Meses después del estreno de Citizen Kane, y cuando su segunda película, Los magníficos Amberson entraba la fase de montaje (que es donde se iba a producir la carnicería), Orson Welles vino a Río de Janeiro con la intención de rodar una suerte de docu-ficción que nunca vio la luz. It’s All True se iba a llamar. El proyecto sigue siendo una suerte de caja negra en la trayectoria del realizador porque junta intereses diplomáticos (Washington quería acercarse a la región mientras se desarrollaba la guerra), aspiraciones políticas (Nelson Rockefeller creyó que sería una buena plataforma para su carrera), facilidades para el rodaje ofrecidas por la dictadura de Getulio Vargas y una cierta irresponsabilidad del propio Welles para dejarse querer, cuando todavía podía cobrar dividendos de su genialidad. Welles llegó a Río, se fascinó con el carnaval, se lo comió, se lo fumó y se lo tomó todo, quedó impresionado con las tenacidad de los pescadores de las playas de Fortaleza y, después de mucho darle vueltas, pensó una película que iba a tener tres partes: una mirada al carnaval, otra dedicada a la dura vida de los pescadores y la última a una historia de amor entre un niño y un toro que terminaría con el animal entrando al ruedo en una plaza de toros de… ¡Ciudad de México!
La verdad es que nada rimaba con nada y el proyecto se hundió, después de muchos gastos, recepciones, fotos oficiales con el dictador y altos consumos en buenos hoteles. Se hundió como tantas otras iniciativas que su director nunca pudo llevar a cabo. Quizás qué hubiera salido de ahí. Da un poco de vergüenza ajena siquiera pensarlo. Las imágenes que sobreviven de la experiencia (y que se pudieron ver la semana pasada en el Sanfic, en el documental La balsa de Orson Welles, de Firmino Holanda y Petrus Cariry) son al mismo tiempo cándidas y patéticas. No por el hecho de ser Welles quien era el proyecto dejó de ser lo que es: el picnic de una celebridad de Hollywood en coloridos escenarios del Tercer Mundo.
Al cine siempre le costó encontrar dónde poner a los genios. Figuras descomunales como Welles, como Eisenstein, como Griffith o Abel Gance, pagaron precios enormes en términos de incomprensión. Con frecuencia por la estupidez del mundo o por la codicia de los productores. A veces también porque, como eran genios, no supieron adaptarse ellos a las circunstancias. Esperaban que las circunstancias se amoldaran a ellos.
La experiencia recomienda cautela -sí, mucha cautela- cada vez que aparece un genio en la pantalla. Cuando eso ocurre, o cuando dicen que eso ocurre (como ocurrió con Godard, con Béla Tarr, con Malick, Sokurov o, ahora último, con Kantemir Balágov) más vale no salir de noche porque de seguro vendrán patotas a imponerlos, fanáticos a exaltarlos y llorones a lamentar su destino. No hay caso: el cine es un arte más bien plebeyo y está mediado por tantas miserias y humillaciones que casi siempre termina siendo para los artistas superdotados una fuente recurrente de frustración.
Los mejores cineastas, al fin, no son los geniales. Son los que saben hacer, una tras otra, sin prisa pero también sin pausa, grandes e inolvidables películas. ¿Verdad Martin, verdad Clint?