Su admiración por Grace Jones, la mujer máquina de movimientos epilépticos. Por Roxy Music y la estudiada meticulosidad de Brian Ferry. Su firme creencia en la superioridad del artificio del glam frente a la funcionalidad —¿o flojera?— del hipismo. Su amargura por la falta de ideas de un nuevo milenio (vivimos una “aburrida distopía”). O lo que denunció persistentemente: las trágicas consecuencias psicológicas del empleo flexible con el fin de la solidaridad del neoliberalismo (“que le daría un escalofríos en la espina dorsal a cualquier trabajador”). Su esperanza en un neoanarquismo que viene a rechazar a los partidos y al mainstream en favor de la lucha callejera, como la única salida. Son algunos de los temas que recoge el Volumen 2 de K-Punk, la recopilación de los ensayos que el crítico cultural inglés, Mark Fisher publicó en un reconocido blog del mismo nombre que comenzó en 2003. El espacio, según decía, le permitió escribir liberado de las exigencias de los papers académicos cuyas reglas lo abrumaban pese a que era su mundo. Muy pronto descubrió que los textos, de entre dos mil y tres mil palabras máximo, que colgaba del ciberespacio iban a tener mucho más gravitación intelectual que cualquier ensayo y que representaban algo así como su seguro para lograr una escritura constante.
“Elijan sus armas: escritos sobre música” se titula la primera parte del volumen donde Fisher se deja llevar con fanatismo por sus bandas favoritas (Joy Division, Japan, The Cure), o navega ligado al día a día dando cuenta de la música que lo acosa (“Kylie Minogue es una trabajadora sexual en el sentido más banal y degradante, ya que es claro que su boba subordinación a la Mirada Masculina, no es más que una táctica profesional”). No obstante, lejos de mirar en menos el pop, es capaz de celebrar, por ejemplo, a Rihanna. Pero lo que más lo exalta, y en eso coinciden varios capítulos, es la actitud radical y de discrepancia de la corriente musical del postpunk, cuya falta en la cultura de hoy, siendo tan necesarias para lograr algún cambio social, le producía algo parecido a la impotencia. Destaca de este movimiento lo que llamó sus cut and paste o modos de demostrar que el mundo no coincide consigo mismo frente al hedonismo de la juventud actual: “vayan a un lugar lleno de adolescentes y miren las cicatrices que se provocan a sí mismos en los brazos, los antidepresivos que los sedan, la calma desesperación en sus ojos. Literalmente no saben qué les falta. Lo que no tienen es lo que producía el postpunk… una salida… y una razón para escaparse”.
Es posible que la desidia se deba al escenario desalentador que plantea Fisher respecto de una cultura agotada en la que ya no caben expectativas a falta de novedades. Porque la música que suena hoy es igual a la de hace treinta o cuarenta años. Y mientras Hollywood se dedica a reciclar y reiniciar los mismos conceptos ya reiterados desde hace tiempo, el arte contemporáneo gira mordiéndose la cola.
La depresión no es una enfermedad mental
Ni el rotundo éxito del blog, ni la aprobación groupie de sus pares compensaron su depresión. Fisher se suicidó en enero de 2017, a los 48 años, tras una larga lucha que tal vez no medicó: en varias entradas del blog argumenta contra los inhibidores de la recaptación de la serotonina; consideraba que los antidepresivos eran no solo un negocio sino, peor, una herramienta política para mantenernos dentro del neoliberalismo que despreciaba.
“La privatización del estrés” como lo denomina tiene como efecto el control por medio de la ansiedad. Pensado así, las patologías psíquicas no tienen raíces en la química cerebral, sino en el amplio campo social. El verdadero problema, asegura , radica en el sistema neoliberal que con la flexibilización laboral y la falta de seguridad y solidaridad, nos arroja a la inseguridad dictada por el mercado. Ahí está la verdadera angustia y ansiedad que se sedimentan en la normalización de la incertidumbre. Un estado permanente de pánico de baja intensidad. Los trabajadores sufren la precariedad “un feo neologismo” como advertía, pero en lugar de mejorar sus condiciones sociales —incluso ya sin sindicatos— se les incentiva a ir al médico o a un terapeuta para que no ocurra la desalienación del sujeto.
En su libro Realismo capitalista escribió: “La pandemia de la angustia mental que aflige a nuestros tiempos no puede ser correctamente entendida, o curada, si es vista como un problema personal padecido por individuos dañados”. Publicado el 2009, fue ampliamente celebrado por la izquierda porque expone con cierto masoquismo su terrible verdad, que se resignan, derrotistas, a ver que el capitalismo es casi como una fuerza de la naturaleza que no puede ser resistida. De hecho ni siquiera lo ocurrido el 2008 sirvió para mermar su fuerza y la confianza de los ciudadanos siguió plasmándose en la elección de gobiernos conservadores sin que la izquierda pudiese plantear ningún discurso alternativo (de eso se trata la posideología).
Pero Fisher no se entregó. Cada cierto tiempo el país explotaba de rabia, era cuando se volvía activista. Por ejemplo en 2010, durante las manifestaciones estudiantiles escribe: “El invierno de nuestro descontento 2.0: notas sobre un mes de militancia. 21:45. Estoy en Charing Cross comiendo por primera vez en el día. En realidad, no es del todo extraño para mí comer tan tarde por la noche; pero en general se debe a la gran cantidad de trabajo y no como consecuencia de estar ‘contenido’ por la policía durante ocho horas”.
Profesor visitante, profesor vigilante
Fisher sobrevivía con múltiples empleos freelance. Daba clases en universidades y centros para adultos, escribía reseñas para revistas, fue editor de la revista The Wire, fundó su propia editorial Zero Books: “Para mí trabajar así tenía que ver con elegir un estilo de vida bohemio, si hubiera querido, posiblemente podría haber tenido un trabajo mejor remunerado; después de todo, solo un tonto puede esperar una vida en la que se disfrute del trabajo”.
En una de las entradas de su blog, Fisher cuenta que escribe poco porque intenta organizar su vida como profesor visitante en varias universidades, lo que no es cosa fácil, menos cuando todas han sido forzadas hasta un punto de quiebre por los recortes neoliberales que lo afectaban y que él visualizaba como Terminator acribillando ciegamente objetivos habituales: el servicio público, los beneficios sociales y las artes.
El tono con que escribe en uno de los apartados con el subtítulo “Mierda soportable” es tan afectado como estoico. Estaba agotado de las exigencias formales de la universidad, del papeleo y de las labores de marketing que le imponían como autovigilancia y autocontrol (deleuziano) de su propio desempeño, “se nos ha hecho creer que es un pequeño precio que debemos pagar para mantener nuestros trabajos”. Pero se queja usando una voz de cuidadoso pudor: “Lo más fríamente aterrador de este estado de abatimiento era que no se trataba de una depresión paralizante, sino más bien de un tipo de monotonía agotadora. Se sentía soportable; parecía que podía —quizás podría— vivir el resto de mi vida en ella. Tal vez había esperado demasiado de la vida. Ahora tenía que ajustarme a la miseria, como todo el mundo lo hace. Otros estaban mucho, pero mucho, peor que yo”.
Ya nadie se aburre: “Solo los presos tienen tiempo para leer”
Fisher estaba consumido por las “urgencias” del ciberespacio y por la parpadeante luz roja de los smartphones (“su canto de sirenas”): “Solo los presos tienen tiempo para leer y si quieres comprometerte con un proyecto de investigación de veinte años de duración deberás matar a alguien”. Lo peor es que la incertidumbre laboral es intensificada por estas tecnologías: con el email ya no hay horas laborables ni lugar de trabajo. Estamos muy lejos de la sociedad del ocio. Y cita a Franco Berardi (también mucho a Zizek, Lacan, Lyotard, Baudrillard, Deluze): “vivimos hoy en la tensión entre el infinito del ciberespacio y la vulnerable finitud del cuerpo y el sistema nervioso”.
Del aburrimiento siente nostalgia: el inexistente vacío de los domingos, las horas nocturnas luego que termina la programación televisiva, “incluso los infinitos minutos que arrastrábamos cuando esperábamos en colas o en el transporte público: para cualquiera que tenga un smartphone ese tiempo vacío ha sido efectivamente eliminado”. Y sin embargo, solo los punk supieron utilizar el aburrimiento, escribe: “Para el punk, el aburrimiento era un desafío, un mandato y una oportunidad: si estamos aburridos, entonces podemos producir algo que llene ese espacio”.