Fue una casualidad. Una tarde perdida durante los ochenta, un extraño golpeó la puerta de Pedro Lemebel. Era un muchacho que le solicitó un favor. El mozalbete no era un simple visitante, era un miembro del Frente Patriótico Manuel Rodríguez. Lucía algo urgido, y sin mayor rodeo soltó lo que tenía que decir.
“Llegó un joven tan buenmozo a pedirme que le guardara unas cajas con libros. ¡Y eran tan pesadas! En ese tiempo de urgencias los chicos del Frente no tenían prejuicios, porque no había tantas casas de seguridad”, recordó años más tarde el mismo Lemebel en una entrevista citada en No tengo amigos, tengo amores: extracto de entrevistas a Pedro Lemebel (Alquimia, 2018).
Primero fueron los libros, pero después ya le pidieron que guardara otras cosas, entre ellas, una que a Lemebel le llamó poderosamente la atención.
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El verse envuelto en esa particular situación con el joven frentista hizo que Lemebel comenzara a escribir las primeras líneas de una historia que le parecía interesante. Nacieron las primeras páginas, pero no avanzó mucho más y los papeles quedaron en barbecho.
Ocurre que a mediados de los ’80, estaba más concentrado en sus actividades de performance junto a Francisco Casas en el dúo Las yeguas del Apocalipsis, donde no solo desarrollaban travestismo, también actos con profunda crítica política. Como bailar cueca sobre un mapa de Sudamérica con pedazos de vidrio, lo que causaba el efecto de que el mapa quedase manchado con la sangre de los pies de Lemebel y Casas. Un llamado de atención ante las violaciones a los derechos humanos que ocurrían en el cono sur.
Aunque poco a poco, Lemebel comenzó a soltar su pluma y su escritura.
“Pedro empezó como cuentista, él tiene un libro que publicó en el taller de Pía Barros (Incontables, en 1986)”, señala la académica y crítica literaria Soledad Bianchi, quien no solo fue cercana al autor, también tiene una interesante colección de ensayos sobre su obra llamado simplemente Lemebel (Montacerdos, 2018).
Con el retorno a la democracia, Pedro Lemebel comenzó a perfilar su obra narrativa en el formato de crónica. Así, fue de a poco publicando escritos en diferentes medios como Página abierta, Punto final y La Nación.
La elección de este formato breve no fue al azar. A juicio de los expertos, es un género que le resultaba bastante funcional. “Pedro descubrió la crónica, posiblemente leyendo a Monsiváis –señala Bianchi–. Era un modo de escritura que le quedaba muy bien porque podía mezclar todos sus intereses y podía hablar de algo cotidiano, o contingente con sus chistes”.
El escritor y académico Juan Pablo Sutherland opina en esta misma línea. “Fue un notable cronista que se empina con figuras de la talla de Monsiváis, María Moreno o el mismo Perlongher, la crónica le acomodaba pues ese cruce entre el periodismo y la literatura le daba más posibilidades de salir de la ciudad letrada tan disciplinaria, esa catedral rancia de la literatura chilena decía riéndose”.
“[Pedro Lemebel] No quería quedar inscrito en los registros de novelista, cuentista, pues la crónica le permitía tener un desplazamiento nómade, eficaz críticamente y productivo para acicalar mejor su mirada ácida de cronista urbano”, agrega Sutherland.
Así, a punta de una narrativa desbocada, de mucho oído y muy personal, Pedro Lemebel comenzó a publicar sus primeros libros de crónicas urbanas. El primero fue La esquina es mi corazón (Cuarto Propio, 1995). Le siguieron otros que le comenzaron a dar notoriedad dentro del campo literario chileno: Loco afán: crónicas de sidario (1996) y De perlas y cicatrices (1998). Tanto así, que –a instancias de su amigo Roberto Bolaño– la editorial Anagrama reeditó Loco afán.
Además, en 1996 obtuvo un espacio en radio Tierra llamado Cancionero, donde mezclaba la lectura de sus crónicas junto con otra de sus pasiones, la música.
Y en eso estaba cuando llegó el año 2001.
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Un buen día, entre sus abanicos, collares, labiales, bases, sombras y delineadores que usaba para sus performances y para travestirse, Pedro Lemebel encontró unos viejos papeles. Curioso, los leyó.
En esas añosas páginas, unas veinte, que eran las que había dejado botadas en los ochenta, Lemebel ya tenía condensada una historia. Ahí tuvo la idea de terminar de escribirla, aunque, a diferencia de las crónicas que ya había publicado, decidió hacer algo más largo.
¿Fue su idea inicial hacer una novela? En sus palabras, el mismo autor de Mi amiga Gladys lo puso en duda.
“[Esos papeles] los encontré después, en los ’90, y me propuse hacer una crónica larga. Yo no sé si es una novela, ni me interesa tampoco que sea una novela. No quiero consagrarme en la catedral literaria con la novela. Yo creo en la escritura más que en los géneros específicos de la literatura”, señaló Lemebel en una entrevista con el programa televisivo Off the record.
Juan Pablo Sutherland tuvo la oportunidad de conocer al autor de Adiós, mariquita linda y rememora lo que le comentó. “Recuerdo que Pedro corrido la mitad de los 90 me comentó que estaba trabajando en unas 20 páginas que había encontrado y que podían alargarse”.
Ahora, para Sutherland, la intención de Lemebel fue siempre concluir lo que tenía en esos papeles antes que pensar en un género literario. “La historia ya estaba y lo que hizo Pedro fue tomarla desde la fuerza política amorosa que ya tenía, era un guiño con ese imaginario que ya estaba circulando y que él conocía muy bien. Decidió terminarla, más que escribirla como un proyecto de novela”.
Esa historia que ya estaba, era basada inicialmente en su encuentro con el joven frentista. Así, Lemebel desarrolló esta particular relación entre Carlos, el militante del FPMR, y una travesti vieja a la que simplemente le dicen “La loca del frente” en los días del atentado a Pinochet en 1986. Incluso, se dio maña para meter una especie de relato paralelo con la relación entre el mismo gobernante de facto con su esposa.
Al retomar esas 20 páginas, en la mente del autor, volvieron los recuerdos hacia esas tardes ochenteras cuando el muchacho del FPMR llamaba a su puerta y le pedía que le guardara cosas. Una de ellas, bastante particular.
“Un día llegaron con un tubo de acero enorme, me dijeron que eran unos manuscritos o algo así, y yo pensé que era como un condón de dinosaurio y lo puse a la sombra, por si acaso. Parece que ese fue el rocket que no estalló. ¡A lo mejor yo lo chingué!”, recordó Lemebel en el citado libro No tengo amigos, tengo amores.
Un folletín cursi
Tengo miedo torero, como se llamó el texto, terminó siendo una novela, pese a la intención inicial de su autor. Al menos, hay cierto consenso en los y las especialistas ante la pregunta de si es una crónica larga, o una novela.
“Yo creo que es novela. A mi modo de ver, no es de las mejores obras de Pedro Lemebel, ni cerca, pero es entretenida, tiene una cierta ternura que la gente no veía, sobre todo en los personajes políticos –argumenta Soledad Bianchi–. Rompe con esa mirada tan prejuiciada hacia lo homosexual”.
Bianchi agrega otro factor, la mayor llegada del formato a nivel masivo. “La crónica era considerada un poquito secundaria, a Pedro le venía como anillo al dedo para lo que se proponía, pero yo creo que también fue un intento de llegar a otra gente porque la novela es lo que se compra más, lo que se lee más”.
La académica de la UC, Rubi Carreño, también cree que es una novela. “Tiene elementos historiográficos que también estaban presentes en las crónicas, pero tiene una estructura de novela. Tiene elementos que podrían haber sido crónica, como el cumpleaños de Pinochet, por ejemplo, pero todo el devenir de la historia es una novela, por la extensión además, no hay una crónica de 206 páginas”.
Por su lado, Juan Pablo Sutherland tiene otra visión, para él, más que el formato, hay que pensar en la escritura. “Quizás está vendida al gran público y enmarcada como una novela, pero evidentemente la importancia no es tanto el género en que se pueda encasillar, más bien su presencia y fuerza radica en la tensión amorosa entre la loca del frente y cierta masculinidad revolucionaria, que está presente en la literatura latinoamericana”.
Sobre sus características, el autor de Papelucho gay en dictadura (Alquimia, 2019) hace incapié en un detalle. La referencia que Lemebel hizo a otras escrituras. “La historia le hace un guiño al folletín amoroso, a géneros bien bastardos, pero populares, masivos, pues está en el imaginario de lo popular, de los siútico, de la fotonovela, de lo cursi que le gustaba trabajar a Pedro de manera tan brillante escapando peligrosamente del lugar común y transformándola en una rapsodia del amor en dictadura”.
Acerca de ese guiño a las cosas cursis –que tanto le fascinaban–, y que está presente en Tengo miedo torero, el mismo Lemebel contó una anécdota en una entrevista citada en el libro ya referido. “Me tiré con esta novelita y me resultó. A Bolaño no le gustó. Le parecía una novelita rosa, un folletín. ¡Eso era, pues niño! ¡Un folletín cursi!”.
“Tengo miedo torero es casi un Corín Tellado que está escrito a ratos con un lenguaje muy cursi, intencionadamente cursi, quizás para contrastar o amortiguar la afrenta peligrosa del atentado”, agregó el mismo autor.
Soledad Bianchi plantea una observación particular: “Tengo miedo torero es una especie de intermedio entre El beso de la mujer araña y el cuento de Senel Paz, que después lo hicieron película y se llamó Fresa y chocolate. Yo la ubico entre esas dos”.
“La novela es bastante transparente, usa un lenguaje mucho más directo, más comunicacional que en las crónicas, que era un lenguaje bastante más complicado porque era reiterativo, porque era un poco más rebuscado –agrega Bianchi–. No eran frases tan simples. En ese sentido, yo creo que la novela le debe haber costado nada hacerla”.
Rubi Carreño rescata las miradas hacia el poder desde el particular punto de vista desde las disidencias sexuales y políticas. “Hay una sátira al poder, que es propio de toda la obra de Lemebel y estas parodias a las disidencias. La política que es ser del Frente y la sexual que es ser una loca, y que todo lo va transformando en belleza. Estos misiles que les va colocando un mantelito, está también la mirada del artista”.
La loca y lo político
La audiencia reunida en la Estación Mapocho no podía creer lo que veía, y menos lo que escuchaba. Corría 1986 y la oposición a Pinochet había logrado reunirse en una masiva concentración política, y tras varios discursos de serios dirigentes, apareció Pedro Lemebel ataviado con zapatos de taco alto y un curioso maquillaje en su cara: una hoz y un martillo que terminaban en su boca.
Con ese atuendo, Lemebel procedió a leer un manifiesto que se haría célebre. “Yo hablo por mi diferencia”, en él, denunciaría la homofobia que veía en el mundo de la izquierda, donde ninguna colectividad lo aceptaba.
Pero ese interés en lo político no se quedó solo en las performances, fue parte integral de la obra de Lemebel. Sobre todo en Tengo miedo torero. “En Yo hablo por mi diferencia, hace esa distinción con la izquierda, y en la novela es la imaginación, la fantasía del romance con la izquierda, que es un romance erótico también. Es más una fantasía”, señala Rubi Carreño.
“Evidentemente aparecen ciertas temáticas, como la temática política, que aparece en toda la obra de Lemebel –señala Soledad Bianchi–. Lo que pasa es que las crónicas respondían mucho más inmediatamente a hechos, en cambio, esto es algo que ya había pasado. Incorpora ciertos rasgos de su escritura pero no tan agudos como las crónicas: su deformación del lenguaje o su modo de expresarse es un poquito distinto”.
Juan Pablo Sutherland también ahonda en el punto de lo político. “Creo que es una dimensión más para pensar la utopía sexual en fricción con los proyectos de transformación social del país y de la izquierda. El punto llamativo sin duda es la fragilidad y el coraje y el amor de la loca del frente, cuestión que finalmente representa lo afectivo como un giro político”.
Ahora, Sutherland hace una acotación, reducir la obra de Lemebel solo a esta dimensión, y en particular a esta novela, no es lo adecuado. “Lemebel tiene un amplio repertorio de pliegues y dimensiones que no se agotan con Tengo miedo torero[…]El despliegue que Lemebel deslizó en su proyecto escritural es inmenso, quizás todavía falta mucho por volver a mirar, violencias sexuales, derechos humanos, cultura popular, oralidad urbana, épicas nocturnas, entre un eterno zigzagueo que nos dejó en la cultura chilena y latinoamericana”.
El homenaje a Sarita Montiel
La cantante española Sara Montiel era una de las referentes musicales de Pedro Lemebel. Es el título de una canción suya la que le da el nombre a la novela. Curiosamente, no conocía la canción y llegó a ella de una forma muy curiosa.
“Conversando con una travesti vieja que hacía el doblaje de la Sarita Montiel, me nombró la canción ‘Tengo miedo torero’. Yo no la conocía, ni siquiera sabía si existía o no, porque los travestis son bien fantasiosos. Pero me gustó. Y así titulé el libro. Más tarde me regalaron un casete con la música y supe que era real. En España han hablado de la canción como leit motiv de la novela”, contó Lemebel en entrevista citada en No tengo amigos, tengo amores.
Pero la canción de Montiel no solo sirvió para titular la novela, sino como una suerte de motivo asociado que hace mover la historia, porque es la contraseña que usan ambos protagonistas para comunicarse, en una época donde la clandestinidad imponía ciertos códigos.
“No era común usar nombres de canciones, pero la cabeza enamorada y homosexual de la Loca le propone este verso al chico del Frente Manuel Rodríguez. Y lo del miedo... todos teníamos miedo entonces y ese susto cotidiano se arrastra hasta el día de hoy, como trauma colectivo, sobre todo si pensamos que los coyotes de la Dina y la CNI andan sueltos”, recordó Lemebel en No tengo amigos, tengo amores.
Además, a Lemebel el nombre le gustaba porque le daba un misterioso e interesante carácter ambiguo. “Hay un doble sentido, ¿quién tiene miedo, torero? ¿Tiene miedo el toro del torero?, ¿o tengo miedo yo, que a ti, torero, te mate el toro?”, contó en la entrevista con Off the record.
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Con la novela ya en los escaparates, Pedro Lemebel hizo un balance de lo que significó escribirla. “Tengo miedo torero fue un desafío como novela, porque estoy más acostumbrado a los géneros fragmentarios. El desafío se ha visto cumplido y creo que ha logrado esa adhesión de una masa lectora de cuneta. Lo folletinesco de Tengo miedo torero ha hecho que ocurra esa entrada en el alma popular. Pero me da lo mismo que me ojeen en el Parque Arauco; en cambio sí me emociona que me lean en el Mercado Persa, porque la novela tiene una cierta complejidad”.
Lemebel tenía claro cuál era el destino que quería para Tengo miedo torero. “Más que súper ventas, yo espero que se entienda como un gesto de cierta homosexualidad que, sin esperar nada a cambio, puso el corazón junto a los débiles, a los oprimidos. Y más que un amor de pareja, o un amor imposible, es el tumbar de un corazón maricueca como un grito de alerta”, cuenta en No tengo amigos, tengo amores.
Soledad Bianchi pudo charlar con Pedro Lemebel y comentaron la recepción de la obra. “Me parece que le extrañó que tuviera tanto éxito, porque para él tampoco era lo mejor que había hecho”.
Y añade un dato revelador, una novela nueva que ya comenzaba a circular en la cabeza del autor de Serenata cafiola. “Él quería hacer otra novela, sino recuerdo mal, cuando ganó la Beca Guggenheim su idea era hacer una historia de la homosexualidad en Chile. Me acuerdo que partía, o un punto bastante clave, era cuando Ibáñez persiguió a los homosexuales. Incluso, creo que los relegó a una isla y dicen que había un barco donde los llevaban y los botaron al mar, vivos. Se me figura que eso era una novela, pero nunca la hizo”.
¿Tengo miedo torero habrá sido su mejor trabajo? “Desgraciadamente, es la obra que más se conoce de Pedro, cuando yo creo que La esquina es mi corazón es el mejor, también Zanjón de la aguada; o ciertas crónicas de los libros posteriores”, responde Soledad Bianchi.
“Eso depende del gusto, de los tiempos, de los lectores –señala Rubi Carreño–. Las crónicas fueron importantísimas, imagínate ahora que estamos en pandemia, él, en Loco Afán visibilizó la otra pandemia oculta de la que nadie habla que es el VIH, y ese libro es importantísimo, o en Zanjón de la aguada cuando muestra todo un mundo popular, o estas funas que hacen a los artistas de derecha, o La esquina es mi corazón, donde muestra un contexto que había sido poco trabajado en la narrativa chilena”.
“En mi fuero interno, no podría decir cuál es mejor o no, pues es un criterio bien voluble –contesta Juan Pablo Sutherland–. Hay textos como La esquina es mi corazón o Loco Afán por nombrar algunos que son bestiales por su forma de proponer una visión del mundo y traducir desde un lenguaje lemebeliano un horizonte de emancipación”.
Sutherland agrega, a su juicio, por dónde pasa la trascendencia de la novela. “Tiene una relevancia por su forma arquetípica de pensar el discurso amoroso en medio de la violencia política. Ese y más es su atractivo y tiene todo el talento de Lemebel para ser relatada con ironía, humor, belleza y precariedad de la vida, sus formas y dimensiones que la convierten en una gran historia, es sin duda una mirada notable de la cultura popular, el amor y la política”.
“Para mí, la novela es valiosa en cuanto está mostrando a lo femenino, no en términos biológicos sino como una forma de entender la cultura y el mundo que prestó mucha ayuda en la dictadura –señala Rubi Carreño–. Sin tener ningún diario, ningún cargo, ninguna agregaduría cultural, sin sacar ninguna tajadita de esa torta, pero que puso el cuerpo para esconder un montón de gente, para pasar papeles y la novela habla de eso”.
Como sea, Lemebel tenía claro que lo quería conseguir con Tengo miedo torero: “Fue un desafío, un ejercicio de provocación frente al protagonismo mesiánico de los novelistas machos”.