Anoche terminé Breaking Bad. El final me dolió. No solo porque es el final de una gran novela, sino porque Walter White muere solo, rechazado, no querido. La sociedad le quita toda legitimidad. Su inteligencia, todos sus sacrificios terminan en el tacho de la basura. La comunidad lo excluye. Su hijo y su esposa, ambos necios, cegados por la moralina americana, rechazan sus crímenes y le dan la espalda.
Sin embargo, superada esta sensación inicial de injusticia, lo que queda es el triunfo de Walter White. Un triunfo privado, no reconocido, y quizá por eso más valiosos. En una de las escenas finales, cuando su esposa lo increpa, expresándole el cansancio que le produce que él insista en justificar sus actividades criminales invocando a su familia, White responde: “No hice esto por la familia. Hice esto por mí. Lo hice porque me gustaba”.
Si esto no es un triunfo, puede que casi nada lo sea.
La última escena, un plano cenital de casi 90°, lo muestra baleado, agonizando, en el suelo. Hay sangre, pero pareciera no haber dolor. Perseguido por la justicia, odiado por su familia, Walter White muere en un laboratorio clandestino de anfetaminas. Es decir, muere en su territorio. ¿Hay una sonrisa justo antes de la muerte?
Como casi cualquier asunto importante, el triunfo de White no se despliega en la esfera social, y, desde luego, no requiere cariño, reconocimiento ni comprensión. Walter abraza su triunfo en la soledad de su mente, y se lo lleva consigo. ¿Acaso la existencia ofrece un consuelo más digno? Walter White se sale con la suya. Se permite, en la edad madura, sobre los cincuenta años, conocer la experiencia de la libertad, y morir como un gánster. La transformación del espíritu no requiere a la sociedad y su peso ridículo, malogrado, inerte. Un himno oscuro en favor de la libertad individual. Vive como quieras. Deja de ceder. Muere a tu modo. Y despídete tocado por la gracia.