Si una década puede darse el lujo de ser un libro, la década del 10 es, sin duda, Mi lucha, la selfie en seis tomos y 3.500 páginas del noruego Karl Ove Knausgaard. Dudo que alguno de los cientos de miles de lectores que cosechó el libro desde la publicación del primer tomo en Noruega, en 2009, lo haya llamado alguna vez por su título. La referencia al best seller clandestino de Adolf Hitler, recién explícita en el inserto de 500 páginas que le dedica el tomo seis, puede explicar esa cautela, pero no justifica la formidable negación que implica. Que un libro tan resonante haga olvidar su título debería hacernos pensar. Pero ¿quién quiere pensar ahora que termina la década que impuso los 140 caracteres como moneda única del escupitajo verbal y, más tarde, mea culpa conmovedor, condescendió a duplicarlos? Lo cierto es que el libro se conoce y menciona como El Knausgaard y cada tomo es aludido con el mismo espíritu de comparatismo recalcitrante con que los fans de las series aluden a la temporada que prefieren y a la que deploran, a la más rara y a la más regocijante, a la que condensa el ADN de la serie y a la que lo altera o lo traiciona. Yo mismo, sin ir más lejos, recurro al expediente cuando alguien -un hueso duro de roer o alguno de los pocos recién llegados al fenómeno Knausgaard que quedan- me pregunta cómo proceder con el mamotreto noruego. "Lee al menos tres tomos", contesto, con la misma convicción técnica con que antaño recomendaba ver al menos tres capítulos corridos de Seinfeld para hacerse una idea de lo que era eso, mientras asisto en éxtasis a la cara de horror que pone mi interlocutor al imaginar que si quiere hacerse una idea de lo que es esto tendrá que zamparse un mínimo de 1.800 páginas (en vez de la módica horita exigida alguna vez por la obra maestra del comediante que ahora pavonea su colección de autos vintage mientras finge charlar con celebridades).
Tengo la secreta impresión de que nadie me hizo caso nunca: ni entonces, con Seinfeld, entre otras cosas porque mi consejo llegaba tarde, cuando todo el mundo ya había visto la sitcom, ni ahora, con Knausgaard, porque leer -no importa lo que se lea- sigue siendo un placer peligrosamente parecido al arte del picapedrero, todo concentración y disciplina, y parece que pocos aceptan aventurarse y permanecer en ese trance los centenares de horas a las que el kindle -con esa vocación para la advertencia que tiene la tecnología- traducirá la masa temporal de lectura representada por tres volúmenes knausgaardianos. Lo que importa, de todos modos, es la analogía. Así como una serie no tolera ser apreciada por partes, sino que exige que el espectador participe de la experiencia seriada, Mi lucha puede ser bueno o malo, una novedad rutilante o un patético refrito, una proeza o un ejercicio lamentable de incontinencia, pero no es nada si el lector no entra en el juego que propone, que es básicamente el mismo que el de la serie: la oscilación entre la repetición y la diferencia.
Mi lucha es el libro de la década no porque la pinte o la devele (muchos libros colegas lo harían mejor), sino porque la acompaña. ¿No es eso acaso lo que hacen las series? ¿No es ese cortejo fiel, sistemático, incesante, el servicio exclusivo que proporcionan, lo que las distingue de todo aquello con lo que no estaría del todo equivocado confundirlas: la novela realista del siglo XIX, los reality shows, la televisión pura y dura -es decir: abyecta- de la que supuestamente nos habrían librado? En Noruega se publicó entre 2009 y 2011, en tropel y con efecto viral, sin duda en razón de la política de name dropping implementada por Knausgaard, cuyos personajes son personas reales y aparecen en el libro con sus nombres y apellidos verdaderos. Noruega es un país chico, es cierto, pero que uno de cada cinco habitantes haya leído el mismo libro no deja de ser un dato espeluznante, que arranca a la literatura del campo de la cultura para arrojarla al de la epidemiología. Pasó al inglés en 2012, y el mundo anglosajón -que lo consagró- terminó de definir su perfil larga duración, publicando la traducción a lo largo de seis años, entre 2012 y 2018.
¿Todavía hay que contar de qué trata Mi lucha? No estoy seguro. "La crónica autobiográfica de un escritor noruego llamado Karl Ove Knausgaard y su lucha denodada por convertirse en escritor, que recorre toda su vida, sobrevive a obstáculos, tentaciones, distracciones (la propia inseguridad, un padre siniestro, una vida conyugal-familiar con demasiados hijos), y termina consumándose con bombos y platillos en los seis tomos de la crónica autobiográfica de un escritor noruego llamado...". Lo sabe cualquiera, todo el mundo -incluso, o sobre todo, los que no lo leyeron ni lo leerán. Virtudes de los libros que dejan de ser libros para ser... ¿qué? ¿Espejos? ¿Dobles de cuerpo? ¿Asistentes terapéuticos? ¿Psicofármacos? ¿Drogas ilegales? ¿Una combinación particularmente inspirada de todo eso? Se ha dicho a menudo que Mi lucha -como las series- es adictivo. Lo es, y su carácter seriado juega un papel clave en la dependencia que genera. Casi tan decisivo como la desproporción genial que hay entre su escala monstruosa, faraónica, y la trivialidad radical de sus "contenidos". Somos adictos a Mi lucha porque siempre hay un tomo ahí, al lado, un tomo siempre nuevo y siempre el mismo, insistente y al mismo tiempo extraordinariamente tolerante, porque -a diferencia de Proust, tan invocado a la hora de enmarcar de algún modo el proyecto Knausgaard- no nos exige nada. No pretende innovar, no cree en el estilo, ni siquiera en la idea de "escribir bien". No es inalcanzable, no pretende diferenciarse, no nos intimida. Simplemente está ahí, disponible y cotidiano, y nos ofrece la nueva forma de una vieja, irresistible satisfacción -una épica doméstica- en el idioma irrebatible de la Honestidad. De ahí el malestar que suelen despertar las preguntas sobre la calidad de Mi lucha, siempre tan capciosas. No, el libro de Knausgaard no es bueno ni malo: es indestructible. Las críticas no lo tocan, porque no hay una sola -narcisismo, fatuidad, desprolijidad, inescrupulosidad, cinismo, etc.- que el libro no incluya ya, casi siempre en versiones más crudas y lapidarias que las de sus peores detractores.
Seis tomos (de un promedio de 700 páginas cada uno) son muchos tomos, pero no los suficientes, al parecer, para disuadir lectores (muchos de los cuales, además, no tienen la costumbre de leer). Por paradójico que parezca, es allí, en su instancia más libresca, donde Mi lucha se esfuma como libro y se vuelve nuestro otro yo: mascota, planta de compañía, electrodoméstico fiel, partner a prueba de balas. El hallazgo de Knausgaard es no haber poblado esa desmesura con grandes aventuras, coups de foudre, vueltas de tuerca dramáticas o prodigios vitales (todos esos énfasis con los que identificamos lo novelesco), sino, al contrario, con la más pura e irredimible nimiedad, esa misma espuma de los días que durante décadas fue patrimonio casi exclusivo de la televisión. Cuando narra la limpieza de la casa familiar tras la muerte del padre, Knausgaard es admirable. Cuando narra el enésimo cumpleaños infantil al que lo condenan sus hijos es adictivo. Un tomo de trivialidades sería una torpeza o un gesto literario. Desplegado en seis, en miles de páginas, en toda una década, lo trivial pasa a ser otra cosa: una experiencia inmersiva y tautológica. Como la vida misma, que, como sabemos, "es lo que es".
Mi lucha no inventó la autoficción. El concepto es de los años 70, y Annie Ernaux, Hubert Fichte, Hervé Guibert y Enrique Vila-Matas llevaban años trabajándolo cuando Knausgaard arremetió con su saga solipsista.
Pero mientras Ernaux, Fichte, Guibert o Vila-Matas pensaban formas de hacer entrar el mundo “auto” en la ficción y perturbar sus fronteras, Knausgaard intenta ver hasta qué punto es posible eliminar la ficción y dejar el mundo “auto” solo, reduciéndolo a una dimensión -la trivialidad- e inscribiéndolo en un formato -la serie- que prometen juntos algo extraordinariamente ambicioso y modesto a la vez: la posibilidad de seguir una vida. Mi lucha es el libro de la década porque escribe la relación de dependencia que tendemos a tener con cualquier máquina que nos proporcione ininterrumpidamente materiales de vida cotidianos, reconocibles, sin otro maquillaje que el que prescriba la Honestidad, sin pedirnos a cambio otro compromiso que el de mantenerla encendida.