La escena 59A
The Sopranos se estrenó a comienzos de 1999; es decir, no existían ni Walter White, ni Omar, ni Nucky Thompson, ni ninguno de los complejos personajes antiheroicos que hoy pueblan la televisión seriada y le dan densidad y riqueza a estos relatos. Antes de Tony Soprano existen Twin Peaks y Oz y algunos referentes puntuales, pero nada al punto que alcanzó la serie de David Chase.
Es a estas alturas un clásico de la trivia de la televisión moderna, pero por supuesto es mucho más que eso: representa el punto de quiebre, el momento en que la ficción seriada da el paso definitivo al futuro. Cuando el guión del quinto capítulo de la primera temporada de The Sopranos llegó a la mesa de los ejecutivos de la HBO, hubo un sismo interno. El episodio (que más adelante le valió un premio Emmy a David Chase y a James Manos Jr.) narra el viaje que hacen Tony y su hija Meadow para ver posibles universidades, ya que la chica cursa el último año de la secundaria. En esas tierras distantes a su natal New Jersey, Tony encuentra a un ex mafioso, ahora escondido gracias al programa de protección de testigos del FBI. El sujeto delató a muchos, y al parecer el golpe moral y legal recibido por la familia Soprano, propició la debacle física y cognitiva de Johnny Boy, el padre de Tony. Durante los 57 minutos de duración del capítulo, Tony se divide entre Meadow y sus responsabilidades paternales, y corroborar que el sujeto que ha visto de reojo en la bomba de bencina es en realidad Fabian Petrulio, el soplón. Nada de esto les había parecido mal ni equívoco a los ejecutivos. El problema está en la escena 59A de la versión final del guión. El problema es que Tony, usando un viejo trozo de cable eléctrico, asfixia a Fabian (cuyo nuevo nombre es Fred Peters) hasta causarle la muerte. Todas las alarmas se encienden y llaman a reunión urgente a David Chase. La Primavera de Praga entre el creador de la serie y su casa televisiva parece llegar a su fin. Los ejecutivos ponen el grito en el cielo, argumentando que le han dado muchas licencias a Chase, que lo han dejado volar libremente, que incluso le permitieron trasladar la producción a Nueva York, para poder filmar las locaciones en New Jersey (a diferencia del viejo modelo de producción de televisión, donde todo se hace en Hollywood para abaratar costos). Pueden permitir licencias narrativas y complejidad en el diseño de las tramas y los personajes, pero lo que no pueden permitir por ningún motivo es que el personaje protagónico, el centro de la serie, se ensucie las manos y asesine a alguien. Podrá estar inmerso en el mundo del crimen, podrá ser infiel, podrá tener muchas zonas oscuras, pero no puede matar. Hasta ahí va a llegar el espectador, piensan los hombres de cuello y corbata de la HBO. No puede exigírsele tanto. No es justo llevarlo hasta eso, hasta acompañar a un personaje tan relevante en la historia a matar. Eso argumentan los ejecutivos, y se notan firmes en la decisión. Llegados a este punto, hay que hacer un poco de historia y recordar que The Sopranos se estrenó a comienzos de 1999; es decir, no existían ni Walter White, ni Omar, ni Al Swearengen, ni Don Draper, ni Nucky Thompson, ni ninguno de los complejos personajes antiheroicos que hoy pueblan la televisión seriada y le dan densidad y riqueza a estos relatos. Antes de Tony existe Twin Peaks y Oz y algunos referentes puntuales, pero nada al punto que llegó The Sopranos. Por todo esto, en la HBO pidieron eliminar esa escena o cambiarla. Eso le dicen a David Chase. Él los escucha en silencio y los mira serio, con los ojos de párpados levemente caídos que caracteriza su rostro. Chase, que viene de escribir programas televisivos de bajo perfil y dudosa calidad, no titubea en negarse a la petición de los ejecutivos. Dice que no. Que esa escena es importantísima no sólo para el personaje y el capítulo, sino para el devenir de la serie completa. En esos momentos, Chase no sabe que The Sopranos durará seis temporadas más, hasta 2007, y que lo acompañará todo: los millones de espectadores que cada domingo, en lo que duren cada una de sus temporadas, sintonizarán el programa; la crítica; los premios e incluso el establishment cultural, que le dedicará rigurosos ensayos y libros, coronado todo por la adquisición de la serie completa por el MoMA. Chase, lector complejo y devoto del Nuevo Hollywood de los setenta, en aquella reunión sólo tiene en mente defender aquella escena donde Tony Soprano asesina a un viejo conocido que traicionó a la familia. Es lo que el personaje que ha construido debe acometer. Es lo que el material dramático pide. Es lo que Chase ha esperado todos estos años para hacer: tensar la relación con el espectador, empujar sus límites, sumergirlo en esa maraña moral que es The Sopranos. Todo aquello depende de ese momento, de esos segundos interminables donde Tony, en el papel, acaba con la vida del traidor, tal como Chase acaba con los enemigos de la ficción en esa sala de reuniones donde no da su brazo a torcer, y cambia el destino de la televisión seriada para siempre.
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