No todas las estrellas de cine se crean del mismo modo, escribe enfático Michael Schulman en Meryl Streep (Península, 2018), una biografía en donde el editor de arte y espectáculos de The New Yorker relata cómo una joven recién graduada de la escuela de teatro de Yale, que va en bicicleta a todas partes, escribe un diario y dormita antes de actuar, se gestó y llevó a plenitud una de las carreras artísticas más reverenciadas de nuestro tiempo.
“Si se atrapa a todo Hollywood en ámbar y se somete a estudio —propone el biógrafo—, como si fuera un antiguo ecosistema enterrado bajo capas de sedimentos y rocas, se descubriría un entramado de jerarquías tácitas, ambiciones frustradas y concesiones disfrazadas de decisiones profesionales. El mejor momento y el mejor lugar para llevar a cabo esta investigación arqueológica sería, sin lugar a dudas, a finales del invierno boreal en el número 6801 de Hollywood Boulevard, donde se entregan los premios de la Academia”.
Schulman hace énfasis en la edición número 84 de los Premios Óscar, celebrada el 26 de febrero de 2012, desde una escena fuera del Teatro Kodak.
Los espectadores gritan desde las gradas mientras aguardan a un lado de un arco triunfal por el que van llegando los candidatos en una sucesión coreografiada.
Según relata el periodista, engominadas personalidades de la televisión aguardan con preguntas: ¿están nerviosos?, ¿es la primera vez que vienen?, ¿de quién van vestidos? Hay estrellas consagradas (Gwyneth Paltrow, con una capa blanca de Tom Ford), nuevas candidatas (Emma Stone, con un lazo rojo al cuello de Giambattista Valli más grande que su cabeza). Si uno se fija, también hay hombres: Brad Pitt, Tom Hanks, George Clooney. Por alguna razón, hay una monja.
Sin embargo, la mayor parte de la atención la acaparan las mujeres, y la nominada a mejor actriz está sometida a un escrutinio especial.
El último Oscar
La crónica de Schulman da cuenta de la presencia de Michelle Williams en la ceremonia, “con aspecto de duendecillo y un elegante vestido rojo de Louis Vuitton”, de la actriz Rooney Mara, “una princesa punk con un vestido blanco de Givenchy y un flequillo negro imposible”, de Viola Davis, “ataviada con un brillante vestido verde de Vera Wang”, y de Glenn Close, “nominada por Albert Nobbs, que parece taimadamente andrógina con un vestido de Zac Posen y una chaqueta de esmoquin a juego”, según anota el editor.
Sin embargo, la quinta nominada a Mejor actriz se lo va a poner muy difícil a las demás.
Según Schulman, “cuando llega, como un monarca acude a saludar a sus súbditos, su aspecto proyecta victoria. Meryl Streep viste de dorado”.
Lleva, concretamente, un vestido de lamé dorado de Lanvin, “que envuelve su cuerpo como la túnica de una diosa griega”, acota el periodista. Los complementos son igual de llamativos: “unos pendientes largos de oro, un minaudière de nácar y unas sandalias de lagarto doradas de Salvatore Ferragamo”.
Como señalan no pocos comentaristas, ella misma no parece muy diferente a un Óscar.
Catherine Kallon pregunta en un blog de moda: “¿Está de acuerdo en que nunca ha tenido mejor aspecto?”. Según Schulman, lo que se quiere insinuar es que no está mal para ser una mujer de entonces sesenta y tres años.
Sobre todo, el atuendo dorado dice una cosa: “Es mi año”. Pero ¿lo es? Pensemos en las probabilidades. Sí, ya ha ganado dos Óscar, pero la última vez fue en 1983. Y aunque ha estado nominada diecisiete veces, una cifra récord, también ha perdido en catorce ocasiones, lo que la sitúa cerca de Susan Lucci.
Meryl Streep está acostumbrada a perder en los Óscar.
Y pensemos en la película. Nadie cree que La dama de hierro, en la que interpreta a una vociferante Margaret Thatcher, sea una joya cinematográfica.
Aunque su actuación tiene todos los ingredientes para ganar un Óscar —un personaje histórico, prótesis de envejecimiento, trabajo de acento—, se trata de las mismas cualidades que la han encasillado durante décadas.
A. O. Scott lo expresa de este modo en “Polarizing leader fades into the Twilight”, su crítica en The New York Times: “La señora Streep, con las piernas rígidas y los movimientos lentos, y oculta tras una tonelada de maquillaje geriátrico aplicado de forma discreta, ofrece una vez más una actuación técnicamente impecable que también parece revelar la esencia interior de una persona famosa”. Palabras bonitas, pero que, hiladas, revelan cierto cansancio.
Mientras arrastra a su marido, el escultor Don Gummer, por la alfombra roja, un reportero de espectáculos le pone un micrófono en la cara.
—¿Se pone nerviosa en alfombras como esta, aunque sea una profesional?
—Sí, tendría que oír mi corazón, pero no tiene permiso —responde secamente.
—¿Lleva algún amuleto de la suerte? —insiste el reportero.
—Sí —responde de forma algo impaciente—. Llevo unos zapatos de Ferragamo porque él fabricó todos los de Margaret Thatcher.
Mientras se vuelve hacia la gente que la mira, hace un pequeño baile con los hombros y el público la aclama entusiasmado. A continuación, toma de la mano a su marido y se dirige hacia el interior.
No serían los premios de la Academia si no fueran interminables. Antes de poder descubrir si es la mejor actriz del año, tendrá que soportar una serie de formalidades.
Billy Crystal hará su numerito (“No hay nada mejor para aliviar los problemas económicos del mundo que ver a los millonarios regalarse estatuillas doradas unos a otros”). Christopher Plummer, a sus ochenta y dos años, se convertirá en la persona de más edad nominada en la categoría de mejor actor secundario (“Cuando salí del útero de mi madre, ya estaba ensayando mi discurso para la Academia”). El Cirque du Soleil ofrecerá un tributo acrobático a la magia del cine.
Finalmente aparece Colin Firth para presentar el premio a la mejor actriz.
Cuando recita los nombres de las nominadas, Meryl respira profundamente mientras sus pendientes dorados bailan sobre sus hombros. Proyectan un breve vídeo de Thatcher reprendiendo a un dignatario estadounidense (“Y ahora haré de madre. ¿El té cómo le gusta, Al?”) y a continuación Firth abre el sobre y dice con una sonrisa:
“Y el Óscar es para Meryl Streep”.
La mejor actriz viva
El discurso de aceptación de Meryl Streep es una obra de arte en sí mismo, califica el autor de su biografía.
“A un tiempo espontáneo y preparado, humilde y altivo, agradecido y displicente. Obviamente, el hecho de que haya pronunciado tantos es parte de la gracia. ¿Quién, salvo Meryl Streep, ha ganado tantos premios como para que la autocrítica despreocupada se haya convertido en su gag habitual? Es como si el título de mejor actriz viva estuviera ligado a ella como el de reina de Inglaterra a Isabel II”, dice en el libro.
Los superlativos se adhieren a ella fácilmente: “es una diosa entre los actores, capaz de meterse en cualquier personaje, de sobresalir en cualquier género y también, por supuesto, de clavar cualquier acento”, sugiere Schulman.
Según el periodista, lejos de caer en la habitual obsolescencia después de cumplir los cincuenta años, Streep ha desafiado los cálculos de Hollywood y logrado un nuevo hito en su carrera. “Ninguna otra actriz nacida antes de 1960 puede conseguir un papel a menos que Meryl lo haya rechazado antes”, anota.
Desde sus primeros papeles a finales de los años setenta, es famosa por las pinceladas infinitamente matizadas de sus caracterizaciones, sugiere el autor de la biografía. “En los ochenta fue la heroína viajera de dramas épicos como La decisión de Sophie (1982) y Memorias de África (1985). Insiste en que los noventa fueron un paréntesis (fue nominada cuatro veces a los Óscar). Le gusta señalar que, el año en que cumplió los cuarenta, le ofrecieron la posibilidad de interpretar a tres brujas diferentes —escribe Schulman—. En 2002, protagonizó la inclasificable El ladrón de orquídeas de Spike Jonze. La película pareció liberarla de la rutina temporal en la que estaba inmersa. De pronto podía hacer lo que quisiera y hacerlo como si se tratara de una broma”.
Cuando al año siguiente ganó el Globo de Oro, parecía casi perpleja. “¡Oh!, no he preparado nada porque no gano nada más o menos desde el Pleistoceno”, dijo mientras se tocaba con los dedos el flequillo sudoroso.
En 2004, cuando ganó un Emmy por la adaptación televisiva de Ángeles en América, de Mike Nichols, su humildad se había convertido en un travieso exceso de confianza (“Hay días en que pienso que estoy sobrevalorada, pero hoy no”).
Los éxitos y el tono irónico de los discursos de aceptación se sucedieron: un Globo de Oro por El diablo viste de Prada (“Creo que he trabajado con todos los aquí presentes”), un premio del Sindicato de Actores por La duda (“¡Ni siquiera me he comprado un vestido!”). No tardaría en dominar el arte de competir con su propia popularidad, socavando su supuesta superioridad al tiempo que la exhibía abiertamente.
Por eso, cuando Colin Firth pronuncia su nombre en el Teatro Kodak, es un regreso a casa gestado durante tres décadas, una señal de que la rehabilitación profesional que había comenzado con El ladrón de orquídeas ha alcanzado su cenit.
Al oír el nombre de la ganadora, se lleva la mano a la boca y niega con la cabeza como si no diera crédito.
Con el público en pie, da dos besos a Don, toca su tercer Óscar y retoma la consagrada tradición de restarse importancia.
El emocionante discurso de Meryl Streep
“Oh, Dios mío, vamos…”, empieza diciendo mientras intenta silenciar al público. A continuación se ríe de sí misma: “Cuando escuché mi nombre, tuve la sensación de que medio Estados Unidos decía: ‘¡Oh, no, ella otra vez! ¿Vamos, por qué? Ella… otra… vez’”.
Por un momento parece que realmente le afecta la idea de que medio Estados Unidos esté decepcionado. Entonces se ríe burlonamente y dice: “Pero… da igual”.
Tras haber roto la tensión con una impecable broma, pasa a los agradecimientos. “En primer lugar, quiero dar las gracias a Don —dice afectuosamente— porque, cuando das las gracias a tu marido al final del discurso, lo tapan con la música, y quiero que sepas que lo que más valoro en nuestras vidas me lo has dado tú”. La cámara enfoca a Don, que coreográficamente se lleva la mano al corazón.
“Y en segundo lugar, a mi otro compañero... Hace treinta y siete años, en mi primera obra de teatro en Nueva York, conocí al gran peluquero y maquillador Roy Helland, y hemos trabajado juntos casi continuamente desde el día que nos vimos por primera vez. Su primera película conmigo fue La decisión de Sophie y me ha seguido acompañando hasta esta noche —se le quiebra la voz durante un instante— en que ha ganado por su maravilloso trabajo en La dama de hierro, treinta años más tarde”.
Con una seguridad thatcheriana, Streep subraya cada palabra con un golpe de karate: “En cada película desde entonces”.
Vuelve a cambiar de tono y continúa: “Quiero dar las gracias a Roy, y también quiero dar las gracias porque entiendo que nunca volveré a estar aquí —lanza una mirada de reojo casi imperceptible que parece decir: ‘bueno, ya veremos…’—. Quiero dar las gracias a todos mis colegas, a todos mis amigos. Los veo ahí sentados y veo mi vida ante mis ojos: mis viejos amigos, mis nuevos amigos”.
Su voz se suaviza a medida que se acerca al gran final: “Realmente es un gran honor, pero lo que más cuenta para mí es la amistad, el cariño y la felicidad que hemos compartido haciendo películas juntos. Amigos míos, los que se han ido y los que siguen aquí, gracias por esta carrera inexplicablemente maravillosa”.
Al decir “los que se han ido”, la actriz mira hacia arriba y levanta la palma de la mano hacia el cielo o, al menos, hacia el sistema de iluminación del Teatro Kodak, donde acechan los espíritus del mundo del espectáculo.
Puede que tenga en mente algunos de sus fantasmas. Su madre, Mary Wolf, quien murió en 2001. Su padre, Harry, que murió dos años más tarde. Sus directores: Karel Reisz, que la eligió para La mujer del teniente francés; Alan J. Pakula, que la convirtió en la estrella de La decisión de Sophie.
Sin duda piensa en Joseph Papp, el legendario productor teatral que la sacó del anonimato tan solo unos meses después de que acabara sus estudios en la escuela de arte dramático.
Sin embargo, cuesta imaginar que en este momento, tras alcanzar otro hito en su carrera, no piense en sus orígenes y en sus comienzos, tan ligados a John Cazale.
Han pasado treinta y cuatro años desde que lo vio por primera vez y treinta y seis desde que se conocieron interpretando a Angelo e Isabella en una puesta en escena de Medida por medida de Shakespeare en el Parque. Noche tras noche, en medio de aquel sofocante calor estival, le suplicaba que mostrara clemencia por su hermano condenado:
“¡Perdónalo, perdónalo! No está preparado para la muerte”.
John Cazale fue uno de los grandes actores de reparto de su generación y es uno de los más olvidados. El inolvidable Fredo de las películas de El Padrino fue el primer gran amor de Meryl y su primera pérdida devastadora. De haber vivido más de cuarenta y dos años, su nombre podría haber sido tan famoso como los de Robert De Niro o Al Pacino. Pero se perdió tantas cosas. No la vio ganar dos Óscar cuando tenía treinta y tres años. No la vio envejecer y adquirir un aplomo regio. No la vio interpretar a Joanna, Sophie, Karen, Lindy, Francesca, Miranda, Julia ni Maggie.
John Cazale no vivió lo suficiente para verla en este escenario dando las gracias a sus amigos, a todos ellos, por esta “carrera inexplicablemente maravillosa”. Tras un último “gracias”, se despide y se dirige hacia los laterales, después de haber reafirmado una vez más su reputación.
Meryl Streep, la dama de hierro de la interpretación: indomable, indestructible, ineludible.
Pero no siempre fue así.
Los años que cambiaron a Meryl Streep
Cuarenta y dos años antes, Meryl Streep era una lúcida alumna del Vassar College que acababa de descubrir el atractivo del teatro. Según detalla su biógrafo, “su extraordinario talento era evidente para todos los que la conocían, pero ella no creía tener mucho futuro. Aunque poseía una belleza peculiar, nunca se vio a sí misma en el papel de ingenua. Su inseguridad jugó a su favor: en lugar de encasillarse en papeles femeninos tradicionales, podía interpretar a una extranjera, una excéntrica o una mujer corriente, sumergiéndose en vidas que no tenían nada que ver con su infancia en la suburbana Nueva Jersey. No tenía una belleza clásica al estilo de Elizabeth Taylor ni era una chica normal como Debbie Reynolds. Era todo y nada, un camaleón. Pero había algo que sabía: no era una estrella de cine”.
A continuación tuvo una serie de oportunidades con las que sueña cualquier actriz, aunque pocas poseen el talento natural para aprovecharlas. Según relata su biografía, a finales de los años setenta se había convertido en la estudiante modelo de la Escuela de Arte Dramático de Yale; o había sido protagonista en Broadway y en Shakespeare en el Parque; había encontrado y perdido al amor de su vida, John Cazale; había encontrado al segundo amor de su vida, Don Gummer, y se había casado con él, y había protagonizado Kramer contra Kramer, película por la que ganó su primer Óscar: todo ello en menos de diez vertiginosos años.
¿Cómo llegó hasta ahí? ¿Dónde aprendió a hacer lo que hace? ¿Es algo que se puede aprender? Las preguntas no tienen sentido aisladas: la década en que Meryl Streep se convirtió en una estrella fue un período apasionante e innovador para la actuación cinematográfica estadounidense. Pero sus grandes estrellas eran hombres: Al Pacino, Robert De Niro, Dustin Hoffman. En contra de su instinto, se incorporó al reparto de The Deer Hunter para poder estar con Cazale, enfermo, y pasó a formar parte de la pandilla de El Padrino. Sin embargo, fueron los matices y el talento dramático de sus actuaciones los que le permitieron conquistar ese lugar. Sobresalía en los estados intermedios: la ambivalencia, la negación, el arrepentimiento. El maquillaje y los acentos la volvían irreconocible. Y, sin embargo, en cada actuación se percibía un descontento interno, una negativa a interpretar una emoción sin matizarla con la emoción contraria. Su vida interior era dialéctica.
“Para mí es como ir a la iglesia —dijo en una ocasión sobre la actuación—. Es como caminar hacia el altar. Creo que, cuanto más se habla de ello, menos se entiende. Hay un montón de supersticiones. Pero sé que me siento más libre, con menos control, más susceptible”.
Su inmenso arte no carecía de detractores. En 1982, Pauline Kael, la heterodoxa crítica cinematográfica de The New Yorker, escribió sobre su actuación en La decisión de Sophie: “Como de costumbre, ha dedicado mucha reflexión y mucho esfuerzo a su trabajo. Pero hay algo en ella que me deja perpleja: después de haberla visto en una película, no puedo visualizarla del cuello para abajo”.
La frase se quedó grabada, al igual que la idea de que Meryl Streep es “técnica”. Sin embargo, como ella misma se apresura a explicar en el libro de Schulman, trabaja más a partir de la intuición que de una técnica codificada.
Aunque forma parte de una generación que se formó con el Método, basado en la idea de que un actor puede proyectar emociones y experiencias personales en un personaje, siempre se ha mostrado escéptica con respecto a la exigencia de que un actor se autocastigue.
Es, entre otras cosas, una artista de collage; “su mente es como un algoritmo que puede evocar acentos, gestos e inflexiones y agruparlos en un personaje”, apunta su biógrafo, “a veces no sabe de dónde o de quién los ha tomado prestados hasta que los ve en la pantalla”.
Alcanzó la mayoría de edad durante el ascenso de la segunda ola del feminismo, y su descubrimiento de la actuación estuvo unido a convertirse en mujer. Durante su época de cheerleader en la Bernards High School, se inspiró en las chicas que veía en las revistas femeninas. Su mundo se amplió en 1967, en el Vassar College, que por entonces era exclusivamente femenino. En el momento de su graduación, ya se permitía el acceso de los hombres a las residencias y ella había interpretado su primer gran papel en La señorita Julia de August Strindberg. Una década más tarde, en Kramer contra Kramer, encarnó a una joven madre que tiene la osadía de abandonar a su marido y a su hijo, y que más tarde reaparece y solicita la custodia.
La película era, en cierto sentido, una proclama reaccionaria contra la liberación de la mujer. Sin embargo, Streep insistió en convertir a Joanna Kramer no en una arpía, sino en una mujer compleja con aspiraciones y dudas legítimas, y casi se apropia de la película en el proceso.
“Las mujeres actuamos mejor que los hombres. ¿Por qué? Porque tenemos que hacerlo. Convencer a alguien más poderoso de algo que no quiere saber es una técnica de supervivencia, y es así como han sobrevivido las mujeres durante milenios. Fingir no es solo actuar. Fingir es imaginar posibilidades. Fingir o actuar es una habilidad vital muy valiosa, y todos lo hacemos todo el tiempo. No queremos que nos pillen haciéndolo, pero forma parte de la adaptación de nuestra especie. Cambiamos lo que somos para adaptarnos a las exigencias de nuestra época”, afirmó.
Los años que cambiaron a Meryl Streep, en los que dejó de ser una atractiva animadora para transformarse en la imparable estrella de La mujer del teniente francés y La decisión de Sophie, plantearon sus propias exigencias, demandas que también transformaron a Estados Unidos, a las mujeres y al cine. Según Schulman, “la historia de su ascenso es también la de los hombres que intentaron moldearla, amarla o colocarla en un pedestal. La mayoría fracasó”.
Luego sigue: “Ser una estrella nunca figuró entre sus prioridades, pero lo logró, y lo hizo a su manera, sin dejar que nada salvo su talento y su sobrenatural confianza en sí misma le allanaran el camino. Como le escribió a un exnovio en su primer año en la universidad: ‘Estoy al borde de algo aterrador y maravilloso’”.