Observo dos fotos de Djuna Barnes: una, es la del pasaporte de 1929. Sombrero, abrigo de piel, labios pintados. Actitud desafiante. Con una distinción que raya en la extravagancia. Es su imagen más conocida. Suele salir en la solapa de su novela gótica El bosque de la noche, uno de los libros más desafiantes, sofisticados y profundos que he leído. Fue publicado en 1936, en Londres. Al año, T.S. Eliot le escribiría un prólogo que destaca la envergadura poética de Barnes.
La otra foto, bastante más difícil de ubicar, la muestra hierática, con un pañuelo en el cuello, elegante, y con una ostensible mueca de decepción. Corresponde a los años en los que Barnes se mantuvo encerrada. Fueron cuatro décadas alejada de todo contacto.
¿Qué pasó, qué la llevó a cambiar tan radicalmente de vida? El misterio no está resuelto, aunque abundan las especulaciones. Hija de una familia poco convencional de Nueva York, se hizo periodista e ilustradora a los 20 años. Partió a París a realizar entrevistas a los escritores estadounidenses que se habían exiliado en Francia. Durante ese periodo fue una mujer de mundo, reina del descaro y el delirio de los años locos. Los diálogos y retratos de personajes que realizó están reunidos en el volumen Perfiles, donde aparecen desde Coco Chanel hasta James Joyce.
Alcohólica y con fuertes tendencias depresivas, intentó suicidarse en su apogeo, lo cual descolocó a sus cercanos y mecenas. Tuvo que volver de Londres a su casa. Desde ese momento no hizo más que caer: editó libros de escasa repercusión, compartió una pieza con su madre, hasta que en 1940 fue ingresada en una clínica de desintoxicación. Las leyendas le dan a su vida una dimensión de mito: Carson McCullers intentó visitarla en varias ocasiones, sin conseguir que Barnes las recibiese ni una sola vez. Llegó a acampar frente a su casa. Anaïs Nin la nombró en una narración, cuestión que le costó el saludo de Barnes. Despreció una serie de premios y homenajes. Cuentan que cuando la iban a ver se escuchaba: “Quien quiera que esté llamando al timbre, por favor, váyase al infierno”.
Lo importante es que las anécdotas sobre Barnes no fueron capaces de opacar El bosque de la noche. Escrita luego del abandono que sufre por parte de su pareja, Thelma Wood, una escultora con la que tuvo una relación de ocho años. El libro, en ese sentido, puede leerse como una carta de amor trastornado y doloroso. Barnes vivió su bisexualidad sin timidez. La palabra sufrimiento es la que más se repite en sus páginas.
La maestría y el ritmo de El bosque de la noche y los cuentos que componen El vertedero son difíciles de calificar, por su densidad lírica y su falta de respeto a los dictados clásicos sobre qué es una ficción. Barnes es barroca, dispersa, artificial y deliberadamente ambigua. La oscuridad está presente en sus textos a través de su uso del lenguaje. El discurso se diluye en la sucesión de imágenes y sonidos. Las descripciones terminan siendo tramas intensas sobre el deseo y sus dobleces. Es un estilo que cruza el monólogo interior con reminiscencias del Wilde más decadente y la tragedia isabelina.
Me sumerjo en El bosque de la noche cada cierto tiempo. Poco me importa su alambicada historia. Los parlamentos sustentan el relato. Leo fragmentos. O solo pasajes. Por ejemplo, cuando el exasperado Doctor O’Connor dice: “No somos más que piel al viento, con los músculos tensos contra la mortalidad. Dormimos sobre una interminable polvareda de reproches a nosotros mismos. Estamos colmados hasta la garganta con nuestras propias palabras para la desdicha. La vida, los pastos en que se nutre la noche, y que cercena para la obtención del bolo alimenticio que nos sustenta para la desesperación. La vida, el permiso de conocer la muerte”.
Dejarse llevar, entregarse a Djuna Barnes es esencial para acceder a las atmósferas y personajes cruzados por el morbo y la metafísica de los traumas. Cada una de sus frases intenta seducir por su potencia expresiva. Conocer su literatura es intimar con un estilo paródico, capaz de tocar el cuerpo a través de una imaginación sibilina. La prosa de Djuna Barnes arrasa con los límites estéticos y morales con ingenio y sensualidad. Desafía y cautiva. Ha urdido palabra tras palabra con dedicada perversión.