El pejerrey puede ser el nombre de un país que no quiere reconocerse, pero cuya expresión en la línea da cuenta de una realidad que aqueja a Chile, país sodomizado por el neoliberalismo, que traduce sus prácticas en lo económico y en la apariencia. Las crónicas de Gabriel Zanetti entregan una mirada sin aspavientos ni cátedra, escritas como sintonizando un dial que no existe o se inventa en el recuerdo.
La crónica “Vivir en Santiago”, metonimia de ser chilensis, da en el hito: “Es la ciudad misma la que castiga”. El absurdo neoliberal llega a su paroxismo. Datos sobre el Divino Anticristo, el frío de los noventa, desastres naturales (solidaridad corporativa), eliminatorias sudamericanas, decesos trágicos de figuras televisivas, revelan un país en manos ajenas. Sin embargo, al mismo tiempo, generan una relación de mundo eternamente provincial. Zanetti señala nuestra marginalidad congénita, esa es nuestra cultura: locura por aislamiento, locura por aparente conectividad.
Hay una figura central, un portal, su abuelo Héctor Reyes, dedicatario del libro. Este personaje hace eco de Mistral: “Tengo el hábito del chileno viejo, de decir lo que pienso”. El abuelo es la profundidad de un país hecho de gestos y balbuceos, donde la intensidad es interior o hacia adentro, y siempre tiene que ver con el paisaje. Zanetti da con una consciencia que crece cada vez más: ¿qué significa ser chileno? Raúl Ruiz es uno de los máximos exponentes en el tema. La pesca parece ser una respuesta, al menos una aproximación: “Como si el nylon o el anzuelo te conectaran a una red desconocida o ignorada”.
El pejerrey es un libro que se opone a cualquier tendencia y nos ofrece postales como spam de un mundo casi lárico (los noventa están allí no más, remercantilizados). Casi porque no hay idealización, esa neblina posdictadura habla por sí sola en una prosa austera, a la chilena, cuyo sinónimo debiera ser “realismo”, arrastrando una crítica inmensa al conformismo que impera en este fundo. La situación pandemia lo confirma. En su resplandor al salir del agua, el pejerrey “nos revela el secreto que no queríamos recordar”. Por otra parte, escribir puede ser aprender a pescar. Estar solo, sumergido en variedad de ninfas.
Estos textos recuerdan las aguafuertes simmelianas, donde encontramos la fricción de lo que se “moderniza” y lo que queda a la zaga, las imágenes de este desfase, sobre todo en el tercer mundo aspiracional, donde “la riqueza de las cosas no sólo reside en lo que estas poseen, sino también en lo que les falta”, como escribe el alemán. Esto, contrastado con la precisión lumínica con que retrata a la cultura de repuesto que subyace al extractivismo de la vida, recuerda a las pinturas de Georges de la Tour: “personas juntan agua, el padre de familia saca la radio a pilas del cajón y sintoniza la Cooperativa o la Bío-Bío, una madre reúne a los niños, alguien enciende velas y las pone sobre la mesa”.