En el caluroso agosto de 1930, el sheriff Jacob Campbell y un puñado de sus hombres detuvieron a tres adolescentes afroamericanos en Marion, Indiana.

Según cuenta el historiador James H. Madison en el ensayo “A Lynching in the Heartland”, James Cameron —de 16 años—, Abraham Smith —de 19— y Thomas Shipp —de 18 años— fueron acusados de violar a Mary Ball —de 19 años— y de atacar a su novio Claude Deeter.

Herido de gravedad, el novio fue el encargado de estampar la denuncia. Deeter dijo que los tres afroamericanos los habían abordado cuando estaban en su camioneta y que los habían obligado a salir. Luego, violaron a la chica, y a él lo golpearon y le dispararon.

La noticia se esparció por Marion, un pueblo de poco más de cuatro mil habitantes por entonces, que ya se había arremolinado afuera de la comisaría, donde los acusados fueron golpeados y encerrados, a la espera de la resolución policial.

Marion, Indiana

Entre medio, Claude Deeter murió esa misma tarde a causa de las heridas y el Sheriff Campbell colgó su camisa ensangrentada afuera de la estación policial.

Fuera de sí, la multitud comenzó a exigir que las autoridades sacaran a los acusados para hacer justicia por sus propios medios y lincharlos.

El primero en salir, Thomas Shipp, recibió una golpiza hasta quedar malherido y agonizante. Luego, Abraham Smith terminó con los brazos rotos y apuñalado. Los dos cuerpos fueron atados al cuello de manera siniestra y colgados a un álamo frente a la multitud enardecida.

A punto de ser ahorcado, el tercero de los hombres, James Cameron, fue declarado inocente por la chica supuestamente violada: nada había tenido que ver tampoco con la muerte de Deeter

(Un paréntesis.

Más de medio siglo después de los hechos, el gobernador de Indiana, Evan Bayh, exculpó oficialmente a Cameron en 1993, y le entregó las llaves de la ciudad.)

Mary Ball confesó, además, que no había sido objeto de violación alguna.

Foto: Laurence Beitler

La oscura imagen fue capturada el 7 de agosto de 1930 por el fotógrafo Laurence Beitler en una cruda postal que pasaría a la historia de la música.

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“Strange fruit” fue antes un poema. Lo escribió Abel Meeropol, un judío y militante comunista del Bronx, en el diario del sindicato de profesores de Nueva York.

Aunque lo tituló prematuramente de Bitter fruit —fruta amarga—, luego fue modificado por el universal Strange fruit —fruta extraña— acaso porque daba a conocer mejor su violento mensaje.

Meeropol se había inspirado en la cruda imagen de Beitler con los dos cuerpos colgados y una multitud jubilosa.

En sus reuniones con amigos, el profesor arropó al texto con una sencilla melodía y su esposa fue la encargada de cantar para un círculo muy reducido.

Como un secreto a voces, “Strange fruit” llegó a oídos de un trabajador del Café Society, ubicado en el mítico Greenwich Village neoyorkino, donde la voz de la cantante Billie Holiday brillaba en todo su esplendor.

Holiday probaría con su propia interpretación de “Strange fruit” y la haría madurar hasta alcanzar el tamaño definitivo que conserva en la historia de la música comprometida.

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“Es deber del artista reflejar los tiempos en que vivimos”, dijo en alguna entrevista Nina Simone, otra legendaria cantante que grabó una versión de “Strange fruit”.

“Cada emoción tiene un sonido” aseguraba Jeff Buckley, que también emocionó con otra recordada versión del tema:

“Canto que ha sido valiente, siempre será canción nueva”, escribió Víctor Jara más de treinta años después del tema original, meses antes de su asesinato en 1973, cuando en Chile la convulsión social obligaba a definiciones precisas.

Apenas tres estrofas, profundas, sentidas, dolientes, dieron forma a una canción universal que grita entre líneas que las vidas negras importan:

De los árboles del sur cuelga un fruto extraño
sangre en las hojas y sangre en la raíz
cuerpos negros balanceándose en la brisa sureña
extraña fruta cuelga de los álamos.

Escena pastoral del valiente sur
los ojos saltones y la boca retorcida
aroma de magnolias, dulce y fresco
y el repentino olor a carne quemada.

Aquí está la fruta para que la arranquen los cuervos
para que la lluvia la tome, para que el viento la aspire
para que el sol la pudra, para que los árboles la dejen caer
es una extraña y amarga cosecha.

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Ante la negativa de Columbia de grabar el tema, por temor a la reacción pública, Billie Holiday cantó "Strange Fruit" a capela para el fundador del sello Commodore, Milt Gabler, quien según el mito se conmovió hasta las lágrimas.

El propio Gabler la llevó a grabar su primera versión un 20 de abril de 1939.

Billie Holiday

Con 23 años y la banda de Frankie Newton como acompañamiento, Holiday cerró los ojos y despachó una interpretación intensa y profunda. Sin embargo, Gabler temía que el tema fuera muy corto y le pidió al pianista Sonny White improvisar una introducción.

En la mezcla final, Billie Holiday espera hasta el segundo setenta a que la trompeta y el piano se trencen y separen como dos amantes.

Lo que sigue son dos minutos vocales de puro sentimiento que alcanzaron el estatus de mito.

“Holiday no canta canciones; las transforma”, sintetiza William Duffy, coautor de la autobiografía de la cantante, Lady sings the Blues.

“Fue una declaración de guerra, el comienzo del movimiento por los derechos civiles”, dijo Ahmet Ertegun, dueño de Atlantic Records.

En 33 revoluciones por minuto: historia de la canción protesta (Malpaso, 2015), el periodista británico Dorian Lynskey piensa que “Strange fruit” no fue la primera canción protesta de la historia, pero sí la que impactó primero en el mundo del espectáculo. Según el también colaborador de The Guardian: “Antes de eso las piezas reivindicativas se circunscribían al ámbito de los mítines, las huelgas o las fiestas sindicalistas, pero nunca entraron en el masivo escenario de la cultura popular”.