Había una vez… en Hollywood (2019) es una película de —casi— tres horas que trata sobre cómo, el año que se estrenó Easy rider (1969), un doble de acción y un actor en caída libre por la ladera de su carrera, unidos por la escasa suerte, reescriben la historia de Sharon Tate.
No hay más fondo que ese pero termina dando lo mismo: Había una vez… en Hollywood es una película de forma, una orgía visual de una densidad notable, con tanto guiño cinematográfico y musical que se transforma en un pastiche intenso —digno de seguir con la ayuda de Shazam—.
La película —disponible en el reforzado catálogo de HBO GO— es un tributo al cine western y de artes marciales, así como al bélico, negro y, cómo no, a la marca de fábrica: esa violencia profunda, inquietante si se quiere, del cine de Quentin Tarantino. Un ADN que asoma desde una condición tan humana como primigenia: sobrevivir. Es Margot Robbie yendo a un cine para verse a sí misma. Es Leo DiCaprio aferrándose a lo que sea para sobrevivir, en el ocaso de su esplendor, apenas contenido por Brad Pitt bajo el tibio sol setentero en California.
Hay algo importante en Había una vez… en Hollywood. A la manera de Roger Ebert, la última película del director de Jackie Brown y Kill Bill toma el pulso del sueño de toda una nación: “Si prestas suficiente atención a las películas, ellas te dirán qué desea y qué teme la gente”.
Libre de grandes efectos especiales y con una trama salpicada de vísceras, la médula de la película es el celuloide palpitante, uno con vida propia fuera de las salas y las habitaciones del streaming: dan ganas de conversar sobre Había una vez… en Hollywood.
Tarantino, decía Fuguet, tiene la suerte de querer rodar cintas de época que desean ser clásicos y aun así arrasar en la taquilla. Yo le agregaría el cuidado por sus bandas sonoras, un trabajo de joyería que parece ser tan importante como sus historias.
Casi siempre conformados por canciones preexistentes, los soundtracks de Tarantino son los culpables del hormigueo en la espina dorsal, la anécdota que refleja la madera de la que está hecho el cine de su director.
Antes de la paternidad y antes de mudarse con su actual pareja a Tel Aviv, el director se reconoció alguna vez como un melómano. En su hogar de entonces, ubicado en lo alto de las colinas de Hollywood, guardaba una habitación dedicada exclusivamente a sus discos, los cuales ordenaba por géneros y subgéneros.
La pieza, donde incluso mantenía una rocola, era una especie de santuario al momento de trabajar, un espacio que él mismo describió como parecido a "una tienda de vinilos de segunda mano".
“Cuando se me ocurre una idea, voy hasta esa habitación en busca de música para darle personalidad, espíritu y el ritmo que quiero para la película”, contó al programa Music in Films, “me gusta imaginarme una escena desde la perspectiva del espectador sentado en la sala de cine, y hay canciones que permiten cerrar los ojos e imaginar esas escenas”.
En Había una vez… en Hollywood, más allá de lo obvio —Deep Purple, The Mamas and the Papas y Paul Revere—, fuera del cajón de la nostalgia —cada cortina radial de KHJ y el color de las canciones de Simon & Garfunkel—: están ahí Vanilla Fudge, esa catedral llamada “Out of time” de los Stones y un joven José Feliciano haciendo de Barry McGuire, que no es lo mismo pero es igual.
Lo importante es anotar que Había una vez… en Hollywood —fuera de cartelera, con el primer Oscar para Brad Pitt como Mejor actor de reparto y otro para el Diseño de producción a cargo de Barbara Ling y Nancy Haigh— se relaciona con la retromanía. Como propuso alguna vez Simon Reynolds desde otro apartado: esa adicción de la cultura pop —en este caso desde el cine— a su propio pasado.