles daño”. Un poema clásico de amor se vuelve osado. La prohibición le da un contexto que lo convierte en atrevido. Pensar que hasta hace pocos meses no era así es tremendo.
¿Pasarán a la mitología escenas del cine como el beso bajo la lluvia de Scarlett Johansson con Jonathan Rhys-Meyers en Match Point, o el atraque contra una puerta de la misma Johansson esta vez con Joseph Gordon-Levitt en la infame película Don Jon? Sospecho que sí. No por la calidad cinematográfica, sino porque desde una perspectiva aséptica son secuencias morbosas, sexies. Ocasionan recuerdos y asociaciones: por ejemplo, Mädchen Amick y Dana Ashbrook excitados en Twin Peaks, o Grace Kelly colgada del cuello de James Stewart en la La ventana indiscreta.
Poner en cuestión los besos no es nuevo. El filósofo Juan Rivano en sus diarios a la vuelta del exilio, en 1989, anota: “¿De dónde vino el besuqueo? Todos se besan chasqueando al viento. Supongo que como los rusos se besan, los comunistas terminaron dándole el pase a este gesto cursi de la burguesía. ¿Afectará a la propagación de la gripe?”. El asco ante la saliva ajena es remoto y profundo. Sus contornos psicoanalíticos son evidentes: los obsesivos estrechan vínculos con la limpieza. El valor de lo pulcro, además, está asociado a la austeridad y a la culpa religiosa. Son la respuesta a las sensaciones y consecuencias de la pasión sexual. ¿Cómo asumiremos la higienización y el erotismo?
Un imaginario aún no visto se desplegará. Por las rendijas de la existencia se cuela el deseo pese a las dificultades. Días atrás, el New York Post contó que una enfermera rusa fue sancionada por vestir solo con ropa interior bajo un traje EPI transparente. Es la picaresca que anima el tedio y la zozobra. Seguro que el arte, la literatura y el cine se apoderarán de las consecuencias de esta época para narrar la distancia y sus influjos en lo cotidiano. La privación será descrita e ilustrada hasta cristalizar en una estética reconocible. La sensualidad poseerá circuitos todavía desconocidos. No queda más que aguardar con melancolía.