Fue en una noche de comienzos de abril de 1992, cuando Juan Luis Martínez grabó nueve poemas de La nueva novela en la radio Valentín Letelier de Valparaíso. El registro se hizo de noche gracias a Jorge González Mancilla, amigo de Martínez. Era un hombre de radio que trabaja en esa emisora hace décadas. Tuvo que esperar el fin de su jornada para recibir a Martínez que deseaba tener la cinta como respaldo. Pronto viajaría a París junto a otros autores y le tocaría recitar. Como era algo tartamudo quería asegurarse, ante un posible percance, de tener una salida ante el pánico escénico. Sería su único viaje de reconocimiento, según entiendo. Lo disfrutó: a la vuelta me contó que estuvo con algunos integrantes de Los Jaivas, a los que conocía desde la juventud. Visitó a Roberto Matta y Jean Tardieu, dos artistas que le concernían en su poética.
Escucho la voz de Martínez recitando con una inflexión distante. Su tono es leve, casi transparente. Produce extrañeza oír textos que están escritos bajo los preceptos de la visualidad. Funcionan, sin embargo. Su eficacia literaria es prodigiosa. La claridad enigmática de Juan Luis Martínez excede los formatos que él se impuso. Al leer “Observaciones sobre el Lenguaje de los pájaros”, su ritmo para pronunciar permite apreciar su poesía en una dimensión significativa en el plano de los sonidos. La nitidez de sus versos impresiona, conmueve: “Los pájaros viven fundamentalmente entre los árboles y el aire y dado que sus sentimientos dependen de sus percepciones, el canto que emiten es el lenguaje transparente de su propio ser, quedando luego atrapados por él y haciendo que cada canto trace entonces un círculo mágico en torno a la especie a la que ellos pertenecen, un círculo del que no se puede huir, salvo para entrar en otro y así sucesivamente hasta la desaparición de cada pájaro en particular y en general hasta la desaparición y/o dispersión de toda la especie”.
La primera vez que visité a Juan Luis Martínez tenía 15 años. Quería expresarle mi admiración, pero no me atrevía. Cada vez que iba a Viña pasaba a mirar si estaba en la librería de su familia. Me atreví a acercarme bajo el pretexto de una duda. Me presenté una tarde y le dije que andaba tras la pista del poeta ecuatoriano Alfredo Gangotena. Martínez me pidió que volviera en dos días más a la misma hora. Ese día llegó con una revista empastada. Me pidió que leyera una estrofa de Gangotena. Venían en esa publicación una serie de poemas de él. Recuerdo que lo hice con una timidez espantosa. Mi voz tiene que haber sido muy endeble. No alcancé a avanzar y me paró. Es buen poeta, me dijo. A ver, lee un poco más. Lo volví a hacer con la misma vergüenza. Suficiente, fue la palabra que ocupó para detenerme de nuevo. Luego agregó: es un poeta tremendo. A Martínez le bastaban unos poemas para reconocer el nivel de un escritor, su marca en el idioma.
Hace poco encontré una fotografía en colores de Juan Luis Martínez. Sale vestido con una camisa azul junto a su mujer y una de sus hijas. Debe tener en la imagen cerca de treinta años. Su mirada está absorta. Son pocos los retratos que circulan de quien pretendía tener una presencia velada. Por asociación voy mentalmente a su casa, la figura suya en un sillón, los gatos paseando, la mesa de centro de su living era un objeto: estaba armada con decenas de martillos enterrados. Su biblioteca enorme con miles de volúmenes de lingüística, poesía, arte, ocultismo, clásicos y raros. La forma de leer de Martínez era su clave. No lo hacía desde la academia, ni desde un lugar concebido como autoridad. Leía sin respeto. Se apropiaba de textos ajenos a la hora de configurar su obra, pues encontraba que no tenía que volver a escribir lo que estaba dicho por otro con perfección. Martínez se inclinó por lo fantasmal, por articular citas visuales y literarias. Los escasos poemas que creó tienen versos estirados como teoremas matemáticos o una sintaxis despojada. Escapan del habla cotidiana y del adjetivo físico que impregna la tradición chilena. No tienen énfasis. Van tras la irracionalidad más límpida.
Antes de ir a ver a Martínez había que llamarlo por teléfono. La última vez que fui me pidió que le llevara fotocopiado y anillado La escritura del desastre de Maurice Blanchot. Tal vez lo quería recortar. Era una de sus prácticas. Repaso el breve volumen. Son fragmentos destinados a socavar el pensamiento lógico a través de paradojas, acotaciones y comentarios. El interés de Martínez por los asaltos a la razón era primordial. E investigaba. Las experiencias radicales con los idiomas lo atraían. Al igual que el pensamiento quebrado y salvaje. O la sofisticación analítica de Ludwig Wittgenstein. Cómo tratar con las palabras y las cosas era su tema, más que la lírica.
Me sorprendió oír a Martínez. Noté que lo sonoro tiene un espacio en su producción. El ingenio es lo primera capa, en especial destaca por la materialidad y el diseño de sus libros. La erudición y sus trampas, es el estrato que continúa, planificado con la finalidad de causar equívocos, espejismos, problemas con la autoría. Bajo estos estratos está el deseo por provocar, las emociones y la metafísica.
“La desaparición de una familia”, es quizá su poema referencial. En los años setenta y ochenta era enigmático. Perfectamente podía ser una metáfora de los detenidos desaparecidos. Hoy, gracias al arte, a la ambigüedad, se llena de un nuevo significado. Quién no ha sentido perdido en estos días entre los pasillos y las ventanas de su hogar. Termina con esta declaración: “Ahora que el tiempo se ha muerto / y el espacio agoniza en la cama de mi mujer, / desearía decir a los próximos que vienen, / que en esta casa miserable / nunca hubo ruta ni señal alguna / y de esta vida al fin, he perdido toda esperanza”.