Antes de perder los dientes por una paliza de su dealer, en una época que ahora parece hecha de puro blanco y negro, Chet Baker grabó un disco de sonido elegante e hipnótico.
Lo llamó Chet Baker sings (1954) y con sus aciertos y fallos, con el soplido cool —tranquilo y calmo— de sus labios sobre la boquilla metálica, el trompetista amansó catorce canciones como un regalo que anestesia al oyente, cuyo lirismo, como diría Charlie Parker —su padrino musical—, amenazaba con aventajar a Miles Davis.
Exagerado o no, con su canto suave, acaso un hilillo de voz resistido por los puristas —con el agregado de grabar algunas letras concebidas para intérpretes femeninas—, las piezas de Baker relajan y desaparecen el mundo cotidiano.
Ahí están la manoseada "The thrill is gone" y la bella "My funny Valentine":
La música fluyó en él como algo innato y natural. Una nota del disco, escrita por Will MacFarland, reza que tanto Chet Baker como Louis Armstrong destacan tanto por el sonido de su trompeta como por el de su voz: "No se puede decir que 'también tocan' o 'también cantan'".
Basta oír "It's always you", "That old feeling" o la honesta "I fall in love too easily" para apreciar la fuerza, sensualidad y magia de un trabajo inspirado. Y esa delicadeza para ir de palabra en palabra y de nota en nota:
Chet Baker sings es, incluso desde la escucha desatenta, una especie de viaje analgésico que recuerda los efectos de los opiáceos, un abismo que el trompetista recorrió hasta perderse en el fondo.
“Me da confianza”
La crónica de su vida, por así decirlo, nunca se puso de acuerdo con el sonido puro de su música. Algo que queda claro en Let's get lost (1988), el documental de Bruce Weber estrenado poco después de su muerte.
En Let’s get lost Weber se acercó a Baker con vocación de entomólogo. Solo así se entiende cómo logró iluminar sus contradicciones y, sobre todo, cómo desnudó al músico y al mismo tiempo al hombre de Oklahoma adicto a los episodios de euforia. El talentoso trompetista deportado y encarcelado varias veces a causa de su adicción.
Habría que explicar el lirismo de Chet Baker como un tranquilo y frío domador de emociones desde la oscura historia recreada en Born to be blue (2015), donde Ethan Hawke da vida al músico que editaba discos sin descanso —llegó a publicar más de cien—, debido a la insaciable necesidad de dinero.
Baker, adicto a la mezcla de heroína y cocaína conocida como speedball —la misma que acabó con John Belushi y más adelante Philip Seymour Hoffman—, cobraba adelantos en efectivo a cambio de renunciar a los derechos de autor.
-¿Por qué necesitas las drogas? -le pregunta su novia en la película.
-Me da confianza -responde el Baker de Hawke abandonado al escalofrío infinito.
El 13 de mayo de 1988, el Chet Baker real tocó fondo.
Si se lanzó para abandonarse a sí mismo o se quedó dormido mientras permanecía sentado en el alféizar donde a veces se dejó fotografiar, poco se sabe. Lo cierto es que Chet Baker cayó por la ventana de la habitación 210 del Hotel Prins Hendrik en Ámsterdam tras un cóctel de heroína y cocaína.
Falleció instantáneamente a las tres de la mañana. Tenía 58 años.