Han sido tiempos duros para todos, pero los que están peor son los flaneurs, ese invento francés procesado por Walter Benjamin que le dio nombre a una nueva tribu urbana hace al menos dos siglos: el que le gusta callejear, el que camina por deambular, el que sale sin tener a donde ir, el que le gusta mirar, pasear más por galerías que por los parques, aquel que vaga sin plan previo. Un flaneur real no puede planear su paseo y por eso pedirle un salvoconducto es un atentado a su poética vital. Los flaneurs (callejeros, vagos, vagabundos les decían antes) tienden a ser gente que usa las experiencias vicarias para ir aún más allá: el que camina es porque tiene algo de poeta, piensa y se pierde, y por lo tanto son más adictos al cine, a los libros, a los conciertos, a los museos que el resto.
Si bien hay zapaterías, peluquerías y tiendas de papel mural abiertas, lo último que volverá es lo que une lo social con la cultura. Y ya está bueno que entendamos que cultura no es solamente las artes más cultas sino fuentes de soda con mucha mayonesa, bares infectos con poemas escritos en los baños, discos instaladas en cines viejos, fondas con anticuchos, para qué hablar de los recitales masivos, las charlas y ferias de libros, los encuentros deportivos y así. Durante los peores momentos de la primera oleada de la pandemia, todo se cerró menos los locales de primera necesidad. Es fascinante confrontar lo que para unos y para otros es básico, vital. Los mayores escándalos fueron por las fiestas Covid, pero hay algo fascinante en ser capaz, de manera errada o no, de comprender la pulsación de querer bailar, tomar, agarrar, mirar, copuchar, pelar, bailar. Hay algo puritano en los hábitos que debemos seguir para protegernos. Pero así son las cosas. It is what is, para citar tanto a Pacino como a De Niro en El irlandés. Sí: debemos cuidar nuestro cuerpo, que no se infecte. Todo ha sido bizarramente medieval. La trazabilidad puede fascinar a los que creen en las teorías conspirativas, pero el gran perdedor por ahora es aquello que, por un lado, no era de primera necesidad y, por otro, todo lo que implique el roce de cuerpos. Y no me refiero a lo obvio. De pronto, ir a una librería pequeña puede ser peligroso. Hubo una época en que se prohibía leer ciertos libros; ahora hay que entrar con cuidado. La cultura es un ente vivo y tiene que ver con el cuerpo, lo social, el encuentro. Todo lo corporal ha quedado en entredicho o en pausa. Nada de mover el cuerpo en gimnasios o haciendo deportes con otros. Los bares están clausurados no porque regresó la prohibición sino porque donde hay alcohol, hay gente. Ver espectáculos es posible en la medida que no uses tu cuerpo o te conectes desde tu casa. Lo social y lo colectivo se ha vuelto algo sospechoso e incluso peligroso, como lo más negro de la dictadura. Es cierto: sabemos que mucha gente concentrada en un lugar cerrado es epidemiológicamente peligroso, pero es imposible no ver, oler y sentir las metáforas que brotan al ver que una ferretería puede abrir y no un museo. Llevamos meses con toque de queda y con los derechos de movilidad y reunión congeladas o alteradas y al parecer hemos vuelto al apagón cultural. Todo lo que no es primordial se cierra.
Una de las preguntas que surgen es: ¿qué es lo primordial? Comer, por ejemplo, es algo que se hace adentro de la casa. Me recuerdan esas frases de abuelas: me parece estúpido pagar una fortuna por algo que yo puedo hacer mejor. A mi abuela le decíamos: no hay que lavar platos (no entremos en el tema del lavado de platos; auguro que habrá una gran revolución ligado a este tema, si pudiera adivinar invertiría) y se ve gente. Respondía vehemente: para qué quiero ver gente. Mi abuela hubiera gozado la pandemia. Contra los pronósticos, el acceso al 10% de lo acumulado en las AFP no derrumbó el país y, al parecer, está seriamente ayudando a reactivar la economía. Mucho plasma, dicen, mucho computador, mucho teléfono inteligente, insisten. Una de las razones que se argumentan en las entrevistas que le hacen a la gente en las filas es por qué un plasma era primera necesidad. Para escapar, para ver, para ser otro, para viajar, para ver sexo, deportes, programas de cocinas, programas de postres, programas de comida con cannabis para volarse, documentales acerca de comida callejera latinoamericana. Con los cines cerrados, el teatro cerrado, las arenas y lugares donde se toca música cerrados, hay un deseo primario, primal, incluso, de mirar, de consumir historias. Fue tal el odio, el desprecio, hacia el cine contemporáneo, que lo terminaron de cancelar. Pero en medio de la ira de los dioses, todo se vino abajo. ¿Las librerías volverán de otros modo o se leerá de otro modo? De nuevo: qué labor tiene la prensa, la crítica, las ferias en el mundo literario. Recuerdo una estupenda obra teatral que vi antes del estallido: Cualquiera puede ser un raro. No era adentro, era ambulante, era en la calle. ¿Es el teatro callejero lo nuevo? ¿O es vía Zoom? ¿Qué es, mientras ya empieza a florecer la primavera, lo que hacen en Zoom? ¿Es teatro, es cine, es literatura, es todo, es nada? ¿Importa? O quizás es muy pronto para rotularlo. ¿Es el futuro? ¿El futuro es algo del pasado o hay que resetearlo? Es esto un apagón o un renacer. Se pierde, se gana, siempre es así. La meta era: llegar a todos, esa siempre ha sido la meta comercial, pero ahora vemos que se puede llegar a muchos de forma individual. Por cierto: la experiencia es otra. Lo sé: no es lo mismo ver una cinta a solas o una obra de teatro por Zoom con tu pareja o lanzarse a bailar sin salir de casa con un playlist de tu club favorito, pero antes de sentenciar que es peor, creo que todos coinciden que al menos es distinta y capaz que, en ciertos casos, sea mejor. Nunca es malo recordar que el cine partió como una experiencia individual y capaz que ahí es donde termine.
Se puede llorar ante la idea de que el componente colectivo siga lejano (vamos a bailar como si fuera el 2029, cantaría Prince que ahora sí que lo necesitamos), pero hasta el más denso debe reconocer que peor hubiera sido no acceder a nada. Hasta el Teatro Municipal habla de desconfinamiento. Capaz que es lo que hay que hacer: desconfinar la cultura y llevarla a ese teatro callejero que debería ser para todos Los grandes estudios de Hollywood, que no dan puntada sin hilo, ya lo tienen claro: van a estrenar sus golosos regalos en línea. El cielo puede esperar, para citar a Warren Beatty en una comedia deliciosa, pero no todas las películas pueden o desean o deben esconderse en la bodega. Desde Mulán a Tengo miedo, torero prefieren vivir en un plasma o en un computador que infectarse en la sala de espera. La locura por no estrenar en una alfombra roja está llegando a su fin. Los festivales que no dejaban a cintas ligadas a Netflix competir están al menos dudando, mientras los que no le tienen miedo al futuro captan que es mejor empezar a abrazar el presente.
Ya está decidido: algunos de los grandes estrenos no podrán o no querrán esperar que se reabran los cines porque, maldición eterna, repito, todo lo ligado a lo cultural, ha quedado para el final, como siempre lo ha sido, pero ahora hasta lo no cultural (malas cintas de Disney, secuelas indignas, conciertos tipo karaoke, teatro comercial básico dirigido al público del rechazo) está siendo borrado de nuestra agenda. Y, al mismo tiempo, nunca se ha visto tanto cine o, como me sucede, a veces no soy capaz de ver nada porque quedo paralizado ante la oferta. Pareciera que hay más cine chileno que coreano. Ahora entiendo a dónde iban los Fondos de Cultura. Era cierto: nadie veía nada. ¿Por qué si los cines estaban abiertos? La pregunta que nadie desea hacer en el mundo cultural: qué hicimos mal. Qué no vimos. ¿Son necesarios los críticos de cine o lo que viene es el curador, el programador, el que te ayuda a elegir de todas las opciones de cine? Pasamos de la dictadura del estreno y del monopolio de las franquicias a optar por el nicho, por poder seleccionar y optar, por ser parte de la decisión y no estar obligado a ver lo que estaba en todas las pantallas. El ¿qué vemos? ahora no es tan fácil de responder. ¿Algo nuevo, algo viejo, algo raro, algo de un país del que no sabemos nada, algo que me tinca por el afiche como cuando íbamos a elegir un video y nos demorábamos horas. Leo que es imposible conseguir noches libres para alojar y pasar unos días en el último de los Blockbuster, ubicado en Bend, Oregon. Ahora entiendo por qué