La hipocondría está dando vueltas por las casas del mundo. Recién ahora, después de tanto tiempo, me pregunto si es una enfermedad, un trastorno o un fenómeno. La RAE la define como: “Afección caracterizada por una gran sensibilidad del sistema nervioso con tristeza habitual y preocupación constante y angustiosa por la salud”. Esa explicación, que también es un relato, es suficiente para mí. De alguna manera es retrato del fundador de esta manía en mi familia: mi papá.
Es sabido que la pandemia incrementó el uso de los medios de comunicación. Cuando me siento con ánimo llamo a mi papá y la conversación supera la hora. La última partió así: “Hola hijo, más o menos, fui a la farmacia y volví con las rodillas en la mano, esta casa es muy húmeda, cuando respiro me suena un pito, tos productiva hijo, me compré Ambroxol, ¿no tienes de casualidad algún salbutamol que le haya sobrado a las niñitas”. Si le falta algo se lo llevo a cambio de la receta que se consigue con un amigo, con ella compro mis remedios. Le digo que, a su edad, es normal que le duela todo, para llevar su preocupación al terreno del humor. Antes que pueda responderme me despido y me voy.
Las primeras semanas de cuarentena fueron una tortura, cuando mi papá me llamaba esquivaba el bulto de su cúmulo de síntomas con una emergencia laboral o doméstica —”te llamo de ahí”—. Además, por mi lado, cada mañana amanecía pensando que me había contagiado al sentir un pequeño dolor de cuello o una leve jaqueca. Tal vez, obviando el miedo, lo peor es tener que guardarse el malestar para no preocupar o hacer el ridículo. El antídoto fue el termómetro y la cerveza. El incremento en el consumo de alcohol es real: doy fe de fotos de vasos servidos al mediodía en varios chat grupales y de personas que conozco de cerca que no acostumbraban a aferrarse al alcohol y ahora lo tienen en el listado de la primera necesidad.
Ha pasado mucho tiempo de esas dos primeras semanas. No sé si se puede hablar de “hipocondría saludable” a ciertas medidas que tomamos a nivel familiar. Sumamos al ejercicio físico una dieta y un consumo de alcohol destinado a ciertos días, una triterapia detox homeopática, vitaminas y tranquilizantes naturales. Un cerro de cosas, sobre todo para mí, que además tomo atorvastatina y clonazepam. La semana pasada, absoluto exceso: tenía un fuerte dolor de pecho —que asumí de inmediato como Covid— que resultó ser, felizmente, una tensión muscular intensa que me agarró desde la espalda hasta la caja torácica. Sumé por tres días Ibuprofeno de 600 y relajante muscular Tensodox luego de consultar con un doctor.
Pareciera que soy el único trastornado, pero he visto cosas parecidas en otros miembros de mi familia: dolor de espalda, dolor de cabeza —sobre todo después de ir al supermercado—, cansancio crónico, tanto físico como emocional, dolor de cuerpo, pero el termómetro, que parece ser la verdad, nunca ha marcado fiebre. La teoría de mi mamá es que tuvimos Covid en febrero —nos dio gripe en distintos momentos—, la mía es que aún no nos da, aunque preferiría pensar que somos asintomáticos. Recuerdo fiestas familiares —esas que tanto extrañamos—. Cada vez que a alguien le dolía algo se acercaba a mi papá. Este abría su chauchero y pasaba ranitidinas a la que le dolía el colon, clorfenamina maleato al que le había dado alergia algún marisco, un Zolben al que le venía resaca anticipada. Que desesperación no tener la pastilla que alivie este malestar mundial.