Tengo un vecino que vive justo enfrente de mi casa y al que le digo Wes Anderson. Lo hago a sus espaldas, él no sabe que le puse ese apodo, pero no creo que se ofenda si algún día lo descubre. No sé cómo se llama. Le digo así porque parece un personaje de una de las películas de Anderson: siempre usa un gorro de lana, incluso en verano, se viste con una ropa que está entre lo hipster y lo ridículo (siempre parece recién salido de un thrift store) y sobre todo tiene una forma de mirar un poco perdida, una mirada que antiguamente hubiéramos calificado como "soñadora" y que me recuerda inmediatamente a los antihéroes de las películas del director. Sé que no soy el único. Hay una cofradía de personas sueltas que anda por la vida buscando momentos-Wes-Anderson que, como la poesía, no se pueden describir pero se reconocen. ¿Hay ahí un triunfo incuestionable para un cineasta, para un artista? Un artista puede ser bueno o malo, pero si es identificable ya tiene medio partido ganado.
Wes Anderson hizo una transformación paulatina pero sostenida de un cine de guión a un cine visual, si esas categorías se pudieran pensar así, como planetas separados. Sus primeras películas —Bottle rocket, Rushmore—, tienen incluso alguna rémora de Woody Allen: mucho diálogo, una imaginación al borde del delirio, personajes raros, emociones bien expuestas al frente y un coqueteo con lo incómodo. Para muchos The Royal Tenenbaums, su tercer trabajo, sigue siendo su mejor película porque es ahí, justamente, donde encontró el punto exacto de madurez y el equilibrio entre un cine de guión y su obsesión casi patológica por el encuadre y la decoración visual. The Life Aquatic es todavía una gran película, que tuvo además el acierto del soundtrack, con las canciones de Bowie interpretadas por Seu Jorge. Pero luego es como si Anderson se hubiera vuelto un poco loco con las simetrías y los miles de detalles visuales y su cine se resintió. Un crítico venenoso espetó: "Anderson, como cineasta, es un buen decorador de interiores". Algunos de sus seguidores abandonaron el barco; otros, fieles, fans, se radicalizaron y dicen que sus últimas películas son las mejores justamente porque pisó el acelerador y se desprendió de las estructuras más clásicas, más rígidas. Se liberó.
El escritor norteamericano-argentino Andrés Hax deslizó alguna vez una tesis arriesgada pero interesante, según la cual Wes Anderson sería el continuador natural del mundo literario y conceptual de J. D. Salinger. Más allá de ciertas similitudes temáticas y formales que menciona Hax, como la predilección por armar familias grandes (los Glass de Salinger; los Tenenbaum de Anderson), la clave parece estar en esto que dice: "hay muy pocos artistas que logran que sus obras parezcan artificiales y reales al mismo tiempo. Salinger y Wes Anderson comparten esta característica. Desde afuera, se manifiesta como una estética (verbal o visual); dentro de la obra, se demuestra luchando contra la certeza que el arte es falso, que el realismo es imposible. Aceptando esto crean personajes y situaciones que no tienen nada que ver con la vida real, que no intentan ser reales. Y sin embargo, por el truco de su arte, por el trabajo de su arte, terminan creando personajes que, en nuestras memorias, son tan reales como cualquier persona de carne y hueso que podemos decir que conocemos".
Anderson es un autor que trabaja directamente sobre la noción de artificio, al punto de que, en sus pasajes más radicalizados, pareciera un artista conceptual. En Gran hotel Budapest hasta los escenarios reales en los que se filmó (calles angostas de pueblos europeos) parecen convertidos, deliberadamente, en escenografías. Anderson como cineasta instagramer: su "filtro" modifica la realidad. Pero el mismo efecto se aplica también a las actuaciones y allí donde podría haber naturalidad, Anderson "teatraliza". Siempre que vemos una de sus películas el artificio está en primer plano, como un Magritt al revés que parece decirnos: ESTO ES UNA PELÍCULA.
Hay artistas que aspiran a la perfección, y este también es su caso. El problema es que la perfección no es un lugar posible y se parece más a un espejismo, a esos charcos de agua que se forman en la ruta en los días de sol y a los que nunca podemos alcanzar. En esa búsqueda imposible se va la vida del artista, y finalmente ahí está su goce, por decirlo en términos psicoanalíticos. Otros, en cambio, también geniales, prefieren transitar el sendero de la imperfección voluntaria: Lou Reed, Roberto Arlt. Y acá vuelve Salinger, otro escritor de la perfección, que llevó tan al límite su síntoma que terminó dejando de publicar.
¿Cuánto de todo esto aparecerá en la película nueva de Wes Anderson? ¿Cuántos centímetros más habrá corrido el límite de su alucinación cinematográfica, de su empecinamiento formal? Dentro de poco lo sabremos. Quizás el día del estreno me lo encuentre a mi vecino en la primera fila de la sala, con su gorro de lana bordó, abstraído en el laberinto de una película de cuatro horas.