Cuando en febrero la cantante estadounidense Billie Eilish arrasó en los últimos premios Grammy –con apenas 18 años recién cumplidos, su escaso maquillaje, su ropa holgada evaporando toda carnalidad y sus muecas incómodas cuando las cámaras la capturaban en primer plano-, la revista Rolling Stone pensó en todo aquello y la situó en un mundo aparte: se parecía poco y nada a sus coetáneos fascinados con la vanidad y la hiperconexión.

“Es tan de la generación Z que hace que los veinteañeros se sientan antiguos”, dijo la publicación. Así de adelantada estaba Eilish.

Pero el último fin de semana, la artista ha hecho que incluso la música presentada y compartida bajo las características de la pandemia se sienta y parezca antigua.

Así de adelantada: su espectáculo online ofrecido durante 24 horas –y al que tuvo acceso Culto- fue muchos pasos más allá de los conciertos a distancia que las más diversas figuras han debido levantar en los últimos meses desde sus casas, estudios o en recintos vacíos.

Si ya eso parecía una narración distópica, Eilish pareció acentuar la fantasía y llevó su iniciativa hacia un ambiente virtual envolvente, cambiante, saturado de imágenes y efectos 3D, una inmersión en un musical computarizado y embriagante que asoma como el punto final al que han llegado los recitales del encierro.

O el punto de partida: si el Covid-19 seguirá impidiendo durante largas temporadas la opción de reunirnos en masa frente a un escenario, Eilish ha propuesto una fórmula para devolver algo de espectacularidad a presentaciones vía streaming que se habían adormecido frías y predecibles.

The Buggles cantaba en 1980 “Video killed the radio star” para clamar un cambio de era, el dominio de los videoclips mostrándole los dientes a la hegemonía de la radio; lo de Eilish no llega a ser tan definitivo, pero su apuesta sí busca desafiar con cuchillo en los dientes al streaming de 2020.

Nada podrá reemplazar el factor humano y el cara a cara con el ídolo de turno; pero al menos como sucedáneo durante estos meses de oscuridad, su show parece un gran paliativo.

Así lo advierte desde un principio. En el recital que quedó disponible previo pago desde el sábado y hasta el domingo, la cantante parte mostrando cómo se armó un escenario de diseño simple, aunque secundado por paneles que empiezan a proyectar las imágenes y secuencias, mientras varias cámaras amplifican para fans de todo el mundo las 13 canciones del espectáculo.

“bury a friend”, parte de su único disco a la fecha (el alabado “When we all fall asleep, where do we go?” de 2019), marca el pitazo inicial, para después con la pujante “you should see me in a crown” acentuar la experiencia visual al desplegar una araña gigante que acecha a sus espaldas.

“strange addiction”, “ocean eyes” y “xanny” exhiben sus distintas caras como autora –enérgica, espectral, hermética-, pero la cita adquiere su punto estelar con “ilomilo”: una melodía que se adhiere a programaciones simples, casi detallitos electrónicos, pero cuya ambientación muestra igual que en el video un océano atravesado por tiburones, algas gigantes y cardúmenes de una fauna casi gótica. En otros tramos el evento, se la ve sentada en una suerte de parque virtual.

Pero Eilish no sólo piensa en lo que se mueve bajo Tierra. También observa lo que está directamente a su alrededor: casi sobre el cierre interpreta “all good girls go to hell”, con las pantallas repletas de imágenes acerca de las protestas por el cambio climático, marchas vinculadas al movimiento Black lives matter y llamados a votar en las próximas elecciones estadounidenses.

Todo acompañado por su hermano y productor, Finneas, cerebro y también responsable del éxito explosivo conseguido por la cantautora en apenas un par de meses. Un triunfo refrendado por esta experiencia aún con el confinamiento alterando nuestras costumbres, aunque quizás no las de Billie: su música la ha facturado desde el cuarto de su casa, en el mundo tan personal como universal que se da entre cuatro paredes, la clave quizás de una artista que ha logrado subrayar trascendencia incluso cuando todos los días –y los shows- nos parecen iguales.