—Pule el mundo como el río a las piedras del fondo y lo hace hasta que son suaves, tan suaves como el agua que las talla —dice la periodista y escritora argentina, Valeria Tentoni, quien presenta a una autora invitada a la Feria del Libro de Buenos Aires 2020—. Pero todos sabemos, que la leímos, que cualquier de esas piedras tan suaves, al ser sacadas del río, servirán como un arma.
—Me quedé pensando de qué persona estabas hablando. Y luego escuché mi nombre y dije: “¡Ah, está hablando de mí!” —responde Jamaica Kincaid, que trae puestos unos llamativos anteojos animal print en la conversación.
Kincaid escribió obras como las novelas Autobiografía de mi madre (1995) o Mi hermano (1997), Mr. Potter (2002, publicada en Chile por LOM Ediciones), o el cuento “Niña” (1978), intenso relato de trescientas palabras que solo está compuesto por una oración.
La escritora nacida en Antigua y Barbuda siempre teme a publicar lo que escribe, de que otras personas puedan saber lo que realmente pasa por su cabeza. Cuando Kincaid escribe lo hace para, de alguna manera, hacer un cambio en sí misma. Habla despacio, hace pausas, intenta encontrar las palabras correctas. “Para mí, escribir es una acción muy íntima, un compromiso”, dice. Cuando habla de la escritura se siente en ese mismo espacio privado; por eso, cuando dice algo, es como si se desprendiera de algo que le pertenece.
Es una escritura que, muchas veces, se sumerge en su infancia en el país antillano. Sus frases avanzan, hipnóticas, con un cuidado juego de ritmos y repeticiones líricas. Es una literatura que se une con la biografía, que atraviesa las brechas de género, la identidad diaspórica producto de la emigración y las jaulas invisibles en clases sociales en un país neocolonial: una escritura que surge de la incomodidad.
—Para mí, escribir es decir las cosas que no sabía que podía decir —asegura Jamaica Kincaid.
Pero ella no siempre se ha llamado así. Cuando nació, le pusieron Elaine Potter Richardson; y decidió cambiárselo porque no podía escribir con el nombre que le dieron, sino con el que se dio a sí misma. Para ella es obvio que su escritura está llena de contradicciones porque, cuando menciona algo, también está pensando en su opuesto. Eso lo considera una forma de ser sincera, veraz.
Cuando habla, como en su escritura, sus frases son largas, giran y se tuercen, como una forma de exprimir los pensamientos y la memoria.
Pollito negro
Durante su infancia en el país caribeño, su madre fue una inspiración, quien provenía de la clase alta en la isla de Dominica y, desobedeciendo a su familia, se fue a Antigua y Barbuda. Le gustaba mucho la lectura y, cuando nació Kincaid, la niña interrumpía sus lecturas; por eso le enseñó a leer temprano: supuso que también le gustaría esa afición y, por lo tanto, la dejaría en paz.
Así, la escritora aprendió a leer sin siquiera conocer el alfabeto.
Aun así, la niña seguía interrumpiendo las lecturas de su madre, así que, cuando Kincaid todavía no cumplía cuatro años, la inscribió en la escuela.
—Si te preguntan, di que tienes cinco —le dijo su mamá, porque recién desde esa edad se podían empezar los estudios escolares.
Al mirar al pasado, Kincaid piensa que esas palabras de su madre fueron su primer encuentro con la ficción: convertir una mentira en algo parecido a una verdad.
Ya en la escuela, no podía creer que el abecedario tuviera veintisiete letras y que existieran las vocales. Antes, “leía palabras que no entendía pero me encantaba cómo sonaban”.
También recuerda que su madre le enseñó a leer una biografía del químico Louis Pasteur, quien descubrió la pasteurización (eliminar los gérmenes de un producto elevando su temperatura por un tiempo breve). Por eso su madre hervía la leche y, ahora, cuando ve vacas o pastizales, se abren grietas que la hacen volver a la infancia.
Cuando tenía siete años, uno de los primeros libros que leyó fue un cuento sobre un pollito negro llamado Dercy; sus once hermanos eran blancos y más pequeños. Dercy, a diferencia de las demás crías, quería volar por encima de la cerca. Un día lo logró. Pero se cayó, se rompió una pata y su madre se enojó.
En algún sentido, esa escena, “me hizo tomar conciencia política”.
De esos años, también recuerda que, cuando la castigaban en la escuela, la obligaban a escribir, cientos de estrofas de El paraíso perdido (1667), el extenso poema narrativo de John Milton. Así pasaba largas horas con un lápiz y una hoja, repitiendo versos que veían de tres siglos atrás.
“Así escribo yo”
—Quería ser escritora —recuerda Kincaid—, pero en mi imaginación.
En el colegio, su profesora de francés la castigó y obligó a leer en un rincón la novela Jane Eyre (1847), de Charlotte Brontë. Desde ahí cambió para siempre. Quería ser como la novelista inglesa del siglo XIX; en su adolescencia, Kincaid caminaba por la calle y fantaseaba con que era Brontë.
Cuando cumplió diecisiete, su familia la envió a Estados Unidos para que trabajara como sirvienta, “porque tuvieron más hijos de los que podían”. Como primogénita, ella asumió ese sacrificio. Solo volvería a su tierra natal veintinueve años después.
La contrataron como niñera en una casa donde había una gran biblioteca; ahí recién descubrió a los autores ingleses del siglo XX como Virginia Woolf y D. H. Lawrence. Cuando los padres salían, por la ventana se podía ver cómo Kincaid se ponía a bailar con los niños.
—¿Saben que cuando ustedes no están ellos bailan? —le dijo el vecino a la mamá.
En 1970, trabajó en la agencia internacional de fotografía, Magnum, donde se desempeñó como recepcionista; miraba los archivos de los fotógrafos Henri Cartier-Bresson y Robert Capa. Le gustaba sacar fotos y aún guarda muchas de ellas. Cuando las encontró en una caja vieja, pensó que “son como palabras”, simples, frases concretas: personas durmiendo o sentados sobre el pasto.
—Y creo que eso se debió a que no sabía cómo las palabras saldrían de mí —supone.
En ese entonces, la autora de la novela corta, Lucy (1990), solo había leído literatura del siglo XIX. Pensaba que en los libros solo podían haber carruajes o mujeres con largos vestidos. Pensaba que la escritura era algo que hacía “Charlotte Brontë, y nadie más”.
Mientras estudiaba fotografía en New Hampshire, en una clase vio una película llamada La jeteé (1962), un filme de ciencia ficción experimental que consta de una sucesión de imágenes que se mueven y, de golpe, se detienen. “Me pareció tan emocionante que cambió mi vida”, recuerda Kincaid. Decidió mudarse a Nueva York.
Quería ser escritora.
Empezó a escribir en el periódico cultural The Village Voice y conoció al escritor George W. S. Trow, que trabajaba en la prestigiosa revista The New Yorker. Él le presentó al editor William Shawn, quien aceptó empezar a publicar sus textos ahí. Ella le entregó su cuento “Niña”.
—Esta es mi escritura —le dijo ella—. Así escribo yo.
En retrospectiva, Kincaid piensa que The New Yorker fue su escuela literaria. “Ahí construí mi propia imaginación”, asegura. Una vez discutió con su editor, Shawn, porque él no quería que pusiera cierta palabra, que cuando publicara el texto en un libro ahí podía usar la palabra que quisiera, pero debía esperar; y nombró a autores que debieron hacer esa misma concesión para que los publicara la revista, como Philip Roth, Samuel Bellow y J. D. Salinger.
Pero ella respondió:
—Pues no tendrían que haberla hecho.
Y la discusión quedó zanjada.
¿Solo ficción?
—Soy acusada de ser autobiográfica, de escribir sobre mi vida, como si fuera un crimen —le responde Kincaid a Valeria Tentoni.
La escritora de Antigua y Barbuda critica que otros escritores hacen lo mismo y los juzgan con otra vara: Philip Roth escribió muchos libros sobre su propia experiencia. Una vez, él le contó a Kincaid la terrible experiencia que fue su primer matrimonio, en que él deseaba que su esposa muriera hasta que, finalmente, así ocurrió. “Eso es terrible”, pensó la escritora.
—Bueno, escribí un libro sobre eso —le dijo Roth.
Y le regaló una copia de Mi vida como hombre (1974).
A Kincaid no le gusta leer las críticas positivas sobre sus libros, porque la hacen perderse en su vanidad. “Me alejo de los elogios porque se me suben a la cabeza”, dice. En cambio, las reseñas negativas la hacen reír, porque muchas veces “hablan de algo que no saben nada”.
Hace años, un hermano de Kincaid murió a causa del SIDA; de hecho, ella escribió una novela (Mi hermano) sobre esa parte de la vida de él, libro que ella clasifica como de no-ficción: no inventó ninguno de los hechos, ni siquiera los acomodó para que se desprendieran las metáforas que hay en la trama.
Su hermano leyó la novela Lucy, en que la madre de la protagonista había tenido un intento de aborto. Un día ella lo visitó y, mientras conversaban, él le preguntó:
—¿Era yo el intento de aborto?
—No —respondió ella, quitándole importancia—, es solo ficción.
Pero sí era él.
Esa es una escena que aparece en Mi hermano.
La escritura como un jardín
“Vivimos en un mundo de enormes mentiras que se disfrazan de verdad”, declara Kincaid y, por lo tanto, de algún modo, en sus ficciones intenta escribir lo que realmente es la verdad. Aun así, no hace distinciones entre géneros; por ejemplo, “Niña” es un cuento, pero todos los hechos que narra sucedieron realmente en su juventud, eran lecciones que le daba su madre mientras la escritora crecía. “Así se sonríe a los que detestas; así se sonríe a los que te caen bien; así se pone la mesa para el té; así se pone la mesa para la cena”, dice un fragmento del relato.
En esa época, la autora leía poetas romanticistas ingleses como William Wordsworth, Samuel Taylor Coleridge y Willian Shakespeare. Una tarde de domingo, poco antes de escribir “Niña”, tomó un poemario de Elizabeth Bishop, Geografía III (1976). El primer poema se llamaba “En la sala de espera” y, apenas lo leyó, escribió “Niña”.
Son dos textos distintos, pero el diálogo entre ambos es profundo: una enumeración desbocada de hechos, una estructura circular, la presencia de un futuro que se rechaza.
Por la cámara, detrás de Kincaid, se ven dos habitaciones repletas de libros, un equipo de música, una mecedora y, a un costado, entra el sol por la ventana, que ilumina una decena de maceteros sobre una repisa.
Allá, en Estados Unidos, es invierno y la escritora le comenta a la entrevistadora que, afuera, hubo una helada que dejó a varias de sus plantas del jardín como si hubiera pasado un incendio.
Algunos de sus libros, como My garden (2001) o Among Flowers: A Walk in the Himalaya (2005), dejan entrever el gusto de Kincaid por la jardinería. En la entrevista, Valeria Tentoni le pregunta cómo se refleja dicho interés en su escritura. A la antiguana le cuesta responder. Escribe mucho en su jardín, le proporciona metáforas y otras formas de bellezas. Piensa en las dalias, la flor nacional de México. Sus palabras fluyen con su mente, crecen como una enredadera. Moctezuma —emperador azteca cuando llegaron los españoles al continente— cultivaba dalias, y la escritora comenta que fue una de las primeras cosas que vio el conquistador Hernán Cortés cuando llegó y que ni siquiera las mencionó después. Los aztecas usaban las dalias para tratar infecciones urinarias, cuenta.
Si le preguntan a Jamaica Kincaid qué hace cuando está en su jardín, ella, a sus 71 años responde: “Pienso, pienso mucho”.
—Estoy tan contenta de estar viva cuando estoy en un jardín.