Autor del poemario Naturaleza muerta (Ed. del Temple, 2011) y la crónica Chacarillas: los escogidos de Pinochet (Alquimia, 2019), Guido Arroyo presenta La poesía chilena no existe (Aparte, 2020), un volumen de ensayos escritos a contar de 2011, algunos presentados en conferencias o publicados en medios como Práctico, que tratan desde la identidad culinaria a partir de los completos, o su deseo de editar la Biblia, hasta la película que lo convirtió al credo de Raúl Ruiz y su propio canon de la poesía chilena más allá de las cumbres.
-Uno de los textos de La poesía chilena no existe cuenta que Gonzalo Millán te enseñó que, cuando uno escribe poesía, se debe empezar por la cicatriz. “Hay que recorrer el dolor e ir a su comienzo”. ¿Qué significa eso y cómo fue tu relación con Millán?
-Sí, esa máxima de Millán es fascinante. Él decía que utilizar la literatura para narrar las tragedias personales, como si fueras una víctima social, era un ejercicio superfluo. Que escribir de las propias vivencias permite pensar y repensar las tragedias personales. En ese ensayo y error se vuelven cicatriz, se decantan, entonces la vivencia se vuelve común, genera comunidad. O al menos eso recuerdo que decía en un taller de autobiografía donde, a los diecinueve, lo conocí. Lo chistoso es que nos obligaba a escribir del yo mediante electrodomésticos, iconos pop o hechos históricos. En el fondo: hablar de uno sin latear, cosa que le cuesta harto a la literatura contemporánea. Mi relación con él era de total admiración, pero las veces que compartimos caminatas o piteadas tras los talleres, nunca te trataba de cabro chico ni menos como discípulo. Recuerdo fresquito su funeral. Debo haber sido el tipo más joven, fuera de sus familiares, que fue. Me dio más pena que la cresta.
-En ese mismo texto dices que la poesía, en todas sus variables, debe ser insegura. ¿Por qué?
-Creo que el mito del poeta mayor está obsoleto. Esa figura dominante-nerudiana que todo lo sabe, que se atreve a hablar por las “bocas muertas”, que se muestra superior moralmente pero a la vez puede acometer atrocidades enormes sin importarle nada. También porque estar lleno de certezas, en términos de escritura, me resulta aburrido. El autor que escribe, toda su vida, el mismo libro, como si la vida no lo atravesara, como si fuera un cyborg. Hay un aprendizaje en el error, en dudar, en bajar el tono. Por ejemplo: es bien difícil que yo hoy, políticamente, sea el mismo adolescente que escribió hace diez años, cuando el país era otro.
-La poesía chilena no existe es un libro pequeño pero, al momento de leerlo, parece ser un cajón de influencias, poéticas, literarias.
-Sí. En un comienzo la editorial me pidió reunir todo lo que he escrito sobre poesía chilena. Lo hice y quedó un manuscrito intragable de casi trescientas páginas. De esa versión sobrevivieron tres o cuatro textos. A ellos sumé crónicas biográficas y ensayos sobre tecnología, televisión, cine e incluso uno sobre los completos. Quería justamente eso, un compendio de influencias y temas que fuera un recorrido diverso. Algo así como la sensación de ir al Persa Bio-Bio, lugar que adoro y extraño y del que escribí en este libro.
-Hablemos de poesía, ¿eres dogmático como lector?
-Para nada. Soy un lector muy variado. Suelo leer entre cuatro o cinco libros a la vez, mezclando poesía, ensayo, filosofía, divulgación científica y últimamente mucha crónica histórica. Tengo, eso sí, una devoción extrema por las obras inclasificables. Aquellos libros únicos, como diría Calasso, que suelen ser atemporales y sin género. Igual reconozco que tengo dos bibliotecas. Una está en mi living, donde suelen haber libros olvidables (y robables). Y otras dos, situadas al fondo de mi departamento, donde tengo los libros queribles, las primeras ediciones fetichistas y las rarezas editoriales.
-Dices que hay una “tendencia arraigada” en leer la poesía chilena desde “las cumbres” y que la explicación podría radicar en el paisaje. ¿Cómo es eso?
-Sí. Chile es el paraíso de la beatificación poética. Tengo dos explicaciones. Una sociológica y otra cuasi metafísica. La primera: al existir tantas y autorías, la crítica académica y la clase política solo se esfuerzan en ejercen el arte de la taxonomía: erigir a un poeta único de cada área, como si fueran bichos (del sur, del norte, mesiánico, indígena, lgtbiq+, etcétera). La otra: lo extremo de nuestro paisaje. La cordillera, el desierto, la Patagonia y el hecho de que en todos los vídeos turísticos del país, eso se muestra como Chile y no los valles transversales, las zonas medias. De ahí que la poesía mimetiza ese tic.
-¿La poesía chilena es, sobre todo, lárica, grandilocuente, paródica o aurática?
-¡La poesía chilena no existe! (risas). La verdad es que hay muchas escrituras y autorías deambulando. Y creo que esa diversidad dice mucho del íntimo lazo que une a Chile con la poesía. Yo planteo que una poesía es deudora a su entorno más que un estado nación. Y que rótulos como “joven” o “consagrado” son una tontería. Un cuerpo puede ser joven, un órgano, pero no un estado de escritura. De hecho, me ha tocado leer muchos textos escritos por autorías jóvenes que tienen una seriedad terrible. Y pasa al revés con autorías “adultas”. Adoraría que en el nuevo Chile podamos dejar de leer desde los rótulos. Fomentar el tráfico literario, la disolución definitiva de los géneros, que solo deberían interesarle al comercio y a los policías.
-Escribes que la lectura de La pieza oscura de Enrique Lihn fue un verdadero antídoto contra la inocencia. ¿Tan así?
-Sí. Ese libro fue una revelación total. Llegué a aprenderme de memoria el poema “La pieza oscura”, ¡que tiene más de sesenta versos!, e incluso una vez lo recité, tras varias cervezas, en un bar (entiendo que hay registros de eso). Yo creo que Lihn, sobre todo en ese libro, materializa la angustia existencial como única certeza de futuro. Y comprender eso para un adolescente es jodido, un cambio que sucede “de una sola vez y para siempre”.
-Cuando hablas de Elvira Hernández, a quien consideras la autora viva más admirable, dices que Los trabajos y los días “logra capturar lo más elemental de su poética”. ¿Qué es lo mejor que se ha dicho de Elvira Hernández y qué es lo mejor que todavía no se dice?
-Lo mejor que se puede decir de la obra de Elvira Hernández, es que en nuestro octubre 2019 era común leer versos suyos en diversas pancartas. Su obra estaba en la calle y en los muros, eso es muchísimo. Lo que aún no se dice, es que además de ser una poeta increíble, es una crítica gastronómica impresionante, y una médica homeópata a toda prueba. A mí me ha sanado dos veces y contando.
-Escribiste un libro de poesía y cuentos a los 15 años, publicaste uno de poemas a los 17 y luego seguiste estudios formales de Literatura. En la universidad —esto lo dijo Alejandro Zambra en una entrevista—, ¿es cierto que Enrique Lihn era el modelo de escritor para los poetas? ¿Por qué?
-Jajaja. ¡No sabía que Alejandro había dicho eso! Tiene toda la razón. Al menos en mi generación su figura era el modelo total. Esa mezcla de vitalismo contracultural, que abordaba las contingencias políticas, los debates literarios, la moda, el arte y la cultura pop. Obviamente ya no es el referente. Me intriga saber quiénes serán los de hoy.
-En la historia de cómo llegas al cine de Raúl Ruiz —a través del despido de un profesor—, dices que está bien hablar de uno mismo. ¿Qué más te enseñaron Ruiz y el Festival de Cine de Valdivia?
-Más que hablar de uno mismo, intenté cuestionar ese recurso muy propio de la academia actual de zanjar cualquier diálogo citando a otros. Utilizar el apellido del pensador como una carta mágica que soluciona cualquier debate. Si uno lee en detalle a mentes extraordinarias como Susan Sontag o Walter Benjamin, lo que prima es la duda, la capacidad de equivocarse. Yo desconfío de la gente que tiene un marco teórico para todo. Que dicta talleres literarios dando recetas. Así como también de las películas cuya sinopsis es higiénica y perfecta. Y allí está Ruiz, que hizo más de ciento cuarenta películas intraducibles desde la exploración. Yo creo que en ese tránsito de experimentar y dudar se encuentra algo así como un saber. Aprenderse de memoria dogmas filosóficos es para religiosos.
-Al inicio del libro dices que entiendes la escritura como “un acto irracional”, un trabajo continuo de ensayo y error, y que te interesa el tormento. Luego escribes: “Abunda la gente que no le interesa escribir”. ¿Por qué crees que hay impostura y simulación en el mainstream cultural?
-Hay un interés desbordado por la figura pública del escritor. Una ensoñación romántica anclada al ego, que visualiza en esa figura una suerte de trono que hay que disputar. En esa zona difusa de lo que sociológicamente se llama “campo literario”, está plagado de gente que se ofende y/o discrimina por redes sociales. Gente que agarra a combos a otros en ferias del libro. Gente que hace alianzas internas para bloquear y/o cancelar a otras y otros, simplemente por ser escritas por alguien del bando contrario. Hay harto personaje, harta imposición, harto abajismo y arribismo cruzado. A mí me da una mezcla de risa y pena esos tics de la supuesta “escena literaria”, porque como editor me he dado cuenta que a los lectores reales no les podría importar menos esa trama tan revival de la “guerrilla literaria”. Y también como lector, me pasa que leo y disfruto libros escritos por autorías que considero pésimas personas. Porque no hay que confundir la mala leche personal con la facultad de leer sin prejuicios policiacos. Cynthia Rimsky, en un artículo reciente que escribió junto a Betina Keizman, escribe esta brillante frase: “¿Podemos pensar la institución literaria de otra manera y con ello, la misma noción de autoría, concepto atravesado de individualismo y dueñidad desde su comprensión a partir del siglo XVIII?”. Considero crucial esa pregunta, sobre todo en el proceso desconstituyente y constituyente que vivimos. La figura del escritor debería dejar de ser el tótem nerudiano y comenzar a ser el vecino que aporta con su lenguaje.
-Algunos de estos textos aparecieron en medios. Hemingway contaba en una famosa entrevista que el periodismo le dejó la necesidad de escribir un comienzo contundente que atrape al lector, y que además es muy útil saber irse a tiempo. ¿Qué te dejó a ti?
-Que sabiduría de frase. Me arrepiento de no haber terminado periodismo (durante dos años hice carreras paralelas). La investigación me fascina, el arte de hallar documentos, indagar diversas fuentes. De hecho, cuando era adolescente soñaba con dedicarme a escribir guiones de documentales. Y creo que la obsesión por el archivo posee un valor aún más crucial en esta época, en la que la sociedad abrazó la instantaneidad como forma de conocimiento. La crónica es también una estética que he aprendido a valorar. Lemebel decía que aquel subgénero era “más vacilante como ejercicio escritural y más pulsional en su gesto político”. Y los conceptos: vacilante y pulsional-político me identifican totalmente (risas). Además, es una estética que no he forzado, se ha dado naturalmente. Y gente que admiro hasta el hartazgo, como Juan Cristóbal Peña, dijo en una reseña que el tono/crónica de un libro que publiqué era bueno. Yo, al leer eso, entendí que podía morir en paz. Y bueno, ya cerré contrato por dos nuevos libros, uno de política y otro biográfico. Lo único que los unirá es que ambos serán crónicas.