Álvaro Bisama no sabe en qué momento partió el libro. “No se puede empezar con De Rokha”, dice. “Es demasiado grande, demasiado feroz, su voz viene de otros lugares que recordamos porque la escuchamos”.
Aun así, tiene algunas certezas.
Recuerda las primeras aproximaciones: leyó apuntes de la biografía de su hijo, Carlos, o textos sobre la conversación que sostuvo con el poeta Allan Ginsberg en el Hotel Bristol, ubicado en el centro de Santiago, en que el estadounidense entendía a tropezones el acento del hombre nacido en el Maule.
En esa etapa, Bisama no tenía claro qué escribiría. Podía ser una crónica. O quizás un ensayo. “Creo que esa búsqueda definió el libro, que trata de abordar al poeta de varios modos”, supone. Reconstruir su vida y el significado de su obra fue armar un rompecabezas lleno de pistas, apuntes y puentes que, muchas veces, se encontraban cortados.
Su vida transcurrió de 1894 a 1968: son setenta y cuatro los años que Bisama siguió, recolectando las huellas del mítico poeta chileno, materializadas en Mala Lengua: Un retrato de Pablo de Rokha (Alfaguara, 2020).
La autobiografía del poeta, El Amigo Piedra (1989) fue útil como punto de partida. Pero también engañosa. La primera parte de ese libro fue publicada como novela en la revista Multitud, titulada Clase Media (1940); era un texto que jugaba con la ficción; y al mismo tiempo, su poesía se mezclaba con su biografía.
Los enlaces eran múltiples, pero difíciles de desenredar.
“Había que cruzar sus versiones con las de otros, cambiar el eje cuando fuese necesario”, explica Bisama. Quería evitar los prejuicios, las caricaturas y, al mismo tiempo, reflexionar el valor de su poesía, “que es urgente, pero también habla de un pasado extinto, de un país de fantasmas”, asegura.
Una literatura radical
—Nadie recomienda a Pablo de Rokha —dice Bisama, director de la Escuela de Literatura Creativa de la UDP y autor de libros importantes como Caja Negra, Ruido y el volumen de cuentos Los Muertos—. Está ahí. Es parte de la lengua, del paisaje y la memoria. Lo recuerdas como las viejas canciones, como algo que sabías, como una memoria que flota desde otro tiempo e ilumina el presente.
En el 2008, el autor publicó Cien libros chilenos, una compilación de breves ensayos y críticas que lo hizo leer al poeta de otra manera. Ahí se hizo preguntas. Se asombró. Se maravilló.
La conmoción lo invadió.
Bisama supone que, quizás, ahí arrancó este libro.
Pablo de Rokha nació en la primavera de 1894; aunque en ese entonces se llamaba Carlos Ignacio Díaz Loyola. Y todo inicia de forma nebulosa: no hay total certeza de qué día nació, como relata Mala Lengua. Solo así podía ser.
Las primeras lecturas que Bisama hizo fueron saldadas una de la otra, mezcladas con la caricatura que existe del poeta y su discurso celebratorio de la chilenidad. Y es que los registros biográficos de De Rokha están llenos de baches, de saltos en el tiempo. Las historias de su vida y su libros “existen como leyendas en las bibliotecas”.
Hace más de una década, Bisama leyó uno de sus libros más emblemáticos, Escritura de Raimundo Contreras (1929), obra que se acerca a las vanguardias y al flujo de la conciencia. “Creo que ahí empecé a percibirlo desde otro lugar, más extremo y originalísimo”, relata el autor. Ahí se alejó de los lugares comunes, tales como su épica rivalidad con Pablo Neruda, su vertiginosa amistad con Vicente Huidobro, o la decisión final que tomó cuando ya su esposa, hijos y varios de sus amigos habían muerto.
Así, en la mente de Bisama, se empezaron a formar preguntas: ¿Cómo leer la poesía de Pablo de Rokha? ¿Qué hacer con una literatura tan radical y, a la vez, tan íntima en su percepción del lenguaje y las cosas?
Una silueta
En Mala Lengua, se relata lo que decían los enemigos del poeta licantenino: violento, machista, mal amigo, mal padre y varios otros calificativos. “Era un ogro, un monstruo”, según esas versiones. Pero dichas perspectivas chocaban con las del propio poeta y las de sus cercanos, quienes le tenían un profundo afecto.
De Rokha era intenso. No quería pasar desapercibido, ni en vida ni obra. Quizás por eso, todos tenían su opinión sobre él. Era una fuerza que sacudía su entorno.
“Leer a alguien es también ver las trampas que crea para definirse a sí mismo, los juegos de humo y espejos de la identidad”, dice quien también escribió El brujo (2016). Con el tiempo, Bisama entendió que lo que quería hacer era un retrato, dar pinceladas a una figura del pasado que, a la vez, avanza hacia el presente.
—Fue un autor que apostó siempre a definirse en sus propios términos —dice el escritor—, una literatura donde la revelación es también un velo.
—Entiendes la crónica como un género híbrido: ¿Cómo trabajaste los límites entre la no-ficción y la ficción en un libro como Mala Lengua?
—No pensé mucho en eso, para qué darle vueltas teóricamente a algo que estaba resolviendo en la escritura misma. Además, con De Rokha se desvanecía esa distinción: partes de su autobiografía habían sido publicadas originalmente como capítulos de una novela; su obra completa era la construcción de una identidad real, pero también literaria.
Lo que más le gusta a Bisama de la crónica es el estado de suspicacia o alerta que despierta: “El modo en cómo los hechos dispersos se conectan, cómo las piezas disgregadas de un relato o una vida van uniéndose, sugiriendo algo: una silueta, el apunte de una historia que merece ser narrada de nuevo”.
Los detalles
El 2017, Álvaro Bisama dio una entrevista a radio Cooperativa sobre su libro de crónicas y ensayos, Deslizamientos. En esa conversación, mencionaba que le interesan los detalles biográficos de ciertos personajes para entender los significados que tenían en sus vidas como, por ejemplo, cuando el poeta Oscar Castro practicó espiritismo, o cómo fue el funeral de Gabriela Mistral en la catedral de San Patricio, Nueva York.
En Mala Lengua, desfilan varios instantes que se intentan descifrar. Como la foto que el poeta tiene junto a su amiga Violeta Parra: él vestido de terno, ella apoyada en su hombro y ambos con los ojos cerrados; tal vez en gesto compartido por darse refugio el uno al otro. O, 1945, la grabación que hicieron en la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos, en que él y su esposa, la poeta Winétt, recitan poemas en que sus voces parecieran ser una revelación de sí mismos. O también, los signos que encuentra Bisama en el poema “Canto al macho anciano”, del libro Acero de invierno (1961), en que De Rokha parece anunciar lo que, siete años después, será su despedida final de este mundo.
Son constelaciones de escenas que se cruzan, dialogan un momento y luego siguen sus respectivos caminos.
Bisama siempre entendió la historia de De Rokha como un “mapa para completar”. Buscó lo que escribieron sus amigos, como el crítico literario Juan de Luigi o los escritores Mario Ferrero y Fernando Lamberg. También investigó la prensa de la época, para cruzar al poeta con la historia del país y del mundo. “Se trataba de mirar su poesía más allá de lo que yo creía saber de ella”.
“Eso fue lo más increíble”, resume Bisama. “Seguir líneas hechas de sombras, tratar de reconstruir ciertos momentos o posibilidades; puros caminos paralelos donde perderse”.
Esa búsqueda, incluso, le abrió otros caminos: “Se quedó pegado” con otros detalles que corren en paralelo a la historia de Pablo de Rokha, los cuales cree que merecen libros aparte, como las aventuras del pintor chileno Paschín Bustamante (1888-1934) en París; o la espantosa vida del poeta Pedro Antonio González (1863-1903), descrita por el periodista Marcial Cabrera Guerra.
Todo ese material —archivos de diarios y revistas—, en cierto sentido, nunca terminó de leerlo; seguía en esa tarea cuando entregó la última versión de Mala Lengua: Un retrato de Pablo de Rokha.
Junto a eso, revisó diversos textos: variadas versiones del Diccionario biográfico de Chile (1901), los grabados y la obra visual de Carlos Hermosilla, las crónicas de Edwards Bello, ensayos y cartas de Gabriela Mistral, la biografía de Neruda —escrita por el profesor David Schidlowsky—, la cual Bisama califica como “total y paranoica”.
El autor también menciona algunos textos biográficos o crónicas literarias que leyó de “un modo más bien random”, asegura, “cosas que no tenían nada que ver con De Rokha, pero que me servían como una colección de luces que seguir en esa deriva”, como los libros sobre la argentina Silvina Ocampo (de Mariana Enriquez) o el poeta Luis Oyarzún (de Óscar Contardo, ambos publicados en la colección Vidas ajenas de Ediciones UDP).
—En el proceso del libro, ¿en qué clave releíste los libros de poemas de De Rokha? ¿Buscando cruces biográficos? ¿Cómo?
—Para De Rokha, su vida también es su obra o, por lo menos, él quiere que sea así. Las dos cosas se mezclan de modo inevitable y muchas veces brillante. Traté de leer con cuidado, pensando en cómo aparecían y desaparecían esos detalles biográficos. Pero también cómo cambiaba y mutaba su escritura: su propia voz trataba de modular y contar su tiempo para darle sentido. Los hechos de vida se colaban ahí, trágicos, hermosos, insoportables y revolucionarios; pero también se convertían en pedazos de su voz, en ese registro amplísimo donde los géneros literarios se deshacen porque él los manipula a su antojo.
La voz que aún resuena
Tras varios años de ingrato reconocimiento, en 1965, a De Rokha le dieron el Premio Nacional de Literatura. Su mujer, la poeta Winnét, y su hijo Carlos ya habían muerto. En un diario de ese tiempo, él declaró: “Hoy, para un hombre viejo, este reconocimiento nacional, que indudablemente me emociona, no puede tener la misma trascendencia”.
Según relata Bisama, en ese entonces el autor de Los Gemidos (1922), a pesar de tener numerosos amigos, se encontraba más solo y lo rodeaba la depresión.
Alejandro Lavquén, quien publicó una antología en 2015 del poeta, plantea que es fundamental entender la literatura rokhiana desde una perspectiva no solo poética, sino también política: no le interesaba la idea de “el arte por el arte”.
De Rokha siempre fue comunista, aunque en el partido lo trataron con ingratitud. “Él entendía la poesía como un acto político, como un gesto revolucionario tan social como íntimo, como algo personal y colectivo”, asegura Bisama. “Leerlo es comprender cómo el lenguaje puede ser desplegado como un arma en un campo de batalla”.
Como se relata en Mala Lengua, la muerte del poeta vino tres años después del Premio Nacional, la mañana del 10 de septiembre de 1968, cuando se sentó en su escritorio y se dio un disparo en la cabeza.
Las tres mujeres que estaban en la casa oyeron el ruido. Una de ellas supuso que algo se había quebrado.
Un estrépito que aún resuena.
Para Bisama, la literatura de De Rokha también permite interpretar la actualidad: “Existe en un tiempo presente, su obra ilumina de modo urgente”, sugiere.
En los últimos meses, tras el 18 de octubre del 2019, el autor ha visto stencils o rayados en los muros con versos del poeta. “Mi carne es mi guitarra, mi sangre es tonada, y mis huesos son cantos parados”, leyó en una pared del Museo Nacional de Bellas Artes.
—Hay algo hermoso y trágico y maravilloso ahí —asegura Bisama—. Sus poemas son los tatuajes nuevos de esta ciudad vieja.