En 1684 las temperaturas habían descendido a tal punto que el Támesis se congeló adoptando un grosor increíble, como cuenta el arquitecto John Evelyn en su diario recogido por el historiador alemán Philipp Blom en su último libro El motín de la naturaleza. Historia de la Pequeña Edad de Hielo (1570-1700), publicado por Anagrama. Sobre el río se instalaron largas y complejas ferias formadas por hileras de puestos. Los visitantes disfrutaban incluso de una imprenta donde se daban el gusto de hacerse imprimir el nombre, con el día y el año del feliz momento. En su entrada del 24 de enero Evelyn escribe: “Trineos, patines, un espectáculo de perros hostigando a un toro, carreras de carruajes y caballos, marionetas, música, cocineros, puestos de bebidas alcohólicas y otros que invitaban a la lascivia, hasta tal punto que lo que es un duro castigo para la tierra parecía una bacanal o un carnaval en el agua”. En el invierno de 1620 una persona podía atravesar desde Asia a Europa por un Bósforo congelado. El pintor sordomudo Hendrick Avercamp (1585-1634) reproducía alegres escenas invernales que componía indistintamente en invierno y verano en su estudio en Amsterdam. Blom se fija en un detalle de una de estas obras en que un grupo de personas ataviadas con elegantes pieles conversa cómodamente sobre el hielo. “¡Qué felices parecen!”, comenta Blom asombrado, “se mueven sobre el hielo como si fuera su casa, los personajes se notan hasta desinhibidos disfrutando sin sentir en absoluto el frío: cuánto más observamos ese panorama, menos verosímil parece”. Ricos y pobres sobre el hielo “igualados por la escarcha”, solo el cadáver de un animal parece indicar “que la muerte tiene algo que decir en este idilio”. Mientras se sucedían estos días de algarabía invernal, se generaba en la tierra una condición mortal que implicó la hambruna y muerte de un tercio de la población. Pero al igual que los europeos supieron celebrar en estos días aciagos, Philipp Blom encuentra en este frío insoportable la condición que permitió florecer el pensamiento moderno por fin alejado de las supersticiones de la religión.

No es el primero en atribuir al cambio climático el ascenso o caída de una cultura. Ya lo ha hecho el geógrafo pop Jared Diamond. Y el historiador británico Geoffrey Parker, quien en su Global Crisis: War Climate Change and Catastrophe in the Seventeenth Century escribió sobre esta Pequeña Edad de Hielo, pero desde un punto de vista muy negativo por el que fue criticado: con sus guerras, heladas y hambre el período habría sido particularmente nefasto. Aquí entra Blom a hacer un poco de justicia y enfocarse en el progreso intelectual que se produjo. Pero atribuir al cambio climático la compleja aparición de todo el pensamiento moderno es arriesgado. El solo invento de la imprenta y la revolución científica de Kepler pudo implicar el mismo avance, como aprendimos en los manuales de historia. Pero la historia no es ciencia y la lógica de Blom al menos tiene la prudencia de anclarse en las concordancias entre la falta de explicación de este nuevo clima y el ascenso de figuras escépticas de entre las cuales destaca a Montaigne, Spinoza y Descartes quien murió justamente a causa de un resfrío en Suecia, donde había llegado a pedido de la reina Cristina que lo hacía estar en pie muerto de frío desde las cinco de la mañana en la biblioteca.

Formado en Viena y luego en Oxford, Philip Bloom, (autor de Años de vértigo, sobre los meses previos a la Primera Guerra Mundial, Gente peligrosa, acerca de los pensadores de la revolución francesa, y La fractura, sobre los años previos a la Segunda Guerra) es reconocido por dotar a sus relatos históricos de un potente arranque y un ritmo acelerado basado en detalles que a primera vista parecen decorativos o meras sensaciones de los sujetos de su tiempo pero que justamente son lo que engancha al lector común. En este sentido es lo que se llama un historiador posmoderno. En El motín de la naturaleza estas curiosidades provienen de diarios, sermones de religiosos, pinturas, registros de viñateros, y extraños eventos como la tulipomanía (la producción de tulipanes, única semilla que resistía el frío, hizo furor en los Países Bajos), la producción de violines Stradivarius (que permitió la madera densa propia del clima), o los cambios en la bebida, una época en que la mayoría de la gente vivía ebria porque se tomaba más alcohol que un agua insalubre, todo lo cual apunta a la condición psicológica de los sujetos que vivieron en esa época. El autor se propone ofrecer un fresco variado de lo que sucedía compuesto de personajes anónimos y figuras claves como Montaigne, Voltaire, Locke o Pierre Bayle.

“Es el invierno de nuestro descontento”

No se sabe qué produjo el enfriamiento -algunos postulaban una desviación del eje terrestre o a las manchas en el sol- pero los dos grados menos correspondieron a la anulación de seis semanas en que las cosechas de cereales, viñedos y forraje debían madurar. Entonces todo el continente se alimentaba de cereales. Los campesinos practicaban una excelente economía de subsistencia: cultivaban lo que ellos mismos consumían y el mercado era apenas utilizado. Con la hambruna y la carestía de los alimentos estallaron más de 60 revueltas en Gran Bretaña entre 1585 y 1660 pero los campesinos debieron partir a las ciudades donde solo una minoría logró sobrevivir aprendiendo a usar el dinero que hasta entonces había tenido un papel secundario. Muchos observadores coincidían en afirmar que estaba ocurriendo algo insólito y amenazador. En esos años Shakespeare escribió Ricardo III con el célebre monólogo que sostenía: “Is the Winter of our discontent”; el sistema que se había mantenido estable durante siglos se tambaleó en una sola generación.

La fantasía de un Apocalipsis

El pánico a una posible hambruna era la constante en Europa. Por una mala cosecha en entre 1601 y 1602 murieron tres millones de rusos afectados de hambre o de alguna epidemia. El paso del bienestar a la pobreza podía ser casi inmediato. Un suceso inesperado bastaba para sumir en la pobreza a una familia que hasta entonces había vivido sin problemas. Entonces prosperaron las fantasías apocalípticas. Se difundía la sensación de que se acercaba el fin. El cronista Christoph Schorer escribe en 1589: “el 20 de mayo hizo un tiempo horroroso, la gente llegó a pensar que el mundo se venía abajo”. El 27 de marzo, “el cielo se iluminó y se abrió en plena noche”. Y el 3 de julio “el sol lució rojo sangre”. El ayuno, la oración, la quema de brujas fueron las primeras respuestas aunque sin resultados.

Un movimiento mesiánico liderado por el joven Sabbatai Zevi de Esmirna provocó una verdadera histeria de masas en comunidades judías de todo el mundo, desde África hasta el Levante. El joven les prometía la resurrección de los muertos y el regreso de todos los israelitas a Israel. Los judíos de Aviñón comenzaron a hacer los preparativos para mudarse al paraíso en la tierra. Se rezaba por él tres veces a la semana. Pero las autoridades otomanas lo apresaron y enfrentado a la sencilla disyuntiva para un Dios, o recibir una flecha o convertirse al islam, eligió lo segundo. Aunque trató de embaucar a sus seguidores diciéndoles que Dios había exigido su conversión, el personaje se desinfló en el acto.

Montaigne y la nueva manera de ser

Las fuentes teológicas cayeron en desgracia. Se empezó a leer a los clásicos griegos y romanos, a Lucrecio por ejemplo para quien en la naturaleza todo transcurre según sus propias leyes. Sin intervención divina. Es cuando aparece en la escena intelectual Michel de Montaigne. Si bien sus ensayos están llenos de citas, nunca utilizó ninguna de la Biblia por no contener ninguna respuesta iluminadora, pensaba. “La certidumbre es un bien del que nunca dispuso y precisamente en ello reside su grandeza”, escribe Blom, “el mundo de Montaigne es fascinante, opaco y cambiante. Solo un entendimiento ordenado y libre de prejuicios -no una revelación- puede iluminar y comprender a fondo los detalles de ese mundo”. Y destaca que para el pensador francés las buenas preguntas son siempre más importantes que las buenas respuestas.

Hortus Botanicus Leiden

El negocio de tulipomanía

El Hortus botanicus de la universidad de Leiden fue una de las colecciones de plantas más reconocidas de la época. Su fundador Carolus Clusius (1526-1609) el mayor experto botánico de su época, formó el jardín en 1593 a los sesenta y siete años, con especies traídas de América y Asia por marinos descubridores. Enviaba las plantas que descubría a sus amigos dejando su impronta en los huertos y en el menú de los europeos. Dio a conocer el narciso, el gladiolo y el jacinto, pero su especial interés fue un pequeño bulbo que llegó a Amberes en 1562 en una pequeña bolsa en un buque mercante procedente de Constantinopla. Un comerciante europeo que lo recibió las tomó como cebollas turcas, e hizo botarlas porque no le gustaron. La primavera siguiente brotaron en el jardín flores de vivos colores. El comerciante las desenterró y se las envió a Clusius. Las flores que tenían forma de turbante, recibieron el nombre turco de tulipa. En Leiden fueron toda una sensación botánica pues con aquel tiempo las semillas no sobrevivían salvo estos tulipanes que además crecían en los más variados colores. Los holandeses sedientos de nuevos negocios encontraron otra solución económica: robaron los bulbos del jardín botánico y aquellas flores resistentes y coloridas pronto embellecieron muchos jardines de los países bajos y su precio fue objeto de especulación. Un solo bulbo podía costar lo mismo que un terreno.

Baruch Spinoza, el Anticristo

Mientras Cambridge y Oxford solo inscribían en sus programas a estudiantes anglicanos, y la Sorbona a católicos, Leiden recibía a todos por igual, de ahí que en esa ciudad no tardara en iniciarse una intensa vida científica y filosófica. Allí buscaron refugio Spinoza, Descartes y muchos otros disidentes religiosos menos conocidos. El filósofo francés Pierre Bayle había abierto el camino a un nuevo enfoque moral. Cuando escribió que una república de ateos no sería en absoluto menos moral que un estado religioso, sacudió los cimientos del orden europeo. ¿Puede una persona sin Dios ser moral? Se preguntó. Y zanjó esta cuestión con gran soltura: no es más extraño que un ateo lleve una vida virtuosa que un cristiano que comete toda clase de delitos. En su diccionario incorporó al pensador judío holandés Baruch Spinoza quien basa todo su pensamiento moral en una hipótesis matemática. Dios es infinito, no puede dividirse, por lo tanto lo es todo. Es lo único que podemos sentir y pensar. Pero su enfoque que utiliza la teología contra sí misma fue visto con recelo, fue exiliado de su comunidad y su obra prohibida. El comerciante Willem van Blijenburgh opinaba que su obra “estaba repleta de abominaciones…que deben resultar repugnantes a toda persona sensata”, mientras que otro crítico dijo que su Tractatus-Logico-Philosophicus “era un libros salido directamente del infierno”.

¿Qué lección nos deja la Pequeña Edad de Hielo?

Donde Blom no es nada sutil ni descentrado es en el epílogo. Al igual que los que vivieron en la primera Edad de Hielo, escribe, tendremos que reinventar nuestras prácticas y metáforas económicas para subsistir tras el nuevo cambio climático que se avecina. Y apremia: somos la primera generación de la historia que tiene una concepción relativamente clara de lo que legará al futuro, “nos convendría, pues, aplicar a las fuertes sacudidas que se avecinan el privilegio que nos ha concedido la evolución: la capacidad de planificar. Hoy sabemos que el cambio climático que nos espera tiene su origen en el desarrollo industrial y que si reaccionamos rápido y con decisión, podemos, como mínimo, hacer que sus consecuencias, aún no calculables, sean menos catastróficas”. Blom nos habla con cierto tono de sentencia moral que deja fuera las dudas y que además otorga al hombre la capacidad divina de solucionarlo casi todo, algo que habría espantado a varios de los pensadores cuyas vidas y pensamiento destaca en esta libro.