Dormir mal se ha vuelto un asunto común. Sufrir de insomnio, despertar sobresaltado y tener pesadillas son percances habituales, propios del encierro. Pasar las noches se ha convertido en un trance. Nada grave respecto del dolor que sufren los enfermos, pero sí un problema que empieza a mermar el ánimo y la concentración. No es lo que me pasa, soy desvelado. Conozco los ángulos de la oscuridad. Los estados crepusculares desatan fantasías de las que solo se sale al despertar. Cambian el tono de la realidad, la superponen con imágenes que provienen de los subterráneos de la mente. El deseo y las pérdidas, anteriores a la inconsciencia del que duerme, aparecen cuando se cierran los ojos. Se trata de breves episodios con sensaciones de verosimilitud que perturban.

Consumir un somnífero es la solución para evitar estos trances que adoptan los desesperados. En las farmacias están agotados una serie de remedios que ayudan a paliar la ansiedad y a caer por fin en la inconsciencia. Descansar, perder el control y abandonarse son necesidades apremiantes que urgen y horadan la psiquis cuando no se logran. En exceso pueden distorsionar la existencia, cuestión que padecen los adictos a la cama. La novela Mi año de descanso y relajación de Ottessa Moshfegh narra justamente lo que sucede a una joven y atractiva mujer que se encierra en su departamento en Nueva York con una gran cantidad de fármacos, agobiada y exhausta por su falta de voluntad. Es un libro extraño, escrito con una soltura envidiable. Lo leí tiempo atrás y lo he vuelto a tomar. Está lleno de hallazgos y entretiene. Habla de la evasión radical, fuera de todo juicio. La protagonista es cínica y penetrante en sus frases. Su capacidad para consumir drogas sin temor es alucinante. Cuando está despierta no tiene noción de sus actos, que van desde ver películas de Whoopi Goldberg y Harrison Ford, hasta comprar ropa íntima, tener sexo y escuchar a una amiga insoportable que dice estar muy preocupada por su conducta.

Perder la conciencia, morir y quedarse dormido, están relacionados en lo intrínseco. Lo que acontece a cada uno durante esas horas es un misterio. El viaje a los infiernos es una de las metáforas recurrentes para describir lo que ocurre mientras estamos en vela. En la Eneida se narra en su canto VI la visita de Eneas a la ultratumba. Es un pasaje superior a nivel poético. Los versos: “Ibant obscuri sola sub nocte per umbram” son un ejemplo de la inmensidad de Virgilio. El sonido perfecto de estas palabras evoca más que su eventual traducción: “Iban oscuros bajo la solitaria noche por la sombra”. Leer ahora un clásico de esta envergadura da, al menos, el aliento de encontrar un espejo donde apreciar la pesadilla que vivimos. Un mundo con gente que pasea enmascarada, lejos unos de los otros, con miedo al contagio de una enfermedad y al sufrimiento, es decir, una descripción de la zonas que recorren Virgilio y Dante. Llegó la hora de leerlos en clave realista, han abandonado su aura metafísica.

No todos los sueños son desvaríos angustiantes. Algunos tienen la suerte de refugiarse en la sombra placentera del silencio. O viajan por sus biografías de forma recurrente. Reviven momentos tenues con una emoción no reprimida, con más sensualidad. Visitan los paraísos mentales del erotismo involuntario que puede convertir una noche en una pasión absoluta de la que no se quiere despertar.

El olvido de la noche durante el día es imprescindible para volver a enfrentar esa solución de continuidad. La experiencia onírica es enigmática. A veces tengo una resaca imposible de explicar. Surge cuando emerjo de la almohada con agitación. Intuyo que fui arrancado de un delirio en el que me sentía plácido o interesado. La interrupción la arrastro desde que amanezco como una grieta en mi carácter. Con los años he aprendido a disimular, aunque con escaso éxito.

Dormir con incertidumbre es un arte que se obtiene con el cansancio. Es difícil de practicar cuando la movilidad es casi nula. La falta de seguridad hace que las neurosis, las obsesiones se disparen junto al pensamiento mágico. Ante la falta de respuestas nacen las supersticiones. En vez de condenarlas, es hora de acoger la intuición salvaje que ayuda a mantener la subjetividad viva, a explicarse con mitos aquello que es indescifrable.

Acostarse es un ritual que cobra nuevas dimensiones. Sospecho que los exámenes de conciencia han sido modificados por la rutina y por la idea de que no hay futuro. Las culpas, las ambiciones, los deseos y los arrepentimientos postergados se revisan entonces desde una óptica que remece. Reducir a la sordina esas preguntas eternas, sin respuesta e insistentes es una práctica que se obtiene desconectando la mente. Es complejo, sin dudas, la soledad se cuela en esos instantes. Es difícil abandonarse. La impaciencia es un síntoma del presente.