En estos tiempos líquidos en que los roles de la mujer y del hombre se funden en las labores domésticas, las separaciones y los divorcios muchas veces se dan en el contexto de las interpretaciones de estos lugares. La frustración y el rencor de quien en mayor proporción le toca, por ejemplo, el cuidado de los hijos, o el mantenimiento del hogar —limpieza, lavado, a veces planchado, compras, cocina— han pasado a ser el principal motivo de las discusiones de pareja. No hay regla que logre medir lo que cada uno cumple respecto de lo que se acordó. Ni para evaluar si lo hace como debe. Tampoco es posible imaginar cuánto de eso aguanta cada uno de acuerdo al material del que se está hecho.
Los cuidados de un hijo hiperdependiente o hiperactivo acaban por menoscabar al progenitor a cargo que nunca se imaginó que estaba eligiendo dedicarse a lo insoportable. O lo que es más banal, cómo la cocina acaba por desmoralizar a cualquiera que no tenga mínimas aspiraciones (el refinamiento en esta área cruza a toda la sociedad que mira posibles mezclas en redes sociales y programas de TV). Otra cosa es cuál de los dos aporta más en lo económico y se arroga el derecho a cumplir con menos en lo doméstico.
En estos días de confinamiento esto se ha hecho más evidente. Queda perfectamente a la vista el tiempo que el otro le dedica a sus asignaciones, o la forma en que las cumple y por lo tanto se dan peleas en los distintos territorios del hogar cargando los espacios de sentimientos negativos. Algunas van declarando de a poco, en un desangramiento lento pero certero, un inminente fin de las relaciones. Es extraño que la pareja se desmorone por asuntos tan pedestres, cuando la relación se funda en el amor, o en el deseo, o en el respeto, o en la admiración, o en todo eso junto. Pero cuando el vínculo empieza a basarse en la culpa o en la falta, de forma permanente y majadera, al final se produce el desprecio: esa mirada insoportable, que es el elemento básico de todo quiebre matrimonial. Si antes primaban las separaciones por cansancio y rutina, o sumado a esto, por la necesidad física y emocional de separarse de quien te invisibiliza, hoy las más de las veces es la hipervisibilización (el otro puesto en evidencia), lo que presiona por anular el vínculo.
Cuando Rachel Cusk (1967) se convirtió en madre se dio cuenta que para todos quienes la conocían estaba representando un papel impropio; era como si le hubieran lavado el cerebro, como si la hubiera captado una secta. “Sin embargo, esta secta, la maternidad, no era un ambiente en el que yo pudiera vivir. No reflejaba en nada mi personalidad: sus prácticas, sus valores, sus códigos de conducta, su estética no eran los míos. También era genérica: como cualquier secta, pertenecer a ella exigía una renuncia total a la propia identidad”. Fue entonces cuando la autora resolvió dos cosas: “recuperé mi antigua identidad conjugada en masculino, y recluté a mi marido para que se ocupara de cuidar a las niñas. Él haría el papel de esa gemela femenina. Mi idea era que viviéramos juntos como hermafroditas, con una mitad masculina y una femenina los dos. Mi marido renunció a su trabajo y yo renuncié a la exclusividad de mi derecho maternal primitivo sobre mis hijas”. Pero no resultó.
Cusk nació en Canadá, pero a los siete años emigró a Inglaterra. Estudió en Oxford, se casó con el abogado y fotógrafo, Adrian Clark, tuvo dos hijas y a los 10 años se divorció. Cuando nacieron sus hijas escribió Life’s Work, una especie de queja en la que confesaba que había sucumbido al canto de sirenas: “Para ser madre tengo que dejar el teléfono sin atender, trabajo sin hacer, posponer reuniones. Para ser yo misma tengo que dejar que la bebé llore, prevenir su hambre, abandonarla de noche si quiero salir, debo olvidarla para poder pensar en otras cosas. Tener éxito como madre significa fracasar como individuo”. Su visión se interpretó como desagrado por los hijos y de frentón como que había que pensar bien si tenerlos. Lo que no se entendió, según la autora, es que simplemente estaba diciendo lo difícil que es conservar la identidad siendo madre. Los ataques duraron todo un año. Se le acusó de egoísta, irresponsable y pretenciosa. Sin embargo, los peores ataques vinieron de las propias mujeres a quienes tildó de hipócritas y mojigatas. El tono provocador e incorrecto que dicta Despojos. sobre el matrimonio y la separación (Libros del Asteroide, 2020) se debe precisamente al resentimiento que ellas le produjeron.
Una de la cosas que más molestó a los lectores de esta última obra fue que para la autora el divorcio en la sociedad contemporánea sigue implicando un retroceso en la civilización. “La nueva realidad”, era la expresión que oía a todas horas esas primeras semanas. “La gente la empleaba para describir mi situación, como si en cierto modo representara un avance, pero la verdad es que era una regresión: la vida había metido la marcha atrás. De repente no avanzábamos sino que retrocedíamos, volvíamos al caos”.
Aunque lo esperamos, Cusk no nos da detalles de su quiebre. Incluso escribe que no recuerda bien qué la hizo destruir lo que tenía. Solo sabemos que lo que sepultó su matrimonio fue asumir el rol masculino, legar el femenino a su marido y que él no lo cumpliera. “Éramos una pareja travestida, ¿por qué no? La diferencia estaba en que yo era mujer y hombre al mismo tiempo, mientras que mi marido -con buena intención- solamente hacía una… Al final resultó que yo no era un hombre: los hombres no hacen tareas ingratas. Y tampoco era una mujer: me sentía fea, porque las cosas de las que me ocupaba -la ropa sucia, la declaración del IVA -no eran agradables”. Lo peor es que los efectos de esta decisión de cambio de roles se mantendrían más allá del matrimonio: la ley le exigía seguir manteniendo al marido, quien postergó su carrera, posiblemente de por vida, como sentencia la abogada.
Hay una diatriba contra las mujeres que no trabajan tan furibunda que llega a ser sospechosa como defensa de su rol masculino por el que pudo haberse sentido juzgada. En primer lugar se distancia de las feministas cuando al jactarse de que nunca dependió económicamente de ningún hombre, se preocupa de aclarar que en su caso es una información anecdótica, que son las feministas las que tienen el rasgo de personalidad de señalarlo constantemente, pues son “artistas del yo”. Y luego comienza a analizar la forma de ser de las mujeres mantenidas, quienes normalmente viven a través de sus hijos: “esa impresión me da. El hijo se diluye en la madre a tiempo completo como un tinte de agua, no hay parte de ella que deje sin teñir. Los triunfos y fracasos del hijo son los triunfos y fracasos de la madre…el trabajo de la madre consiste en gestionar al hijo”. La visión de Cusk no solo es reduccionista sino que extremadamente moralista. Supone que una mujer que no trabaja es porque es excesivamente trabajadora y eficiente para el hijo, y no considera la posibilidad de que simplemente sea una floja o una vanidosa que deje al hijo jugar con alguna pantalla las 24 horas para poder dedicarse a su vigorexia, o a ver series de Netflix o volcarse a la vida social del teléfono. O que sea una persona normal que se aproveche de no trabajar para existir de otra manera.
Si bien va eludiendo lo que realmente nos interesa, que son los detalles íntimos, (y a ratos latea con otros temas), Despojos se detiene correctamente en los efectos del divorcio, el peor de todos, la pérdida de prestigio: “Viendo a las demás familias, tomo conciencia de nuestro estigma, de nuestra pérdida de prestigio: somos como una caravana de gitanos, aparcada entre las casas, itinerante, temporal. Veo que hemos perdido algo de protección. Veo que he cambiado un tipo de prestigio por otro, una escala de valores por otra. También veo que somos más abiertas, más capaces de recibir que antes”. El mayor mérito de Cusk es su aguda capacidad analítica, dolorosamente certera en especial cuando sus análisis bordean el género del ensayo, no por nada se educó en Oxford. Por ejemplo cuando escribe sobre la primera vez que vio a su marido después de la separación y se da cuenta de lo mucho que la odia. De esta simple observación surge una interpretación impecable respecto de las formas: “Nunca lo había visto odiar a nadie, era como si estuviera lleno de una sustancia que no era la suya”. El hombre había perdido la cortesía y la prudencia, se había roto el control de los impulsos y la educación que son el núcleo formal del matrimonio y de la relación: “Sin ellas, perderíamos nuestra forma. La forma es tanto seguridad como prisión, tanto protección como disimulo: la forma en definitiva oculta la verdad, igual que el cuerpo oculta el cáncer que acabará por destruirlo”, y lo que queda son los despojos de una construcción cultural que no ha conseguido superar la dictadura de la biología.