Me dicen: todo empezó con el eclipse. Nos cegamos. Yo no creo en estas cosas, le digo.
Yo sí -me dice D. desde un balcón rodeado de niebla, en pleno centro, aterrado, solo. Hablamos por FaceTime y anda con un polar celeste con capuchón que lo hace parecer un personaje de una cinta de los 80s o quizás al chico de La historia sin fin o el de Donde viven los monstruos. D. se ve azuloso. Vimos el eclipse con mi novio, me relata, de forma pausada, como si lo soñó o está arrepentido o me quiere confesar algo inconfesable. Vimos el mar sin los rayos del sol reflejados en pleno día y nos besamos y luego nos subimos al auto y tocó un taco tremendo desde La Serena a Colina. Terminamos, creo, a la altura de Los Molles.
No hablarse doce horas es como estar encerrado contigo mismo. Quizás vimos el futuro, acota D. No es normal que todo se oscurezca en medio del día, insiste.
Yo pienso: no es normal que haya tantas fiestas clandestinas mientras tanta gente muere. ¿Celebran esas muertes o intentan celebrar que están vivos o son zombies o vampiros o solo chicos que no aguantan más estar encerrados?
Esa es la palabra: encerrados.
Quizás la palabra encuarentenado no sirve, no vale, no procesa, se cancela. Aislados, dentro de uno, aterrados. Confinado que es peor quizás es más precisa. Charly García se salva del virus y sus letras resuenan en mi mente: ¡no me dejan salir! Encerrados en sí mismos, hacinados, estrechos.
Encerrado.
“Toda la noche hago la noche. Toda la noche escribo. Palabra por palabra yo escribo la noche” escribe Alejandra Pizarnik que algo entiendió acerca de cuando el día se convierte en noche. No poder salir de tu casa, sí, pero no poder salir de ti. No zafar, no poder procesar que la muerte nos ronda. Mientras hablo con D. enciendo el iPad para tener alguna luz dentro de la oscuridad. Scott Fitzgerald lo escribió una vez: en la real oscuridad de la noche del alma, siempre son las 3 am, día tras día. Estamos en medio de la noche, incluso cuando sale el sol y apenas entibia y la gente se acerca a la ventana buscando vitamina D. Son literalmente las 3 am y hay toque y hay cuarentena total y alguien, lo más probable mayor, se está muriendo no en paz sino gritando, ahogándose. Ya no no existe el espacio social, sólo existe tu interior y eso aterra. El futuro llegó sin estar preparados y con al menos una pierna enterrada en el lodo del Tercer Mundo. ¿En qué momento entramos a la fase postdigital?
I can´t breathe es la frase que dejó como legado George Floyd en un video intolerable e imborrable desde una cuneta (no lo puedes borrar, se arrancha en tu inconsciente), pero ¿cuándo veremos morir a los que ahora mueren? Una muerte en vivo. Me dicen que hay un videos que circula. ¿Lo darán por TV o, tal como sucedió en medio de las caídas de la torres, cuando censuraron los cuerpos que caían y salpicaban los lentes de las cámaras, vamos a seguir siendo escépticos? Limpios. ¿No es mejor entender lo que estamos viviendo o podemos vivir? Me dice alguien ligado a la salud por audio: morir consciente sin poder respirar es el infierno. Te ahogas.
¿No sería esa la manera de asustar o entender de que se trata todo esto? Se está perdiendo el miedo, por un lado, y por otro, la paciencia y lo que quizás es más aterrador: estamos perdiendo la fe. La epidemia, dicen todos, o la susurran, está fuera de control. Nadie en lugares de poder es capaz de contenernos. Estar a cargo de gente indolente, dañada, ciega, aterrada, reprimida, dubitativa, que se escindió o que fue criada para no sentir, para no ser débil, machos, racistas, sin vuelo, llenos de taras y miedos y prejuicios que durante décadas y décadas les sirvieron para cohesionarse y que ahora los está matando y matando sus sueños de un país que era distinto. A veces creo que la razón por la que no pueden atajar las muertes es que para ellos todo murió que rato. No es que no les importa, no pueden superar el duelo de octubre cuando sintieron que todo se les vino abajo.
Estamos regidos por espectros y son los más asustados.
Los doctores que tienen amordazados lo dicen: se vienen las horas más duras, quizás las más duras de la historia de Chile. ¿Es exagerado o es quedarse corto? Ni siquiera un terremoto matará a tantos como este virus. Eso lo sabemos, pero no lo decimos. Hay tanto que no decimos. Me entero de gente joven que se contagió y no quiere contarlo por miedo a quedar estigmatizado. ¿De qué?
Una duda: ¿por qué llevamos más días encerrados que Wuhan y con estos resultados?
Sigo escuchando a mi D. empalado de frío y ahogado por esa pena interna que todo lo que encapsula en su balcón. Entra, le digo, hay cero grados.
No, así me siento afuera. Debo respirar.
Respirar.
Afuera.
Qué pasó con el eclipse, le pregunto.
Al llegar a Santiago nos dijimos: nos vemos, te llamo mañana. Nunca nos vimos.
Ghosting, agrego.
Desaparecer virtualmente sin aviso.
Transformarse en fantasmas.
Una sombra ya pronto serás, una sombra lo mismo que yo, como dice el tango.
Espectros.
El mundo está en detox, pero a la vez se ha llenado de muertos que no pudieron despedirse. Es culpa del Eclipse, me insiste D. Fue como hace un año, ¿no? Era invierno pero parecía verano. Todo se vino abajo ahí: durante el estallido nunca tuve más sexo o conocí más gente, pero ahora todo es distinto. ¿Deseas verlo, llamarlo? No sé -me susurra- pero quizás es mejor pasar la pandemia con alguien, y se quiebra. Estados Unidos arde por la televisión y a veces creo que están repitiendo videos de la Zona Cero. ¿Es mejor contaminarse protestando y arriesgarse a morir que quedarse adentro dejando que Trump arrase con todo?
Abajo venden weed, me agrega D., pero no sé fumar, nunca he fumado, tú sabes que no fumo. ¿Los dealers tendrán salvoconducto? Sí, le digo, para calmarlo; es un producto de primera necesidad. ¿Lo es? Capaz que sí. Cerca de mi casa una botillería está atestada de chicos de Rappi, algunos con máscaras, otros sin, cero distancia social.
Por wassap, F. me dice: hay dos pisos infectados en mi edificio y estoy al medio.
Por mi ventana a veces veo pasar carrozas blancas.